Jaime Palacios fue hacia la ventana y, tras una breve vacilación, salió por ella y siguiendo el camino que antes utilizara, descendió al jardín y salvando el bajo muro, se encaminó hacia la Casa Azul. En aquella casa vivía Marian Louise O'Connor. Su padre la había adquirido aprovechando una oportunidad en que sus ambiciones de fortuna estuvieron a punto de realizarse. Luego consiguió salvarla del naufragio de sus negocios y en ella vivía ahora Louise O'Connor, con una tía suya irlandesa, gracias a cuya bondad la sobrina conservaba abierto el paso a las casas más notables de Los Ángeles. Sin embargo, su conducta le iba cerrando las puertas de las casas más importantes y llegaría el día en que hasta los californianos que mejores relaciones sostenían con el elemento extranjero y que por ello se veían obligados a aceptar unas normas morales en discordancia con las tradicionales, también la proscribirían de sus salones.
En La Casa Azul aún había luz cuando Palacios llegó ante ella. Acercándose a la ventana de la planta baja, que estaba iluminada, Jaime miró a través del cristal y vio a Marian sentada en un sofá.
¡Qué hermosa era! Su rojo cabello parecía fuego sobre nieve. Jaime hubiese permanecido horas enteras contemplándola; pero en Los Ángeles se estaba buscando al Coyote. Y El Coyote a quien trataban de cazar era el falso, no el verdadero.
La idea de la suerte que le aguardaba si no podía probar una coartada lanzó escalofríos de terror por la espina dorsal del joven. Al fin decidióse y llamó con los nudillos en el cristal. Marian Louise O'Connor levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Luego, se acercó lentamente para identificar al que llamaba y al reconocer a Jaime sus labios se cerraron fuertemente.
—Hola —dijo, abriendo la ventana—. ¿Qué le sucede, señor Palacios?
—Marian…, necesito un gran favor. Tú puedes hacérmelo.
—Si es dinero… Pero creí que ya había resuelto usted su situación.
—Estoy en un grave peligro, Marian. Tú puedes salvarme, aunque tendrás que sacrificar algo.
El rostro de la mujer se endureció.
—No comprendo —dijo—. Y le advierto, señor Palacios, que es una imprudencia que estemos hablando así. Si alguien le ve…
—Déjame entrar. Te lo podré decir mejor…
—No —interrumpió Marian—. El buen nombre de una mujer es, según ustedes, los californianos, tan frágil como el más puro cristal. Un golpecito de nada puede romperlo.
—Se trata de mi vida —murmuró Jaime—. Han asesinado a un hombre y recaen sospechas sobre mí. Si tú quisieras decir que he pasado la noche… la noche a tu lado.
—¿Estás Joco, Jaime? —interrumpió Marian, prescindiendo del usted—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir que yo debo destrozar mi buen nombre por ti?
—Es por salvar mi vida…
—Los hombres de verdad no necesitan que las mujeres les salven la vida. Se la salvan ellos mismos. Y, además, salvan y defienden a las mujeres. Creí que en la tierra de los caballeros, los hombres de más de ocho años eran incapaces de buscar protección entre las faldas de una mujer. Tal vez he confundido tu edad.
Jaime Palacios palideció mortalmente.
—Si te he pedido eso es porque estoy dispuesto a salvar tu honor casándome contigo.
—¡La gran boda! —Rió Marian—. Eres un gran partido, Jaime. Te andan buscando para ahorcarte y tú me ofreces… ¿qué? ¿Qué es lo que me ofreces? ¿La cuerda con la que te ahorcarán? Como amuleto no está mal, pero no me interesan los amuletos. No creo en ellos. Busca otro escondite. Márchate a Arizona o Tejas. Allí se esconden criminales y se las componen para ganarse la vida por si solos.
Jaime Palacios se sintió, de pronto, muy sereno. Tan sereno que soltó una fuerte carcajada.
—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Manan—. ¿Te va a dar un ataque de histerismo? Busca otro sitio…
—No —interrumpió el joven—. No me va a dar ningún ataque. Si me he echado a reír, es porque me siento feliz. Porque estoy alegre; porque he estado a punto de casarme contigo y… y ahora veo con qué clase de mujer me habría casado. No, Marian, no. No pienses que me perjudicas al negarme tu ayuda. En realidad, me haces un favor muy grande. Adiós. Sé que algún día lamentarás no haber pensado que… Pero tú no lo entenderías. No puedes saber que el amor que se da es mil veces mejor que el amor que se compra. Y yo he estado a punto de comprar tu amor.
