Don César hizo ensillar su caballo, Y quienes sólo le conocían como don César de Echagüe, propietario del rancho de San Antonio, se asombraron de la velocidad que sabía arrancar al animal, al que guió en dirección al rancho de don Goyo siguiendo unos caminos que, si no eran los mejores, eran, en cambio, los más directos.
—Por ahí viene un gavilán buscando a una palomita —comentó Timoteo Lugones, dirigiéndose a sus hermanos.
—Ése no es gavilán, sino pato —replicó Evelio Lugones.
—Pero Lupe es una linda palomita —suspiró Juan—. ¡Es un dolor que no sea uno rico para reñirle la novia a niño Gregorio!
—Aunque seas mi hermano, debo reconocer que te faltan muchos atractivos para poder resultar un rival temible —dijo Evelio, echándose a reír.
—Yo creo que Lupita busca otra cosa que esto que ya ha conseguido —declaró Timoteo—. Ella quiere a don César.
—Las mujeres siempre se enamoran de cosas raras —dijo Juan Lugones—; pero don César es de lo más raro que se conoce.
—No hables mal de él —respondió Evelio—. Ya sabes que El Coyote le aprecia bastante.
—Nunca he comprendido cómo un hombre como El Coyote, que es todo valor y energía, puede sentir aprecio por un botarate como don César, que es todo pereza y estupidez.
—Pero es rico —dijo Timoteo—. Estoy seguro de que él ha prestado mucho dinero al Coyote.
Don César se iba acercando a la hacienda de don Goyo, de la cual eran guardianes armados los tres hermanos Lugones. Aún estaba a alguna distancia, y los Lugones, que le observaban desde su puesto de vigilancia junto a la puerta de entrada, prosiguieron sus comentarios acerca de lo ocurrido aquella mañana y que pronto sería conocido en toda la ciudad.
—¿Qué mosca debió picarle a Lupita para plantar a don César y venirse aquí? —preguntó Timoteo.
—Niño Gregorio le andaba haciendo la rosca —dijo Evelio—. No es mal partido para una criada.
—Lupe no tiene nada de criada —protestó Juan—. Ella ha sido la que ha sostenido en alto el rancho de San Antonio y el de Acevedo. Si cuando murió la señora ella no hubiera estado allí, se lo habría llevado la trampa. Porque don César no hizo maldita la cosa. Lloró mucho, no quiso ni ver a su hijo, y luego se fue por el mundo a viajar y a gastar el oro que Lupita ganaba para él.
—Don César y doña Leonor se amaban mucho —dijo Timoteo—. Yo creí que él se volvía loco. No es agradable que a uno se le muera la mujer por culpa de uno. Al fin y al cabo, todo ocurrió porque nació el chiquillo.
—En Los Ángeles se habló mucho de que entre Lupe y don César había algo más que amistad —dijo Evelio.
—Eso es una mentira —protestó Juan.
—Ya lo sé —respondió Evelio—. El tiempo demostró que don César no se moría por los pedazos de Lupita ni por los de ninguna otra mujer.
—Sin embargo, con aquella Isabel Perkins estuvo a punto de enredarse de lo lindo —recordó Juan—. Estaba muy enamorado de ella[3]. Y aquella noche que pasaron en el cañón de los cristianos donde ahora está enterrada…
—A pesar de todo, yo creo que don César estaba, y aún está, enamorado de Lupe —insistió Timoteo—. Y ella lo está de él.
—Si lo estuviera no se habría marchado del rancho —observó Juan.
—Eso lo hizo para obligar a don César a ir detrás de ella —dijo Timoteo Lugones—. Es un truco muy viejo que emplean las mujeres desde los tiempos del Paraíso Terrenal.
—Lupe es incapaz de decirle a niño Gregorio que le ama y hacerlo sólo para darle celos a don César —insistió Juan.
—Yo no le he oído decir que esté enamorada de Gregorio —dijo Evelio.
—Pero está en el rancho —replicó Juan.
—Está como invitada de don Goyo —recordó Timoteo—. Claro que todo el mundo se ha dado cuenta de que niño Gregorio, por su gusto o por el gusto de don Goyo, se ha enamorado de Lupita.
—Y este rancho es el mejor después de las haciendas de don César.
—Parece mentira que una mujer lleve de cabeza a tantos hombres ricos —suspiró Evelio—. Y a lo mejor no quiere a ninguno. Pero ¡cuidado!
