Don César de Echagüe se levantó bastante tarde. No era costumbre suya madrugar y nadie se extrañó de lo tardío de la hora en que apareció en el comedor del rancho de San Antonio.
—El señor Emigh le está esperando, don César —anunció Lupe, con un acento que despertó en seguida la curiosidad del dueño del rancho.
—¿Qué te ocurre hoy, Lupita? —preguntó don César.
—No me ocurre nada anormal, señor —replicó Guadalupe Martínez—. ¿Qué le digo al señor Emigh?
—¿Hace mucho que espera?
—Más de una hora.
—Entonces no le importará esperar unos minutos más. ¿Te sucede algo?
—Ya le he dicho que no, señor.
Don César arqueó las cejas.
—Algo te pasa, y de ello me das la culpa a mí. Tal vez la tenga; pero, en todo caso, yo ignoro cuál es mi pecado. Si quieres decirme en qué te he ofendido…
—El señor de Echagüe está muy alto para poder ofender a su ama de llaves. Con su permiso diré al señor Emigh que ya puede entrar. ¿Le sirvo café con la comida?
—Sirve veneno; pero dime…
—Con su permiso, señor —interrumpió Lupe, saliendo del comedor antes de que don César pudiera detenerla.
—¿Qué le está ocurriendo hoy a Lupe? —Preguntóse don César al quedar solo—. ¡Demonio de mujeres! Siempre le complican a uno la vida cuando más complicada la tiene por otros motivos. Tendré que…
La entrada del banquero cortó el soliloquio de Echagüe. Emigh saludó a Lupe, quien, después de abrir la puerta del comedor, se retiró en busca del café; luego avanzó hacia el dueño de la casa, saludando:
—Buenos días, don César. ¿Cómo está usted?
—Regular. ¿Y usted, señor Emigh?
—Pues estoy bastante bien, aunque no bien del todo. Estoy también regular.
—¿Quiere usted almorzar conmigo?
—He desayunado…
—Pero de eso debe de hacer mucho tiempo, ¿no? Ustedes, los yanquis, se levantan muy pronto. Y por corto que sea lo que ha venido a decirme, no podrá decírmelo antes de media hora, y cuando vuelva a Los Ángeles será más de la una. Comerá conmigo. La ventaja de levantarse tarde, es que se ahorra uno el desayuno. Lupe, por favor, sirve también al señor Emigh.
Guadalupe colocó en silencio un servicio frente al banquero y trajo la humeante sopera.
—Antes quisiera decirle —empezó Emigh.
—No me diga nada —interrumpió don César, revolviendo la sopa con el pesado cucharón de plata—. Si lo que me trae son buenas noticias, no habrá mejor postre; y si son malas, cuanto más tarde en saberlas, mejor. Las malas noticias me destruyen el apetito. El de esta mañana es magnífico y no le podría perdonar nunca su destrucción.
John Emigh se resignó. En realidad no sabía cómo abordar el motivo que le había llevado a casa de don César de Echagüe. Además, aquella sopa olía como los propios ángeles. Sería una falta imperdonable rechazarla, tanto por su calidad como por tratarse de una invitación de don César de Echagüe, uno de los hombres más ricos de California.
—Me han dicho que es usted un águila en los negocios financieros —dijo de pronto don César—. No hace mucho pensaba visitarle para que se encargase de comprarme algunas acciones de ésas que se compran a cinco y al cabo de un mes valen cien. ¿Conoce algunas?
—Esas gallinas de huevos de oro no existen más que en la fantasía de los fabulistas —replicó Emigh—. Sin embargo, puedo aconsejarle adquirir unos valores que ahora valen veinticinco dólares y dentro de un año se cotizarán a cien o a ciento veinte.
—Si es verdad eso, le haré entregar cien mil dólares para que los invierta en esa maravilla. Actualmente tengo algún dinero disponible.
—Esta sopa es excelente —dijo Emigh, que estaba temiendo abordar el tema del dinero y, especialmente, el de los cien mil dólares.
—Creo que hoy nos servirán lechón asado. Es un plato exquisito. ¿Le gusta a usted?
—Con delirio; pero el cerdo me hace engordar terriblemente.
—De ese mal me encuentro yo libre —sonrió don César—. Puedo comer de todo y las cantidades que quiera, sin que mi silueta se altere.
Pero cuando Lupe trajo el siguiente plato, éste no era lechón, sino ternera asada.
—¿No mataron ayer un lechón? —preguntó el dueño del rancho.
—Sí —respondió. Y agregó—: Pero al señor Emigh no le conviene el cerdo. He creído obrar bien no trayéndolo.