—Jaime —sonrió Marian—; según una fábula, la zorra, al no poder alcanzar las uvas, dijo… dijo que estaban verdes y se marchó. Adiós y feliz viaje.
Estas palabras se las dirigió Marian a la espalda de Jaime Palacios, que se alejaba rápidamente hacia su casa. La joven le vio marchar y, por fin, encogiéndose de hombros, cerró la ventana y se volvió para regresar al sofá.
Un grito de asombro brotó de sus labios al ver que el sofá estaba ya ocupado por un hombre vestido a la moda mejicana, con altas botas de montar, chaquetilla corta, sombrero de copa cónica; pero cuya principal característica eran los dos revólveres que pendían de su cinturón canana de bien repujado cuero, y el negro antifaz que cubría su rostro.
—¿Qué hace usted en mi casa? —tartamudeó Marian.
—La he estado escuchando, señorita —replicó el enmascarado—. Supongo que ya sabe quién soy, ¿no?
—¡El Coyote!, —murmuró Marian Louise O'Connor, sintiendo hielo en su corazón.
—Sí, soy El Coyote. No hay muchas personas que puedan vanagloriarse de haber sido escuchadas por mí. Una fábula muy interesante, la de la zorra y las uvas. Mi esposa, la zorra, dijo que estaban verdes porque no pudo alcanzarlas. El Coyote nunca dice que están verdes las uvas; porque él siempre las alcanza. Las uvas y lo que sea.
Marian se había ido serenando.
—Hermoso rostro el suyo, irlandesita. No honra usted a su raza; pero eso no quiere decir que no sea usted una de las mujeres más lindas que he conocido. Y, además, es usted de mi clase. Si hubiera nacido hombre habría sido un alegre bandolero que habría asaltado iglesias, castillos, conventos… ¿Le gustan los brillantes?
—Enséñeme uno y le diré si me gusta o no —replicó Manan.
El Coyote sacó del bolsillo un anillo de oro en cuyo centro brillaba el más hermoso brillante que Marian Louise O'Connor había visto en su vida.
—¡Oh! —Exclamó, mientras su alma se sentía cegada por aquellos cálidos y a la vez fríos destellos—. ¡Qué hermoso!
El Coyote se lo tendió, invitando:
—Véalo más de cerca. No creo que vuelva a ver otro semejante.
—¿Por qué?
—Porque éste es único. Lo traje de Méjico. Lo lucía una virgen de Guadalupe en un dedo. A ella no le hacía ninguna falta. Estaba en una iglesia de un pueblecito. Me ha traído mucha suerte.
—¿Qué quiere a cambio de él? —preguntó Manan.
El Coyote sonrió, complacido.
—¿No cree en las dádivas desinteresadas? —preguntó.
—Soy incapaz de dar nada por nada. ¿Por qué han de ser los otros mejores que yo?
—Es cierto. El que imagina a los demás mejores que él, comete un error. Siempre debe irse prevenido y pensar que los demás son peores que uno mismo. Así se evitan sorpresas desagradables. Si yo me enamorase de una mujer, me gustaría enseñarle alguna de mis gracias. Eso lo hacen todos los hombres. Le enseñaría a… perforar orejas de un tiro. Ya sé que no a cosa propia de una mujer; pero no deja de tener emoción. Al principio que se practica, uno falla lastimosamente. En vez de dar en la oreja, da en la nariz, o en la boca, o en un ojo, y se malogra el buen efecto del disparo. A veces, y eso es lo peor, no se da en ningún sitio, y entonces no queda ni el recurso de decir que se quería dar en la oreja o en la nariz, o en la boca, o en los sesos.
—¿Me quiere enseñar el manejo del revólver?
—No he dicho que esté enamorado de usted, aunque le reconozco cualidades físicas muy agradables. Las morales no lo son tanto; pero eso no sería un obstáculo muy grande para mí. No puedo exigir mucha moralidad, porque la mía es muy escasa. Además, aunque es usted hermosa, no le ofrecería un brillante valorado en treinta mil dólares por algo que puedo encontrar mucho más económicamente. Incluso sin dar nada a cambio.
—¿Lo dice por mí?
—No. Ya sé que usted es muy cara, Marian. Pero yo sé que Lehatzky está enamorado de usted.
—¿Lehatzky? ¿Quién es Lehatzky? No conozco a nadie que se llame así.