Don César estaba ya muy cerca de la gran verja de hierro del rancho de don Gregorio Paz, más conocido por don Goyo.
—Buenas tardes, don César —saludó Evelio Lugones, acudiendo a abrir la verja, después de dejar contra la pared el rifle, que no abandonaba casi nunca.
—Hola, muchachos —replicó don César—. Creo que Lupita está en casa, ¿verdad?
Los Lugones se miraron; pero antes de que replicaran, don César agregó:
—Me dejó aviso de que venía aquí. Tengo que darle algunas instrucciones.
—Pues… creo que sí que está dentro —dijo Timoteo—. La avisaré.
—No hace falta. Conozco el camino. Adiós.
Don César picó espuelas y siguió hacia el rancho.
—Me parece un poco demasiado orgulloso ese don César —refunfuñó Juan Lugones—. El Coyote es mucho más que él y, en cambio, nos trata con más amabilidad.
—Tal vez porque El Coyote nos necesita, mientras que a don César no le hacemos maldita la falta —recordó Timoteo.
—Hace mucho tiempo que El Coyote no nos utiliza —dijo Evelio—. Y no será porque no tenga trabajo. Ayer noche armó un buen jaleo en casa de La Grew[4].
—Dicen que estuvo formidable —suspiró Timoteo—. Su manera de hacer justicia es única.
—A mí me asusta un poco —declaró Juan—. Parece una justicia divina a la cual no es posible escapar.
—Hasta ahora nadie ha escapado a ella —dijo Evelio.
—¿Qué dirá don Goyo cuando vea llegar a don César? —preguntó Timoteo, siguiendo con la mirada al hacendado, que estaba ya llegando a la casa principal del rancho.
Don Goyo había entornado uno de sus ojillos, dirigiendo con el otro una maligna mirada a don César, que estaba desmontando ayudado por uno de los peones del rancho.
—Si ese mamarracho se imagina que va a conseguir algo, se equivoca —dijo.
Volviéndose hacia Guadalupe, que estaba muy pálida, agregó:
—No tengas miedo. Tú te casarás con mi hijo.
Pero Lupe no le escuchaba. Estaba sentada en un sillón, frente al que ocupaba don Goyo, muy rígida, con las manos apretadas contra los brazos del asiento.
—Le odias, ¿verdad? —preguntó el viejo.
¡Dios bendito! ¿Cómo podía ser tan ciego aquel hombre? ¿Era posible que no se diera cuenta de que ella no odiaba a César? ¿Era posible que no oyese los estruendosos latidos de su corazón? ¿Era posible que no advirtiese que de no aferrarse a aquel sillón hubiera corrido al encuentro del hombre que para ello lo era todo en el mundo?
—Lo echaré a patadas —siguió don Goyo—. Y lo voy a hacer antes de que entre en casa.
Pero ya era demasiado tarde. Don César estaba ya dentro del edificio e intentar algo contra él sería quebrantar las inquebrantables leyes de la hospitalidad.
—Don César de Echagüe —anunció uno de los criados del rancho.
El hacendado entró con su expresión más impertinente. Lupe rehuyó tropezar con su mirada.
—Buenas tardes, don Goyo —saludó don César. Luego, volviéndose hacia Lupe, siguió—: Buenas tardes, Lupita.
—¡Ejem! —Carraspeó don Goyo—. Supongo que sólo has entrado a beber un vaso de agua fresca, ¿no?
—En efecto —asintió don César—. Entré a beber un poco de agua fresca. El agua fresca de este rancho tiene fama en toda California. Hasta en Washington me han hablado de ella. Son muchísimas las personas que me han dicho: «Don Goyo ofrece siempre la mejor agua del mundo». En cambio, mi rancho tiene fama por sus vinos. Todo el mundo habla de ellos.
Don Goyo enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
—¿Es que tratas de insinuar que yo sólo ofrezco agua? —preguntó.
Don César arqueó las cejas.
—¡No, por Dios! Creo recordar una vez en que me ofreció la sombra de sus árboles. La sombra de sus álamos y robles forma la mejor combinación existente que se puede dar con el agua fresca.
—Yo puedo ofrecer vinos mejores que los tuyos, César.
—Especialmente, más viejos —replicó don César—. Se dice que el vino que entra en sus bodegas ya no vuelve a salir de ellas hasta que ha cumplido cien años.
