Jaime Palacios entró en su casa utilizando el mismo camino que siguiera para salir de ella. La visita de aquel James Darby le había alterado profundamente. Su secreto era ya conocido y toda su obra se derrumbaba.
Llegó a la galería y cruzó uno de los arcos que la adornaban. Luego, pegándose a las sombras y procurando hacer el menor ruido posible, por miedo a que su madre le oyera, llegó hasta la ventana de su cuarto. Por ella entró en la habitación, que se encontraba a oscuras. Tras algunos fracasos, consiguió encender el quinqué de petróleo. Después de colocar en su puesto la chimenea de cristal, volvióse hacia la cama y un escalofrío de espanto corrió por sus venas.
—Hola, don Coyote —saludó el enmascarado que se encontraba sentado en uno de los dos viejos sillones del cuarto.
De una de sus manos colgaba, lánguidamente, un revólver de seis tiros.
—¡El Coyote! —Jadeó Jaime Palacios.
El enmascarado movió negativamente la cabeza.
—No, don Coyote —dijo—. Yo no soy El Coyote. Usted es El Coyote a quien en estos momentos anda persiguiendo la policía.
Jaime Palacios no intentó acercar la mano a la culata del revólver que llevaba metido en la faja. Sabía que la mano de aquel hombre, vestido con traje y sombrero mejicanos, sería mil veces más veloz que la suya.
—¡Dios mío! —Gimió.
—Puede usted invocarlo con toda su alma. En las próximas horas va a necesitar toda la ayuda de Dios para librarse de la horca que ya están levantando.
Jaime Palacios tuvo que dejarse caer en el otro sillón, porque las piernas se negaban a seguirte sosteniendo. Estaba tan pálido como un muerto. Tan pálido como el cadáver de James Darby.
—Cuando un hombre quiere adoptar la personalidad de otro, debe ir con mucho cuidado, Jaime. Un conejo nunca debe ponerse piel de león.
—¡Si usted supiese! —Exclamó el joven—. No pude hacer otra cosa. No me quedaba otra solución.
—¿Por eso ha matado a Darby? —preguntó el enmascarado.
—¿Darby? ¿Quién le…? ¡No! Darby no está muerto. Está vivo. Salió de aquí hace más de una hora…
Una sonrisa curvó los labios del verdadero Coyote.
—Pero ahora está muerto. Y todos dicen que le asesinó El Coyote. Y como por Los Ángeles ronda un nuevo Coyote que se dedica a asaltar casas de juego, ranchos y bancos, ese nuevo Coyote es el que ha de pagar con su vida sus crímenes.
Jaime Palacios miró, asombrado, al desconocido.
—¿Sabe usted todo eso? —preguntó.
—Desde el momento en que lo digo, es que debo de saberlo. ¿O acaso no es verdad?
—Yo no he matado a nadie.
—¿De veras? —El Coyote soltó una carcajada—. ¿Quién supone usted que va a creer sus palabras?
—Es la verdad —insistió, casi histéricamente, Jaime Palacios—. Es la pura verdad. Yo no… he matado a nadie…
—Si quiere tomarse la molestia de abrir el último cajón de esa enorme cómoda, encontrará en ella algo que le convencerá de que usted es un asesino.
Jaime Palacios miró, boquiabierto, al Coyote. Éste le contuvo cuando ya iba a levantarse.
—Tenga la bondad de dejar sobre la mesa su revólver —dijo—. Así evitará tentaciones. Su otro revólver lo tengo yo en la mano.
Como un sonámbulo, Jaime Palacios colocó sobre la mesa su revólver. Luego, fue hacia la cómoda que había indicado El Coyote. Arrodillándose en el suelo abrió el cajón. De momento sólo vio ropa interior algo desordenada, pero al moverla, sus dedos tropezaron con un objeto metálico y al volverse hacia El Coyote, lo hizo sosteniendo una daga de gavilanes envuelta en un pañuelo manchado de sangre.
—¿Qué es esto? —tartamudeó.
—Creo que usted lo sabe mejor que nadie, Palacios; pero, ya que finge ignorarlo, le diré que con esa daga española fue asesinado, aún no hace una hora, el señor James Darby, de la agencia de investigaciones Pinkerton.
