James Darby comprobó que Los Ángeles tenía una perfecta vida nocturna. Además de esto, aquella noche se enteró de un sinfín de cosas más.
Una de las primeras cosas que descubrió, fue que Asa La Grew era propietario de una lujosísima casa de juego que no tenía nada que envidiar a las mejores de San Francisco o de Nueva York. Iluminación abundante, buenas alfombras, muebles de calidad y buen gusto… En la sala reconoció a algunos de los hombres que aquella tarde se habían mantenido prudentemente alejados de las mesas donde se jugaba al tresillo y a otros juegos típicos.
Cambió leves saludos con ellos y fue a sentarse a la mesa de ruleta. Uno de los criados del local se encargó de irle a cambiar doscientos dólares por fichas.
Al poco rato de estar jugando vio llegar a Jaime Palacios. El muchacho cambió unas palabras con uno de los empleados y éste dirigióse a una puerta del fondo, a la que llamó con los nudillos, entrando luego y volviendo a salir a los pocos momentos. Entonces, hizo seña a Palacios que podía entrar. Cuando el joven estuvo dentro de la estancia, el empleado cerró la puerta y permaneció ante ella, como para impedir el acceso a los curiosos.
Darby dividió, durante diez minutos; su atención entre la ruleta y aquella puerta. Por fin vio cómo el servidor, en respuesta, sin duda, a una llamada que Darby no oyó, entró de nuevo en el despachito, volviendo en seguida a salir y dirigiéndose a la caja, donde habló con el cajero, quien después de cerrar la ventanilla, salió de su cabina y se encaminó hacia la estancia donde había entrado Palacios.
Darby no podía prestar gran atención al juego y por eso estaba ganando inconcebiblemente, acertando plenos y combinaciones.
Volvió a abrirse la puerta y salió el cajero llevando entre las manos un fajo de billetes de banco. Entró con ellos en la cabina, y volvió a abrir la ventanilla; Darby dirigió su atención a la puerta de despacho. Abrióse ésta y apareció el joven acompañado de un hombre de estatura algo más que mediana, de cabellos y ojos negrísimos y tez muy pálida.
Darby sintió que el corazón dejaba de latirle y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar el ritmo de la respiración. Palacios y el dueño del garito fueron juntos hasta la puerta. Tras una breve despedida, Jaime Palacios salió de la casa y Asa La Grew regresó lentamente a su despacho. Iba de mal humor; pero antes de llegar al cuartito, oyó pasos a su espalda. Darby reconoció a Marian Louise O'Connor en la joven que se dirigía apresuradamente hacia el tahúr. El rostro de éste se iluminó un momento y tomando del brazo a la muchacha, la hizo entrar en el despacho. Nadie parecía haberse dado cuenta de la incorrecta presencia de Marian Louise O'Connor en aquella casa; pero Darby estaba seguro de que más de uno de los que la conocían, habían advertido su llegada.
Recogiendo sus ganancias, Darby rechazó el ofrecimiento de uno de los empleados para llevar a cambiar sus fichas.
—Iré yo mismo —dijo, tendiendo una ficha de diez dólares al hombre—. Ya me marcho.
Sin prisas fue hacia la caja. Al llegar ante ella depositó sus fichas sobre el mostrador, diciendo en voz muy baja:
—¿Quieres cambiarlas, Miller?
Al otro lado se oyó una ahogada exclamación y luego:
—¡Señor Darby! Por favor, no me llame así.
—Creí que aún estabas en la cárcel, —dijo Darby—. ¿Cómo te llamas ahora?
—Melsheimer. Le suplico que no me descubra.
—Favor con favor se paga. Melsheimer. ¿Sabe Lehatzky qué clase de pájaro eres tú? ¿Y sabes tú la clase de pájaro que es Lehatzky?
—No sé nada. No sé quién es Lehatzky; pero en cambio sé… Oiga, Darby, ¿le interesa ganar cincuenta mil dólares?
—¿A quién no le interesan?
—Tengo un plan que vale treinta mil dólares para usted y veinte mil para mí —siguió el cajero, que hablaba nerviosamente—. Sé que es usted un hombre de palabra. En Chicago todos los muchachos lo decían: la palabra de James Darby vale tanto como una firma del presidente de los Estados Unidos.
—Es verdad. ¿Qué quieres decirme? ¿Qué sabes?
—Sé quién es El Coyote.
—¡Ah!
—Ofrecen cincuenta mil dólares por su cabeza. Yo no puedo denunciarle porque a mí no me los querrían pagar. Pero a usted sí que se los tendrían que dar. A cambio de mi descubrimiento, yo sólo pido veinte mil dólares.
Darby creyó haber oído abrirse la puerta del despacho de Asa La Grew y volvió rápidamente la cabeza. La puerta estaba cerrada; pero cuando siguió hablando con el cajero, persistió la impresión de que alguien le miraba fijamente. Volvió un par de veces la cabeza. Nadie parecía fijarse en él. Sin embargo, la impresión no se desvaneció.
Por su parte, Herbert P. Miller, o sea, Melsheimer, fue explicando su descubrimiento, después de que Darby le hubiera prometido entregarle quince mil dólares del premio ofrecido por la captura del Coyote.
—Ayer El Coyote asaltó esta casa. Nos robó todo el dinero que había a mano, aunque no se llevó más que la décima parte del que en realidad tenía yo aquí. Cuando me amenazó con el revólver, yo solté instintivamente la pluma, y, como uso tinta verde, los billetes que estaban junto a mí quedaron manchados de ese color. Hace un momento, el señor Jaime Palacios ha venido a pagar una deuda que hace unos días contrajo con el señor La Grew. Eran ciento diez mil dólares. Entre los billetes que entregó, y de los que yo me hice cargo, figuran seis o siete manchados de tinta verde. ¿Comprende?
—¿Quieres decir que Palacios es El Coyote?
—Estoy seguro.
—¿En qué te fundas? ¿Sólo en la coincidencia de unos billetes manchados de tinta verde?
—Ése es uno de los detalles. Nadie, excepto yo usa en Los Ángeles tinta de ese color. Y si hay en la ciudad alguien incapaz de conseguir ciento diez mil dólares en tres o cuatro días, ese alguien es Jaime Palacios.
—¿Por qué no puede conseguir ese joven tanto dinero?
—Porque ciento diez mil dólares es el valor de sus haciendas, de sus casas y de todo cuanto posee.
»Tal vez podría haber sacado por ello hasta ciento cincuenta mil dólares; pero sé que no ha vendido nada. Y sé también que nadie le ha prestado ni un céntimo.
—¿Cuánto robó ayer El Coyote? —preguntó Darby.
—Diez mil dólares.
—¿Y los otros cien mil?
—Los debió de conseguir de la misma manera que los diez mil. Cometería algunos robos.
—¿Y cómo llegó a contraer una deuda tan grande?
—Jugando al poker.
—¿Y perdiendo?
—Claro. No la iba a contraer ganando.
—Desde luego. Anótame la dirección de Jaime Palacios. Iré a verle esta misma noche.
—No olvide lo prometido —insistió Herbert P. Miller.
—Tendrás lo prometido, si Jaime Palacios es realmente El Coyote.
Cuando James Darby, después de cobrar el importe de las fichas, salió de la casa, lo hizo con la impresión de que unos ojos le estaban observando con mayor fijeza que nunca.