—Eres un impertinente a quien me están entrando ganas de dar una buena lección.
—¡Caramba! Ya lo había olvidado. Las lecciones y los consejos son otra de las cosas que se dan aquí y que nadie olvida. Sombra de árboles, vasos de agua y consejos. Siempre que he salido de esta casa lo he hecho con la cabeza despejada, el estómago fresco y la paz en mi alma.
—César, no olvides que, hace veintitrés años, además de todo eso, yo regalaba sablazos a diestro y siniestro. Y como soy enemigo de las impertinencias, si no te gusta mi agua, ni la sombra de mis árboles, por lo menos acepta un consejo: ¡Lárgate de aquí en seguida, antes de que encuentre el sable que conservo como recuerdo de la batalla de Gabriel!
—Acepto el consejo. Ya he dicho que sus consejos son cosa buena y muy famosa. ¿Vienes, Lupita?
Guadalupe se empezó a levantar; pero el puñetazo que don Goyo soltó sobre la mesa que estaba junto a él la obligó a dejarse caer de nuevo en el sillón.
—¡Basta ya de tonterías! —Gritó don Goyo—. Lupe se queda aquí hasta el momento en que se case con mi hijo. Entonces continuará en esta casa.
Don César se volvió a Guadalupe.
—¿De veras? —Preguntó con levísima ironía—. ¿Te vas a casar con el hijo don Goyo?
Guadalupe inclinó la cabeza. No se atrevía a hablar. Estaba demasiado segura de cuál sería su respuesta. No; ella no quería casarse con Gregorio Paz.
—He dicho que se casará con mi hijo. Y cuando yo digo una cosa no tolero que ningún imbécil dude de mi palabra —bramó don Goyo—. Y si te molesta que te llame imbécil, estoy dispuesto a repetírtelo donde a ti te convenga.
—No me ofende que me diga la verdad. En eso soy como usted, don Goyo, verdad ante todo. Soy un sacerdote del culto de la verdad.
—Yo también lo soy —replicó el viejo—. Soy el sumo pontífice de ese culto y yo soy quien decide si una verdad es verdad o si es mentira. Por lo tanto, no quieras aprovechar la oportunidad para decirme cosas desagradables.
—¿Y desde cuándo se ha decidido la boda de Lupita con usted? —preguntó don César.
—Se casa con mi hijo.
—¡Oh, no! Todo el mundo sabe que en esta casa sólo hay una voz, una voluntad y un dueño. Claro que usted ya tiene un pie en la sepultura y dentro de ocho o diez años lo enterraremos en ella. Entonces Lupita será la esposa de su marido; pero entretanto…
—Oye, César —interrumpió don Goyo—. Puede que en tus recepciones os entretengáis insultándoos con sonrisas; pero yo no tengo esas tragaderas. Me estás ofendiendo y te voy a moler a palos si dentro de cinco segundos no te has marchado de esta casa.
—Yo sólo he tratado de hacer ver a Lupita las ventajas que tendrá casándose con su hijo, don Goyo —protestó César—. No tendrá que preocuparse de comprar nada, porque todo lo elige usted. Ni siquiera deberá preocuparse de sus trajes, pues en sus desvanes tiene un centenar de vestidos de su mujer, de su madre y de sus abuelas. Podrá ir ataviada lindamente, durante cien años, sin gastar ni un sólo centavo en eso tan estúpido que son las modas.
Don Goyo empezó a ponerse en pie; pero don César le atajó, sonriente, recordando:
—No hago más que repetir sus palabras, don Goyo. Usted las pronunció una tarde en mi casa. Dijo, y lo recuerdo bien, que la esposa de su hijo no necesitaría gastar nada en ropa. Ni siquiera en el traje de novia, pues aún guarda usted el que utilizó su bisabuela y que luego utilizaron su abuela, su madre y su mujer. Claro que también dijo que compraría algunos trajes hechos con telas de las buenas, de esas que ni la polilla es capaz de roer. Claro que son telas recias, que pesan varias arrobas; pero lo importante es que en el año mil novecientos setenta conserven la misma energía que en el momento de comprarse. Y como Gregorio ha sido educado por tan buen maestro, estoy seguro, Lupita, de que serás una mujer muy feliz en una casa donde todo es sólido, desde los platos de mármol hasta las cajas de roble y hierro donde se guardan los sólidos pesos mejicanos y doblones de a ocho.