—¿Y usted la ha escandido en mi cómoda? —preguntó Palacios.
—La escondió el asesino de Darby, o sea, El Coyote; pero ese coyote no soy yo.
—Pero… ¿qué motivos tenía yo pan matar a ese hombre a quien no he visto en mi vida?
—Es usted muy mal mentiroso, Palacios. Me ha dicho que hace una hora James Darby estuvo aquí.
—¿Lo he dicho? —preguntó, anonadado, el joven.
—Sí. Pero aunque no lo hubiese dicho, sería lo mismo. El señor Darby escribió en su libro de notas algo muy interesante. Se lo voy a leer. Antes siéntese en el sillón, deje por cualquier sitio esa daga y límpiese esas manos llenas de…
Palacios se miró las manos y lanzó un grito de espanto. Las tenía manchadas de sangre. Se las limpió con su pañuelo y El Coyote comentó, burlón:
—Otra prueba suya manchada con sangre de Darby. Está acumulando pruebas contra usted mismo.
Palacios soltó el pañuelo y miró, angustiado, al Coyote.
—¿Qué va a ser de mí? —preguntó.
—Creo que le ahorcarán: eso es todo —replicó El Coyote—. Y no le estará mal ese castigo; pero escuche lo que escribió Darby acerca de usted: «Jaime Palacios es el autor del asalto cometido contra la casa de juego de Asa La Grew».
»He hablado con él. No creo que sea el verdadero Coyote, pues le falta energía. Tuvo la oportunidad de matarme y no lo hizo. Además, me reveló algunos detalles interesantes acerca de Lehatzky».
—¿Quién es Lehatzky? —preguntó Jaime Palacios—. Yo no dije nada de él. —De pronto su rostro se iluminó—. El señor Darby dice que yo no soy El Coyote.
—Dice que cree que usted no es El Coyote —ratificó el enmascarado.
—También dice que tuve la oportunidad de matarle…
—Pero no lo hizo porque le hubiese tenido que matar aquí y no habría sabido qué hacer con el cadáver. Eso es lo que dirán los jueces, mejor dicho, el fiscal que le acuse ante el jurado. Los hechos han demostrado que Darby se equivocó al no creerle El Coyote y también al imaginarle sin valor para cometer un crimen.
Jaime Palacios escondió el rostro, entre las manos. Nuevamente repitió:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—¿Por qué no me cuenta toda la verdad? —preguntó, de súbito, El Coyote, cuya voz se había dulcificado extraordinariamente.
—No me creerá. Usted no puede creerme. ¿Es de veras El Coyote?
—Se lo puedo demostrar destrozándole una oreja; pero una de las dos mujeres que hay en su vida no le querría sin oreja. La otra, en cambio… Sí, la otra aún le querría más.
—¿A qué mujeres se refiere?
—No es usted quien debe hacer preguntas, Palacios. Yo soy quien las hace. Responda.
—Yo amo a Marian Louise O'Connor.
—Ya lo sé. Lo sabe todo Los Ángeles. Los hombres suelen enamorarse de las mujeres menos dignas de su aprecio. Pero eso es tan corriente que no vale la pena filosofar sobre ello. Prosiga. Marian Louise O'Connor es ambiciosa. Quiere que su esposo sea un hombre rico. Cuanto más rico, mejor. En Los Ángeles hay pocos hombres ricos disponibles. Uno de ellos es Gregorio Paz; pero Gregorio sabe que si se casara con la señorita O'Connor, la pobre quedaría viuda a los pocos segundos de haberse casado, pues don Goyo no aguardaría siquiera a que los novios saliesen de la iglesia, en cuanto su hijo pronunciara el «sí», le partiría la cabeza ante el mismo altar. Por eso anda haciendo el tonto con Guadalupe Martínez. Don César de Echagüe es un viudo bastante apetecible, por lo menos, desde el punto de vista de una mujer que desea llegar a ser rica; pero los Echagüe sólo se casan con mujeres de su raza. Así, rico de verdad, sólo queda el señor Asa La Grew. No es un partido muy honorable; pero es muy poderoso.
