A las doce de la noche, James Darby entró en la posada del Rey Don Carlos. Ricardo Yesares se fijó en lo fruncido de su entrecejo y en su evidente malhumor.
—No se debe de haber divertido mucho el señor —dijo Adrián Colbin, uno de los camareros de Yesares.
—Los Ángeles no está, en diversiones, a la altura de Chicago o de San Francisco —replicó Yesares, en su despacho.
Por un momento, pensó en subir a ver qué hacía Darby; pero estaba esperando de un instante a otro el aviso del Coyote y no quiso exponerse a que dicho aviso fuera interceptado. Permaneció en la oficina durante más de media hora; pero el primer aviso que recibió no fue del Coyote, sino de alguien completamente distinto.
A las doce y media se abrió con violencia la puerta de su despacho y ante él apareció Teodomiro Mateos, el jefe de policía de la ciudad.
—¡Oh, señor Mateos! —Exclamó Ricardo—. No le esperaba a estas horas.
Mateos pareció tan sorprendido como Yesares.
—¿Qué dice usted? —preguntó—. ¿Que no me esperaba?
—No, no le esperaba. ¿Por qué iba a esperarle?
—Aunque no fuera más que por haberme llamado, sería lógico que me esperase —replicó Mateos—. ¿O es muy extraño que si avisa usted al jefe de policía y le dice que se ha cometido un asesinato en su casa…?
—¿Qué está usted diciendo…? —Gritó Yesares—. En mi casa no se ha cometido ningún asesinato.
Mateos evidenció su creciente desconcierto.
—Pero… ¿Cómo…? Vamos a ver. Usted me hizo llamar hace unos diez minutos para comunicarme que el señor James Darby, agente de Pinkerton, estaba en su cuarto, asesinado de una puñalada.
—¡Yo no he dicho semejante cosa! —Gritó Yesares—. El señor Darby está vivo y… Bueno, yo creo que debe de estarlo… Y, desde luego, puedo afirmar que no sé que haya muerto ni he ordenado que se le avise a usted.
—Subamos a la habitación de ese caballero y averigüemos si es que está muerto o si todo ha sido una broma de mal gusto.
En aquel momento, Yesares oyó una señal que hasta entonces había estado esperando y a la cual no respondió sino que, por el contrario, apresuróse a hacer salir del despacho a Mateos, diciendo:
—Vayamos a ver. Estoy seguro de que lo encontraremos vivo. Y le advierto que yo no sabía que ese señor Darby tuviese nada que ver con la agencia de investigaciones de Pinkerton.
Yesares y Mateos salieron del despacho. El jefe de policía había llegado con tres agentes, que siguieron a los dos hombres cuando subieron al piso en que se encontraba la habitación de Darby.
La puerta del cuarto no estaba cerrada con llave y Mateos no se entretuvo en llamar a ella. Por el contrario, la abrió de un empujón y toda la estancia se ofreció a la vista de los que se hallaban en el umbral.
Ricardo Yesares sintió que un violento escalofrío le recorría el cuerpo cuando vio en el centro de la estancia, caído en el suelo y con la blanca camisa empapada en sangre, el cuerpo de James Darby. Su inmovilidad era tan absoluta y sus ojos estaban tan desorbitadamente abiertos, que no cabía la menor duda acerca de que el forastero de Chicago, que decía ser autor de novelas, había pasado a mejor vida.
Teodomiro Mateos se volvió lentamente hacia Yesares.
—Como ve, no me engañó usted —dijo secamente.
—Le repito que no le avisé, señor Mateos —tartamudeó Yesares—. Yo no sabía nada.
—¿No sabía nada? Bien…
Mateos acercóse al cadáver, y se arrodilló junto a él. Por puro formulismo, trató de captar algún latido de corazón, que había sido atravesado por un largo cuchillo que no se veía en ninguna parte.
—Está muerto… y bien muerto —dijo el jefe de policía. Y dirigiéndose a Yesares, agregó—: Mal asunto para usted, amigo Yesares.
—Ya lo sé —refunfuñó el dueño de la posada—. No es agradable que en mi casa se asesine a mis huéspedes, señor Mateos.
—Menos agradable debe de ser para el muerto —dijo Mateos—. ¿Qué se ha hecho del arma utilizada?
