Capítulo XI:
La suerte del Diablo

Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo, fue hallado por el comandante Lutz en el cuartito donde lo encerrara su lugarteniente. Mariñas estaba medio ahogado a causa de la mordaza y su primera impresión fue de infinito alivio al verse libre de aquel tormento; pero en cuanto fue reconocido por los ex cautivos, cesó su alivio. Todos se asombraron de que alguien les hubiese entregado tan limpiamente al famoso Diablo, pero aunque se hicieron muchas cábalas nadie adivinó la verdad. La mayoría de los habitantes de Los Ángeles opinó que aquello era obra del Coyote.

Ocho días después de su detención, Juan Nepomuceno Mariñas fue juzgado en consejo de guerra, reconocido culpable de los asesinatos cometidos en Los Ángeles y condenado a morir en la horca ocho días después.

Irina fue a verle varías veces. A ella no la habían molestado lo más mínimo, y la fidelidad que demostraba al condenado le ganó las simpatías de los soldados. Sin embargo, no se le permitía acercarse a menos de tres metros de Mariñas, con quien tenía que hablar en alta voz, para ser oída por los guardianes.

La población de Los Ángeles reaccionó de distintas maneras después del miedo pasado. Decíase que don César estaba enfermo a causa del susto y no se le vio por Los Ángeles en varios días. Tampoco se vio a su flamante esposa ni a su hijo, aunque a los dos últimos se les pudo ver en los jardines del rancho de San Antonio.

La curiosidad de los habitantes de Los Ángeles se hallaba enfocada en la próxima ejecución del Diablo. Aunque en Los Ángeles, con sus cinco mil habitantes y sus ciento diez tabernas, se cometían muchos asesinatos, hasta entonces la justicia había hecho muy poco para castigar a los culpables. Bastaba la favorable declaración de un amigo para que el asesinato se convirtiera en homicidio en defensa propia. Por ello se veía ahorcar a muy poca gente, y tanto la buena como la mala sociedad, decidió disfrutar plenamente con las últimas pataletas del Diablo.

Seis horas antes de su ejecución, Juan Nepomuceno Mariñas recordó lo que había hablado con fray Andrés. Éste le había dicho que algún día se daría cuenta de que tenía más fe de la que estaba dispuesto a reconocer. Y así era.

—Digan a fray Andrés que venga a confesarme —pidió al nuevo comandante de la fortaleza, ya que al antiguo se le estaba procesando por haberse dejado conquistar el fuerte confiado a su custodia.

En plena noche llegó el franciscano y fue introducido en la celda del reo, después de pasar junto a la nueva horca levantada para el espectáculo del día siguiente.

—Gracias por haber venido, fray Andrés —dijo Mariñas—. Tenía usted razón. Me arrepiento de todos mis pecados y quisiera confesarme.

Fray Andrés se sentó en el camastro de la celda. La capucha le ocultaba el rostro; pero la voz que salió de sus labios no fue la de fray Andrés.

—Sin querer me hiciste un favor, Diablo —dijo aquella voz—. Vengo a devolvértelo.

—¿No es usted fray Andrés?

—No. Soy El Coyote.

Un escalofrío corrió por las venas del Diablo.

—¿Qué va a hacer? —susurró.

—Ofrecerte los medios para salvarte. Sólo dos revólveres cargados con seis balas cada uno. Lo demás debes hacerlo tú. Si consigues llegar a los diez robles que se levantan a la derecha del fuerte, encontrarás un caballo y dinero.

—¿Le envía fray Andrés?

—No. Ya te he dicho que me hiciste un favor; pero tú no sabes cuál, ni lo sabrás nunca.

—Con estos revólveres tengo suficiente para llegar a Méjico…

—No —interrumpió El Coyote—. En Méjico no encontrarás nada. Alguien se te anticipó.

—¿Weaver?

—Sí; pero murió. El dinero ha sido devuelto a sus dueños. Tendrás que empezar de nuevo y empezar honradamente.

Mariñas sonrió.

—Va a ser difícil —dijo, guiñando un ojo.

—Un gran hombre sólo puede hacer cosas difíciles. No te propondría cosas fáciles.

—Gracias —dijo Mariñas, escondiendo, los revólveres—. ¿Nos volveremos a ver?

—Si te portas bien, no. Si te portas mal yo mismo te traeré aquí para que te ahorquen, a menos que te dejes ahorcar ahora.

Se acercaba el carcelero y el falso fraile le dio la bendición al compungido reo; luego se puso en pie y, siempre con el rostro oculto en la sombra de la capucha, salió del fuerte.

Frente a éste se ultimaban los preparativos para dar el máximo esplendor a la ejecución. Pronto formarían las tropas, pues ya se iniciaban en el cielo las rojeces de la salida del sol.

A las cinco y media de la mañana, el nuevo comandante del fuerte dirigióse con cuatro soldados a la celda de Mariñas. El carcelero abrió la puerta y el comandante anunció:

—Ha llegado la hora, Mariñas.

Éste levantó la cabeza y las manos, mostrando dos revólveres, y sonrió al ver el espanto que se reflejaba en todos los rostros. Poniéndose en pie, invitó:

—Entren todos, señores.

El comandante, el carcelero y los cuatro soldados entraron en la celda. Mariñas observó a los soldados y, por fin, dirigiéndose a uno de ellos, le ordenó que se quitara el uniforme. Mientras tanto desarmó a los demás. Cuando el soldado se hubo quitado el uniforme, Mariñas se desnudó, a su vez, y vistióse con las prendas del soldado. Como no podía perder más tiempo, porque temía que bajaran más soldados y oficiales a averiguar el motivo del retraso, se limitó a encerrar a los seis hombres en su celda, tirando lejos las llaves, y luego, vestido con el azul uniforme, subió corriendo al patio, cogió una cuerda de un rincón, ascendió hasta las almenas y, atando la cuerda a uno los cañones, la dejó caer por el otro lado del muro opuesto a aquel ante el cual se agolpaban los curiosos y los soldados, incluso los centinelas, y en diez segundos estuvo en el foso, que escaló con algunas dificultades, deslizándose después por entre los matorrales hasta llegar a los robles.