—¿Cómo sabe eso?
—Para saberlo no hace falta ser El Coyote. Y para ignorarlo sólo es necesario ser un imbécil como usted; pero siga con su historia.
Palacios cerró los puños y necesitó hacer un esfuerzo de voluntad para no protestar de las palabras del Coyote. Por fin dijo:
—Yo amo a Marian. Quizás ella sea todo lo que usted dice; pero la amo. El amor es ciego.
—Eso lo dicen todos los que persisten en amar a una mujer indigna de ellos. Quedamos que ama tanto a Marian que…. Siga.
—Yo sé que ella me amaría si yo fuese rico. Hace una semana, poco más o menos, reuní unos ocho mil dólares. Pensé que un medio de ganar dinero está en los naipes.
—¡Es la gran solución de los…! —El Coyote interrumpióse y luego terminó—: No vale la pena de decirle otra vez que es usted un imbécil. Ya se lo dije antes. ¿Se jugó los ocho mil dólares?
—Sí.
—¿Y los perdió?
—Primero gané y luego perdí.
—¿Con quién jugaba?
—Fue en casa de Asa La Grew. Jugamos en su despacho particular. Gané dos mil dólares en una racha afortunada. Creí que la suerte me protegía. Asa La Grew apostó diez mil dólares en una jugada. Yo tenía un póker de ases y dije… ¡Fui un imbécil!
—Si dijo eso, dijo una gran verdad, aunque ya lo hemos repetido tres veces.
—No. Dije que no tenía más que diez mil dólares; pero que si tuviese más lo apostaría. Entonces me propuso prestarme el dinero que necesitase para aquella partida. Me pidió una garantía y yo di… di la garantía de nuestra hacienda. La valoramos en ciento diez mil dólares. Firmé un compromiso de venta. Pujé un poco más y gané. La Grew tenía… tenía un póker de reyes.
—Es inconcebible que ganara usted a un hombre tan diestro como La Grew. Prosiga.
—Seguimos jugando y yo gané varias veces más; pero La Grew ganó otras partidas. Estábamos casi solos. En el despacho solamente se encontraban el señor Melsheimer y otros dos amigos de La Grew. Como la partida era muy fuerte, ellos se retiraron del juego y quedaron como simples espectadores. Yo estaba seguro de ganar lo suficiente para recobrar mis tierras y reunir un cuarto de millón. Con eso hubiera tenido bastante para…
—¿Para comprar el amor de la señorita O'Connor? —El Coyote se echó a reír—. ¿No sabe usted que el mejor amor es el que se consigue gratuitamente? Es una de las pocas cosas que cuanto más baratas son, mejores resultan. El amor caro suele ser malísimo. Pero eso tal vez sea cuestión de opiniones. Siga con su interesante historia.
—De pronto me encontré con otro póker de ases…
—¿Dos pókeres de ases en una misma noche? Eso sí que resulta increíble. ¿Y qué sucedió?
—La Grew tenía buen juego y pujó sin miedo. Yo también hubiera pujado hasta el cielo. La Grew llegó a apostar doscientos mil dólares. Lo mismo que yo.
—¿Y resultó que tenía una escalera real?
—No. Sólo tenía un póker de nueves, Pero…
Palacios tuvo que respirar muy hondo, como si se ahogara.
—Cuando me vi dueño de tanto dinero, creí volverme loco. Quería terminar la partida, recobrar la cesión de la hacienda y correr a decirle a Marian lo ocurrido. Pero…
Palacios calló durante tanto rato que, al fin, El Coyote tuvo que decirle:
—El tiempo apremia. Continúe.
—Mientras yo guardaba el dinero, La Grew recogió sus cartas y empezó a examinarlas. De pronto, lanzó una imprecación e, inclinándose hacia delante, alargó la mano hacia la manga izquierda de mi chaqueta y…
—¿Qué?
—¡Fue horrible!
—¿Tenía usted una serpiente de cascabel en ella?
—Algo mil veces peor. Tenía un as de corazones. La Grew lo sacó delante de los que estaban allí y lo dejó sobre la mesa. Al mismo tiempo empezó a empuñar una pistola…
—¿Y le mató? —preguntó irónicamente El Coyote.