—Será mejor… —empezó Lupe, siempre evitando la mirada de don César.
—¡Tú te quedas aquí! —Rugió don Goyo—. Tú has venido a casarte con Gregorio. Y no saldrás más que para ir a la iglesia de Nuestra Señora, a casarte.
Lupe empezó a sentir deseos de rebelarse contra aquel viejo que se había apoderado de ella como si fuera una yegua, una carga de trigo o… o un barril de vino. Al fin y al cabo, todo cuanto decía don César era verdad. Don Goyo era un tacaño y un tirano que trataba de tener a todo el mundo en un puño. Bien le estaba cantando las verdades don César.
—Supongo que si te has de casar con don Goyo…, quiero decir con Gregorio Paz, lo más correcto será que salgas de mi rancho, no del de tu novio, Lupita —siguió don César—. Tu padre no me perdonaría nunca que te hubiera cuidado tan mal. Su fantasma no me dejaría descansar. Él quería que tú salieses del rancho para casarte con el hombre elegido por tu corazón, no por tu cabecita.
¡Era inútil! No podía resistir más. Lupe había elegido no con el corazón ni con la cabeza, sino con el despecho.
En aquel momento en que Guadalupe comprendía que, por fin, don César habíase decidido a dar el paso que ella había esperado en vano durante tantos años, todo lo pasado quedó en el olvido. Había sido una loca marchándose, exponiéndose, incluso, a dar un escándalo de los que la ciudad, habitada aún por una mayoría californiana, jamás podría perdonar.
—Creo que será mejor que le acompañe… —empezó.
La entrada del criado que antes anunciara a don César contuvo la imprecación que don Goyo se disponía a lanzar.
—¿Qué quieres? —gritó.
Su vozarrón fue como una gigantesca mano que empujara hacia atrás al desconcertado servidor.
—Es que… ha venido Tadeo Barrera para decirle algo a don César —pudo tartamudear al fin.
—Haz pasar a ese hombre —ordenó don Goyo.
Tadeo Barrera, el capataz del rancho de San Antonio, entró en la sala.
—¿Qué sucede? —preguntó don César.
—Ha llegado una visita, don César —anunció el capataz—. La princesa Irina. Dice que usted ya sabe quién es. Y que se trata de algo muy urgente. Sólo por eso me he atrevido a molestarle.
—¡Irina! ¿Qué…? Bueno, ya… ya voy.
¿Qué motivo podía haber impulsado a Irina a presentarse en Los Ángeles? ¿Qué consecuencias podía tener la presencia de aquella mujer?
Cuando don César miró a Guadalupe supo cuáles serían las consecuencias inmediatas. El rostro de Lupita volvía a expresar despecho y rencor.
—¿Vamos? —preguntó Echagüe.
—No.
La respuesta de la mujer fue seca, agresiva.
—Pero…
—Ha dicho que no —intervino don Goyo—. Por lo tanto, márchate solo y no vuelvas a presentarte por aquí hasta el día en que celebremos la boda. Adiós.
—Adiós, don César —dijo Lupe.
César de Echagüe comprendió que había perdido todo el terreno ganado. Sin embargo, él sabía cuáles eran los sentimientos de Lupe. Estaba seguro de su amor y…, si no en aquel momento, en cualquier otro conseguiría hacerle abandonar aquella actitud. Además, le hacía feliz saber que Lupe sentía celos.
—Está bien —replicó—. Como tú quieras Lupita; pero insisto en que tu puesto está en nuestro rancho.
—No creo ser ya necesaria en su rancho, don César —replicó, secamente Lupe—. Mi puesto ya está ocupado por… por una princesa.
César se inclinó levemente.
—Bien, mujer. Adiós. Buenas tardes don Goyo. Muy agradecido por su amable acogida.
El dueño de la hacienda le replicó con un bufido, y don César salió en pos de Barrera. Cuando abandonaron el rancho, don César preguntóse una vez más qué podía haber impulsado a Irina a presentarse en su casa. No había vuelto a saber de ella desde mucho tiempo antes[5] ¿Qué motivos podían haberla obligado a dar un paso tan atrevido?
No se alegraba de la presencia aquella mujer. Había llegado en mal momento: cuando él había tomado ya una decisión y no deseaba volverse atrás. Pero ¿sería capaz de seguir adelante si en su camino volvía a interponerse Odile Garson, la princesa Irina?