Mateos comenzó a buscar a su alrededor. Al llegar a la mesita, donde estaba la lámpara que iluminaba la estancia, lanzó una exclamación de asombro, mezcla de alegría y disgusto.
—¿Qué sucede? —preguntó Yesares.
—Que ya tenemos al asesino… —replica Mateos—. No esperaba que El Coyote hiciera una cosa semejante.
Al decir esto, el jefe de policía agitó un papel que había cogido de encima de la mesa.
Yesares comprendió en seguida qué papel era aquel. Él mismo lo había dejado aquella mañana al pie de la lámpara y…
Mateos estaba leyendo en voz alta:
Señor Darby: Conozco los motivos que le traen aquí. No intente descubrir lo qué otros ya intentaron. Ellos lo pagaron muy caro. Usted también lo pagaría.
—Y la firma es la del Coyote —terminé el jefe de policía—. Por lo visto, Darby lo acorraló y El Coyote se vio obligado a asesinarle. Me parece que ahora le cazarán. Todos los hombres de Pinkerton se lanzarán en pos de él. Incluso el Gobierno Federal tomará las medidas necesarias para exterminarlo.
Pero la expresión de Mateos desmentía el entusiasmo de su voz. Yesares comprendió que las dos últimas hazañas del Coyote, o sea, el robo en la casa de juego y el asesinato de Darby colocaban a Mateos en una posición desagradable Él había insistido muchas veces en que la actuación del Coyote era la de un hombre justiciero, cuya mano alcanzaba mucho más lejos que la a veces ineficaz de la justicia. Incluso algunos de sus éxitos los había debido Mateos a la ayuda que en secreto le prestó El Coyote.
—Lo que no comprendo es quién me ha avisado —murmuró el jefe de policía—. ¿Usted no ha sido, Yesares?
—Ya le dije que no. Y si hubiese descubierto a tiempo el asesinato…
—¿Qué? ¿Qué hubiera hecho?
—Sacar el cadáver de aquí y dejarlo en cualquier rincón de Los Ángeles.
—Sí, eso es lo que habría hecho cualquier posadero con sentido; pero la verdad es que alguien avisó al policía que estaba de guardia en la puerta de la jefatura y le dijo que en esta posada se había asesinado a un agente de Pinkerton. Dijo, incluso, el nombre, y luego agregó que regresaba aquí. Salgamos a reunir a todos los empleados. Puede que alguno sepa algo.
Mateos ordenó a uno de sus agentes que se quedase en el pasillo, ante la puerta de la habitación, y que no dejara entrar a nadie en ella. Luego, bajó con Yesares y con los otros dos hombres para interrogar a los empleados de la posada del Rey Don Carlos.
El interrogatorio fue muy breve. Ninguno de los empleados sabía nada del crimen y muchísimo menos admitió haber avisado a la policía.
—El caso está claro —refunfuñó Mateos—. Ese Darby debió de venir para desenmascarar al Coyote, pero El Coyote fue más listo que él y, después de avisarle, al ver que no hacía caso de su advertencia, le mató. Pero se trata de un crimen odioso y… Bueno, creo que le cogerán y, al fin lo veremos ahorcado en la plaza, frente a esta misma posada…
Después de esto, Mateos dio orden di que vinieran más agentes y agregó:
—Telegrafiaré a Chicago. Quiero que Pinkerton sepa en seguida lo que ha ocurrido. Sus agentes son únicos. Ellos acorralarán al Coyote.
Mientras el jefe de policía salía a enviar el telegrama desde la oficina de la Western Union, Yesares entró de nuevo en su despacho. Dejóse caer en su sillón y, al apoyar las manos sobre la mesa, su mirada tropezó con un papel doblado en cuatro y colocado debajo del tintero de plata. Ricardo estaba seguro de que el papel no se encontraba allí cuando Mateos llegó a la posada. Cogiéndolo con temblorosos dedos lo desdobló.
No te preocupes demasiado. A su debido tiempo todo se arreglará.
No llevaba firma alguna, pero la letra era inconfundible. El Coyote había pasado por allí. Esto quería decir que ya estaba en campaña para descubrir la verdad y al asesino de James Darby.