—No… no me mató. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Sus amigos se lo impidieron. Aquel as oculto en mi manga le daba derecho a hacer de mí lo que quisiera; pero Melsheimer, el cajero, le dijo que, si me mataba, los ciudadanos de Los Ángeles le obligarían a abandonar la ciudad. Le expulsarían sin contemplaciones de ninguna clase. Él pareció hacerle caso y entonces dijo que debía haber comprendido que mi suerte no era natural. Me quitó todo el dinero ganado y me echó de allí. Dijo que si dentro de cinco días no pagaba los ciento diez mil dólares que me había prestado, se apoderaría de mis haciendas, dejándonos a mí ya mi madre en la ruina.
—No está mal. Eso a usted no le gustaba; ¿verdad?
—No.
—Y por eso pensó que, ya que allí le habían robado, el mejor sitio para recuperar el dinero era la casa de La Grew. Aprovechó la noche en que él no estaba en la ciudad y, vistiéndose de Coyote, asaltó el garito.
—Sí.
—¿Por qué utilizó mi personalidad?
Palacios inclinó la cabeza. Como no contestara, El Coyote siguió:
—Fue porque estaba seguro de que al Coyote nadie se atrevería a hacerle resistencia, ¿no?
Palacios asintió con la cabeza.
—Si se hubiera usted presentado como un bandido vulgar, se habría encontrado con una oposición decidida; pero como El Coyote, cuando tira a matar, no falla disparo, todos los que estaban en la casa levantaron las manos y dejaron que la saqueara usted; pero… sólo recogió diez mil dólares. Le seguían faltando cien mil.
—Sí. Por eso… Por eso fui a ver a don César de Echagüe. Usted le había salvado en aquella ocasión en que todos creyeron que él era El Coyote. Pensé que don César no vacilaría en prestarme el dinero.
—Eso no se lo debiera yo perdonar. Abusó usted de un amigo mío. ¡Pobre don César! Aún no se debe de haber repuesto del susto. No hizo ninguna resistencia, ¿verdad?
—No.
—¿Y cómo llegó hasta él?
—Conozco la hacienda. Jugué muchas veces en ella, cuando era niño. No me costó nada llegar hasta su habitación. Le esperé y cuando llegó le pedí el dinero. No lo tenía; pero me dio una orden de pago para el señor Emigh.
—¿También estafó a mi amigo, el banquero Emigh?
—No sabía que fuese amigo suyo.
—Lo es porque le hice un favor, pero él debió de explicárselo, ¿no?
—Sí. Me facilitó las cosas y me entregó el dinero. Esta noche pude devolvérselo a La Grew y recuperé nuestras haciendas.
—Pero no se dio cuenta de que el dinero que robó a La Grew estaba manchado de tinta y… Melsheimer debió de conocerlo.
—Sí. Melsheimer creyó que yo era El Coyote y se lo dijo a Darby. Pero usted ya debe de saberlo, ¿no?
—Sí, sí —mintió El Coyote—. Está anotado en esta libreta.
Y mostró la de Darby, en la cual nada se decía acerca del dinero marcado. No explicó que él, en persona, había visto cómo de las temblorosas manos de Melsheimer caía la pluma sobre los billetes y los manchaba con la inconfundible tinta verde.
—Esta noche —siguió Palacios— fui a devolverle el dinero. La Grew se disgustó mucho; pero me entregó el documento firmado por mí. Hizo llamar a Melsheimer, y el cajero recogió los billetes que yo entregué. Luego, debió de ver las señales de tinta, y como Darby y él se conocían, Melsheimer pensó que se le ofrecía la oportunidad de ganar una parte del premio por la captura del Coyote. ¡Ojalá nunca hubiera adoptado el disfraz de usted! Cuando salí de casa del señor Emigh alguien disparó sobre mí. También debió de creer que yo era El Coyote.
—Es natural. Ahora cuénteme lo que ha ocurrido esta noche.
—A poco de volver yo de casa de La Grew, llegó el señor Darby. Dijo que necesitaba hablar conmigo en privado y le traje a esta habitación. Me dijo que yo era El Coyote, me expuso las pruebas que tenía contra mí y… y yo le confesé la verdad.