—Has hecho perfectamente —aprobó don César—, aunque lamento haber privado a nuestro huésped del gusto de probar el lechón.
Después de la carne, fue servida la fruta y el café. Por último, mientras encendíanse los cigarros, don César preguntó, mirando irónicamente al banquero:
—¿Qué motivo le ha traído aquí, señor Emigh?
El banquero se agitó, un poco inquieto. No era agradable el tener que decirle a don César de Echagüe el motivo de su visita y contarle unas mentiras que, no por tener muchos visos de verosimilitud, dejaban de ser mentiras. El estanciero tenía fama de ser hombre pacífico, amigo de resolver siempre por las buenas los asuntos; pero esto no obligaba a que en aquel caso en que estaban en juego cien mil dólares, la paciencia de don César hiciese honor a su fama.
—Se trata de cien mil dólares —empezó el banquero.
—Ya le dije que estaba dispuesto a invertirlos en valores cuya elección confiaré a usted.
—No se trata de ésos, sino de otros cien mil dólares.
Don César se hizo el asombrado.
—No dispongo de tanto dinero, señor Emigh. Doscientos mil dólares serían demasiado para mí. No me gusta quedarme sin dinero suelto.
—Es que… —en el fresco comedor el calor se hizo insoportable para el banquero, que empezó a sudar por todos los poros de su cuerpo—. Se trata de cierto pagaré…
—¡Ah! —Don César se echó a reír—. Me parece que ya le entiendo. Un pagaré de cien mil dólares, ¿no?
—Sí…, ese mismo. Un pagaré que usted entregó a cierta persona.
Don César movió negativamente la cabeza.
—No, mi querido señor Emigh, yo no he entregado ningún pagaré a nadie.
—Pero… usted ha dicho que ya entendía… Ha demostrado conocer la existencia de un pagaré…
Don César se inclinó hacia Emigh.
—Señor banquero. Hasta mí han llegado ciertos rumores vagos acerca de la verdadera identidad del hombre que le salvó de la ruina cuando el señor Boehm le tenía cogido en una trampa. ¿Es que trata de hacerle un favor a ese hombre?
Emigh estaba pálido como un muerto.
—Señor Echagüe, ayer noche, se presentó en mi casa el… El Coyote y me entregó un pagaré firmado por usted. Era un pagaré de cien mil dólares. Si hubiera sido otra persona la que me lo hubiese entregado, me habría resistido a pagarlo; pero tratándose del Coyote…
—A quien usted debe mucho agradecimiento, ¿no?
—Además, iba armado. ¿Qué podía yo hacer?
—Continúe. Decía que El Coyote le entregó un pagaré firmado por mí.
—Sí. Y yo se lo aboné. Le entregué cien mil dólares a cambio de dicho pagaré.
Don César se puso en pie y yendo a una mesa cogió una pizarra y un pizarrín que utilizaba su hijo, volvió con ello a la mesa, y ante el banquero trazó velozmente su firma. Luego, tendió la pizarra a Emigh, invitándole:
—Compare esta firma, que es la mía, la que está registrada en varios bancos, y la del pagaré. Si son idénticas creo que tendré que hacer honor a ese pagaré; pero si no lo son…
—No… no lo son —tartamudeó Emigh, sin necesidad de confrontar las firmas, pues no podía ser mayor la diferencia entre ambas.
—El Coyote se ha burlado de usted, señor Emigh —siguió el estanciero.
—Pero usted sabía la verdad —dijo, de pronto, Emigh—. Usted falsificó su propia firma para no tener que pagar…
—Desde luego, señor Emigh. El Coyote me obligó, revólver en mano, a que le entregase cien mil dólares. Le dije que no los tenía en casa y propuse entregarle una orden de pago o un pagaré. Él aceptó y yo lo extendí. Nunca imaginé que un banquero la pagase no teniendo yo cuenta corriente en su banco. Y si, obligado por la amenaza del Coyote, ese banquero entregaba el dinero, no imaginé, tampoco, que luego quisiera hacerme responsable a mí de las consecuencias de su tontería. Antes de abonar los cien mil dólares debió usted haberme consultado. No lo hizo. Pues bien, usted debe pagar, también, las consecuencias.
—Me parece… que tiene usted razón —suspiró Emigh—. A pesar de todo, El Coyote me salvó de la ruina.
—Tenga en cuenta que yo no quise perjudicarle a usted —advirtió don César—. Sólo deseaba impedir que El Coyote me quitase un dinero que me pertenece.
—Desde luego; pero como se sabe que El Coyote le salvó a usted en una ocasión… yo creí que usted trataba de ayudarle ahora y deseaba que su ayuda quedara en secreto.