Recordó su conversación de unas semanas antes con fray Jacinto, en la Misión de San Juan de Capistrano. El franciscano le había dado unos consejos que debían de ser buenos; pero ¿qué consejos podía dar acerca del amor un hombre que había renunciado a él? Entonces recordó una frase que él había pronunciado en una ocasión para refutar una opinión contraria a la suya: «Para descubrir el infierno, Dante no necesitó estar en él». La intuición es a veces más poderosa que la práctica. ¿Y qué sabía él de la vida de fray Jacinto antes de que ingresara en la Orden franciscana? Sólo sabía que era hombre, con cuerpo de hombre, y que para dominar a aquel cuerpo habría tenido que pasar por pruebas muy duras y desconocidas para quienes, como él mismo, podían recurrir a soluciones más fáciles.
Pero estaba desviándose de la cuestión. Él amaba a Guadalupe. Ella era lo bastante hermosa para que a su amor romántico se pudiera unir el otro amor. Además, Lupe traería la paz a su espíritu. Y casándose con ella se sentiría menos traidor a su primera mujer que si se casaba con… con cualquier otra. Por lo menos, Lupe la había conocido. Ella sabía quién era doña Leonor de Acevedo. Juntos podrían recordar los viejos tiempos, cuando California aún vivía bajo la adormilada autoridad de Méjico, casi tal como había vivido bajo la blanda mano de España. Ellos aún pertenecían al hermoso pasado. Irina, no. Irina representaba la vanguardia de los nuevos tiempos, a los que había que amoldarse para seguir viviendo; pero que no podían aceptar alegremente.
De pronto, don César se echó a reír. ¡Cuántas tonterías piensa uno para justificarse ante sí mismo! ¿Es que él y Guadalupe, si llegaban a casarse, hablarían alguna vez de Leonor? No. Lupe, en cuanto fuera su esposa, rehuiría todo recuerdo de la que lo fue antes que ella. Y él no querría recordar a la esposa muerta porque el recordarla estando casado ya con otra sería como sacar a relucir el incumplimiento de una promesa que se había hecho a sí mismo durante mucho tiempo: la de no volverse a casar, porque sólo el primer amor es el verdadero y, además, porque jamás podría hallar a una mujer como Leonor de Acevedo.
¡Y ahora estaba calculando cuál de las dos mujeres que había en su vida le convenía más!
—No está mal —se dijo—. Las dos me atraen. Don César debería casarse con Guadalupe Martínez. El Coyote hallaría una esposa ideal en Odile Garson, mejor dicho, en la princesa Irina. Esa sería una magnífica solución; pero la dueña del Coyote querrá serlo también de don César, y la que se case con don César querrá ser la dueña del Coyote. Además… ¿por qué pensar en soluciones que no pueden resolver nada?
Pero ¿a qué habría ido allí Irina? ¿Con qué intenciones? Ese era uno de los defectos de Irina. El que nunca se podría saber cuáles eran sus propósitos, pero ese defecto también lo tenía Lupe. ¡Y en peor grado! Durante veinte años él había creído conocer todos los pensamientos y reacciones de aquella mujer y, de pronto, le salía con aquella estupidez de que se quería casar con el hijo de don Goyo. ¿Era posible que él, que tan bien conocía a las mujeres, se encontrara con que la más desconocida de todas era aquella a cuyo lado había vivido durante tantos años? El más astuto y peligroso de los hombres era un libro abierto si se le comparaba con una mujer.
Otra complicación estaba en que Lupe sentía celos de Irina. En cuanto se pronunció el nombre de la falsa princesa, Lupe cambió radicalmente. Dejó de ser la ovejita mansa, dispuesta a seguir a su amo, y convirtióse en una enfurecida gata salvaje.
De pronto don César sintió una gran compasión de sí mismo. Él no se merecía aquellas complicaciones. Mientras en su vida no intervino ninguna mujer, todo había ido bien. Por una mujer le habían herido por vez primera [6]. Una mujer descubrió su verdadera identidad y otra mujer le había arrancado el antifaz, cosa que ningún hombre había logrado hacer. Además, a un hombre se le obliga a callar pegándole un tiro en el corazón. Y, en cambio, a una mujer no se la puede matar.
Pero… ¿qué diablos había obligado a Irina a dar aquel paso?