—Y luego le mató.
—¡No! ¡No! Él aseguró que me creía y dijo que Lehatzky podía resultar un… un pez tan sustancioso como El Coyote. Estas fueron sus palabras.
—¿Y no le dijo quién es Lehatzky?
—No. Se marchó hacia la Posada del Rey Don Carlos. Yo, no pudiendo resistir más, salí a que me serenase un poco el aire de la noche.
—Y de paso recogió la daga española que adornaba una de sus panoplias y con ella fue a asesinar a Darby para que no pudiera descubrir a nadie la verdad, ¿no?
—Ya sé que todo me condena; pero no fue así. Sólo di unas vueltas por los alrededores y volví…
—Entrando por la ventana, como un ladrón, o como alguien que tiene interés en que nadie pueda probar que ha salido de su casa.
—¡Dios mío! No, no. Le juro que no.
—Sus juramentos carecen de valor. ¿Cómo explica que fuese su daga la utilizada para matar a Darby?
—No lo puedo explicar.
—¿Cuándo le ha visitado Marian?
—Esta… Pero… ¿qué insinúa?
—Yo no tengo necesidad de insinuar nada. ¿Ha estado aquí esta noche la señorita O'Connor?
—Sí —musitó Palacios—. Vino a saber si podía pagar mi deuda. Se alegró mucho…
—¿Y estuvo en el salón donde guardan las armas antiguas?
—No puedo contestar… No quiero hacerlo. Lo que usted sospecha es monstruoso.
—Palacios: si no supiera más cosas de las que saben los que deberían juzgarle, no le ayudaría; pero sé mucho más, muchísimo más. Cuando usted estaba cometiendo locuras, yo le habría podido matar impunemente. No lo hice porque cuando un Palacios se lanza a hacer de Coyote, exponiéndose a que le cacen para cobrar el premio que se ofrece por su cabeza, es de suponer que le empujan unos motivos muy graves. Quería averiguarlos. Creo saberlos; pero es necesario que se busque eso que, en términos legales, se llama una «coartada». Si puede probar que esta noche, después de salir de casa de La Grew, estuvo usted en otro sitio, nadie le podrá acusar de nada.
—¿Qué «coartada» puedo buscar?
—Una mujer.
—¿Una mujer? No entiendo…
—Hace tiempo una mujer se sintió interesada por la fortuna o por la persona de don César. ¿Recuerda el caso? Aunque creo que no se hizo público y por lo tanto no puede conocerlo. En fin, vaya usted a ver a la señorita O'Connor y pídale que confiese que esta noche la ha pasado usted casi entera en… en su habitación.
—Eso sería destruir su buen nombre.
—Cuando una mujer ama de verdad, no le importa destruir su buen nombre. Además, el buen nombre que se pierde en una habitación, se recupera ante el altar. Una boda borra todas las manchas.
—Pero yo no puedo pedirle a Marian…
—Pídaselo. Y si ella, por lo que sea, no puede ayudarle, acuda usted a otra mujer.
—¿A qué mujer? ¿Qué otra puede sentir interés por mí?
—Cecilia Cañizares.
—Para mí es como una hermana.
—Pero ella no le quiere como hermano, sino como… En fin, haga la prueba. Y no vuelva a hacer de Coyote, porque si no es difícil conseguir un pelaje de coyote, en cambio, resulta casi imposible lograr lo que va dentro de la piel.
—Me ha salvado usted…
—Yo no le he salvado de nada. Ni pienso salvarle. Ya le he ofrecido una solución. Ahora póngala en práctica. Si no consigue que le ayuden Marian o Cecilia, creo que nadie le ayudará. Buenas noches. No pierda un momento. En cuanto a esa daga, entréguemela. Y deme también los pañuelos. Los necesitaré.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Palacios.
—Lo que debe hacer El Coyote. Usted ha sido Coyote. Debiera adivinarlo.
Sonriendo, El Coyote fue hacia la ventana, saltó por ella, deslizóse por la galería, y un momento después Jaime Palacios oyó el galope de un caballo que se alejaba de la casa.