—Nicholas Lehatzky es una figura muy notable. El Estado de California lo busca para ahorcarle. El estado de Tejas desea ahorcarlo, también. En Kentucky desean darle dos mil latigazos seguidos. En eso demuestran más imaginación que los otros Estados. En Kansas hay un grupo de pieles rojas que desean entretenerse con él durante un par de días. En el territorio de Nuevo Méjico hay tres hombres que, si pusieran las manos encima de Lehatzky, le harían añorar las dulces manos de los pieles rojas de Kansas. Además, le buscan en Chicago y en Nueva York por ciertos delitos de poca importancia. Sólo tres condenas de muerte en cada uno.
—¡Magnífico personaje! —comentó Marian, contemplando el brillante.
—Sí, es un magnífico personaje. Y estoy seguro de que en cuanto usted demostró admiración por su destreza, él se desvivió por enseñarle el truco. A Lehatzky siempre le han vuelto loco las pelirrojas. Tan loco que los motivos por los que se le busca en Tejas y en Kentucky, así como dos de los que atrajeron hacia él la atención de la Policía de Nueva York y Chicago, son cuatro lindas pelirrojas por las cuales se volvió tan loco que terminó estrangulándolas. ¿No le ha acariciado nunca el cuello con las manos que recuerdan el roce de tantos reptiles como dedos hay en ellas?
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Marian. Y en voz más baja pronunció, interrogadoramente, un nombre.
—El mismo. Lo ha reconocido por el detalle de los diez dedos que acarician antes de matar, ¿verdad?
—Sí —jadeó Marian. Y luego—: ¡Dios Santo! Es un monstruo.
—Hasta ahora le ha contenido el temor de que si se encontraba el cadáver de otra pelirroja estrangulada, la curiosidad de la Policía se despertase de nuevo y Los Ángeles fuese mal refugio para él. Por eso está usted viva.
—Huiré de aquí en seguida —musitó Marian, pensando en el dinero que Lehatzky le había confiado.
—Hará muy bien; pero antes quiero que me enseñe ese truco de Lehatzky. Por él pago una pequeña fortuna. ¿Acepta?
—Sí —replicó Marian—. Es muy sencillo. Se trata de poner la mano así…
Cinco minutos bastaron para que el secreto quedara revelado y aprendido. Luego, El Coyote se inclinó sobre la mano de Marian y mientras la besaba, murmuró:
—¡Es lamentable que deba usted marcharse! Me está gustando más por momentos.
—Creí que era usted capaz de dominar sus sentidos. Le tiembla la mano, señor Coyote.
—Es por el brillante. Ahora que ya sé lo que necesitaba saber, me muero de deseos de quitárselo.
—¡No hará eso! —gritó Marian, escondiendo la mano.
El Coyote se echó a reír.
—No voy a decir nada nuevo; pero resulta admirable ver cómo los viejos adagios son siempre actuales. Si las mujeres defendieran ciertas joyas como defienden otras, el mundo sería mejor. En fin; procure marcharse en seguida. Sé que tiene lo suficiente para vivir sin apuros. Si Lehatzky se entera de que me ha enseñado el truco…
Al pronunciar estas palabras, El Coyote acarició el cuello de Marian, quien dio un salto atrás, palideciendo de tal forma que El Coyote tuvo también la impresión de que la cabellera de la joven era fuego sobre nieve.
—¡Es horrible! —gimió Marian.
—Las ovejitas no deben nunca mezclarse con los lobos, señorita. Esta noche proporcionó usted a Lehatzky un colmillo de acero toledano. El lobo lo hizo hundir en el corazón de James Darby, y si se hacen preguntas, alguien dirá dónde estuvo usted esta noche antes del crimen. Si fuera en tiempo de la dominación española, e incluso de la mejicana, le garantizaría la admiración del tribunal que juzgara su caso; pero los yanquis no entienden de finuras y serían capaces de colgarla por el cuello junto a Lehatzky, sin emocionarse por sus cabellos rojos y esas deliciosas pecas que tiene en las mejillas. No, no sería un espectáculo bonito verla… Bueno, ya sabe lo feos que se ponen los hombres cuando los ahorcan. Las mujeres son peores. Al fin y al cabo a ellas no se las ha hecho para ser colgadas del cuello.
—Huiré en seguida —musitó Marian—, hacia Méjico.
—Buen país, ¡vive Dios! ¡Allí las pelirrojas son casi desconocidas! Tendrá usted éxito. Y ahora, adiós.
—Adiós, señor Coyote —replicó Marian—. Lamento no quedarme el tiempo suficiente para ver cómo le ahorcan en la plaza.
—Si alguna vez me cogen y tratan de hacer conmigo eso a que usted se ha referido, la avisaré por carta para que pueda asistir a mi muerte.
Inclinándose ante Marian, El Coyote dio media vuelta y salió de la estancia para dirigirse a la parte trasera de la Casa Azul, por donde había entrado.