Por un momento estuvo a punto de retroceder, pues en lugar de un caballo había dos. Además, una mujer se encontraba junto a uno de los animales. Pero cuando la mujer, al oír un ruido, volvió el rostro hacia él, Mariñas sonrió.

—Buenos días, princesa.

—Buenos días, señor Diablo —replicó Irina.

Los dos montaron a caballo.

—¿Qué bulto es ése? —preguntó Mariñas, señalando el que llevaba en la grupa su caballo.

—Creo que son trescientos o quinientos mil dólares de los suyos. Me los dio El Coyote.

Picaron espuelas y descendieron por el lado opuesto de la colina antes de que se diera la alarma en el fuerte. Cuando sonaron los cañonazos que anunciaban la fuga del reo, Mariñas e Irina estaban ya muy lejos, hacia el Norte, en tanto que todas las persecuciones se organizaban en dirección Sur, hacia la frontera mejicana.

Don César levantó la cabeza al oír los cañonazos. Luego, sonrió, Mariñas había huido. Sin duda con Irina. ¿Serían felices?

En aquel momento se abrió la puerta. Guadalupe apareció en el umbral.

—¿Tomará el señor el desayuno en el comedor o en el cuarto? —preguntó.

—¿A qué viene eso, Lupita? —Preguntó don César—. ¿Por qué me llamas de usted y sigues portándote como una criada?

Don César comprendió que Lupe estaba resentida porque durante unos quince días él había estado fuera del rancho, por Méjico y Tejas. Pero… él amaba a Lupe.

—Sigo siendo la criada del señor Echagüe —respondió Guadalupe.

—¿Te olvidas del lazo que nos une?

—He pedido a fray Andrés que lo haga romper. El matrimonio no ha sido consumado. Se verificó bajo amenazas. No es válido. El Papa lo anulará.

—¿Estás loca? —Gritó don César, poniéndose en pie de un brinco—. Tú eres mi mujer. Mi esposa legítima. Y no recurrirás al Papa ni al demonio.

—Permítame el señor salir de la habitación. No es correcto…

Las manos de don César se cerraron como garfios en los brazos de Lupe.

—¿Qué es eso de que no es correcto que mi mujer esté en mi cuarto? Te estás poniendo muy tonta, Lupita, y te voy a enseñar…

No siguió porque sus brazos habían atraído contra su pecho a Guadalupe y sus labios habían alcanzado los de ella; pero al cabo de un momento la apartó de sí, rabioso.

—En mi vida había encontrado unos labios más fríos que los tuyos —gruñó.

—Sin duda, los labios de la princesa Irina eran más cálidos o estaban más acostumbrados que los míos a besar.

Don César cerró los puños. Haciendo un esfuerzo, preguntó:

—¿No crees que, después de tantos años, ya es hora de que dejemos de hacer el tonto y de no comprendernos?

—Si el señor me suelta, dejará de destrozarme los brazos.

—¡El señor, el señor, el señor! ¿Es que no sabes decir otra cosa? ¿Por qué crees que me casé contigo, tonta?

—Porque el señor Mariñas le obligó; pero en Roma se lo arreglarán todo y yo podré seguir siendo el ama de llaves de su rancho.

—Bien. Muy bien. Si no fuese quien soy te pegaría un par de bofetadas. Tal vez así despertaras a la realidad.

—Creo que será mejor que le traiga el desayuno aquí, señor. Si le ven tan excitado, los sirvientes harían comentarios desagradables.

—¡Guadalupe! —Gritó don César—. Si vuelves con el desayuno y con esos modales de dama ofendida, tiro el desayuno por la ventana y… y…

—Perfectamente, señor —replicó Lupe—. Volveré cuando el señor haya encontrado la palabra que le falta. Hasta luego, señor.

Don César quedó solo, sintiendo que todo giraba a su alrededor, mientras se preguntaba:

—¿Y ésa es la mujer que, según fray Jacinto, estaba loca por mí? Por las muestras… Cuando vea a ese fraile voy a decirle lo que opino de los que se ponen a dar consejos…

De pronto, don César sonrió. Su sonrisa se fue haciendo más amplia y, por fin, el hacendado comentó en voz alta:

—Ya comprendo. Todo eso lo hace para que no me dé cuenta que está loca por mí.

La sonrisa desapareció.

—Pero ¿en qué ha demostrado que esté loca por mí? En nada. Absolutamente en nada. ¿Cómo es posible que después de veinte años de vivir al lado de esa mujer la conozca menos que el primer día?

Acariciándose el bigote, don César decidió por fin:

—Bien; la conquistaremos como sea; a golpes, a besos, a caricias o a latigazos; pero lo que es el Papa no anula nuestro matrimonio. ¡Estaría bueno que esa tonta fuese a tener más energía que El Coyote!

Si Guadalupe hubiera oído esto habríanse calmado muchos de sus temores de haber ido demasiado lejos en su farsa.

—Tal vez conseguí que mis labios estuvieran fríos —sonrió—; pero el corazón era una brasa viva que estuvo a punto de fundir mi alma y mi voluntad.

Y los dedos de Guadalupe acariciaron suavemente los labios que, por primera vez, había besado el hombre a quien ella amaba más que a su vida y más que a su propia alma.