—Mis agradecimientos siempre tienen unos límites —dijo don César—. Si pasara de ellos dejaría de ser un hombre rico y me convertiría en un hombre necesitado de favores ajenos. No obstante, cuente con los cien mil dólares para los valores, señor Emigh. Es lo más que puedo hacer.
—Pase por mi despacho cuando a usted le convenga. Entretanto, le suplico que no diga a nadie lo ocurrido.
—Se lo prometo —aseguró don César, levantándose—. No me interesa que El Coyote sepa que le engañé como a un niño. Burlarse de un tigre es muy honroso; pero resulta más seguro burlarse de un conejo. Buenas tardes, señor Emigh. Esta tarde doy una de mis recepciones semanales. Si quiere asistir a ella…
—Mi trabajo… No; creo que no podré asistir. Además… sus invitados son muy selectos y un banquero no sería bien visto.
—Eso era antes, señor Emigh —rió César—. Antes nosotros teníamos nuestro dinero encerrado en cajas forradas de bandas de hierro. Éramos nuestros propios banqueros; por eso no admitíamos a los que guardaban en sus cajas el dinero de los demás; pero desde que los banqueros se fueron apoderando de todo el oro, y por guardarlo nos pagaron tantos por ciento, dejaron de sernos desagradables.
—De todas formas, tengo muchísimo trabajo y me será imposible asistir a su fiesta —insistió Emigh.
—Como usted quiera, señor Emigh. La reunión será menos agradable sin usted.
A pesar de este pronóstico, la fiesta en el rancho de San Antonio no se distinguió gran cosa de las que solían celebrarse allí. Las damas que acudían al rancho de los Echagüe, lo hacían para charlar entre ellas de los pocos acontecimientos notables que ofrecía la vida en Los Ángeles. Los hombres hablaban de política y, especialmente, bebían buenos vinos y licores, y fumaban mejores tabacos. Algunos reuníanse en torno a unas mesas de juego, observados envidiosamente por aquellos a quienes sus esposas no les permitían formar en la partida y se veían obligados a escuchar las tonterías que se discutían.
Don Goyo y su hijo asistieron aquel día a la recepción. El temido coronel Paz era evitado por las damas a causa de las barbaridades que con el menor motivo brotaban de sus labios. Sólo algunos invitados del elemento masculino se colocaban a su alrededor para oír una vez más los detalles de la intervención de don Goyo en el combate de González. De cuando en cuanto la voz del que fue coronel del ejército californiano llegaba hasta los demás concurrentes cuando don Goyo coreaba, con una imprecación, tal o cual detalle de la lucha.
Don César, tan aburrido como solía estarlo en aquellas fiestas que la tradición familiar le obligaba a dar, paseaba entre sus amigos cambiando comentarios acerca de si llovería, de si no llovería, de si el general Grant sería un buen presidente o de si Borraleda resultaría o no el mejor gobernador que California había tenido.
Mientras paseaba, don César observó que Guadalupe concedía, por primera vez, una gran atención a un hombre que no era él. Gregorio Paz, el hijo de don Goyo, era el que estaba haciendo el imbécil con Guadalupe. Y ella le sonreía y hasta parecía satisfecha de tener cerca a semejante alcornoque. ¿Por qué han de ser tan tontos los hombres? Lo mismo le ocurría al estúpido de Jaime Palacios. Andaba loco por Marian Louise O'Conner, que no le hacía caso, y en cambio no se daba cuenta de que, como sabía toda la ciudad, su prima Cecilia Cañizares era la mujer ideal para él. ¡Jaime Palacios! Ya le diría él unas cuantas palabras a aquel muchacho.
Hacia el final de la fiesta llegaron Yesares y el señor Darby, invitado por don César. El forastero parecía, entre alegre y preocupado.
—¿Qué la parece nuestra ciudad? —preguntó don César, llevándolo hacia un extremo del salón.
—Muy hermosa —replicó Darby—. Reina en ella una paz inconcebible. Quiero decir que es inconcebible para quienes estamos habituados al tumulto de las ciudades del Norte y del Este.
—Si no fuese por El Coyote, las moscas y los temblores de tierra, esto sería un paraíso —declaró don César.
—Sí. Por cierto que me está interesando ese tipo: El Coyote. ¿Usted le conoce?
—De vista, nada más.
—Lleva una doble vida, ¿no? —preguntó Darby.
—Sí, es de suponer que la lleve —replicó don César.
—¿Qué será en la vida real? ¿Un rico propietario? ¿Un peón de un rancho cualquiera? ¿Un fraile?
—No creo que nuestros frailes se disfracen de bandoleros —rió don César.
Habían llegado cerca de donde estaban Guadalupe y Gregorio Paz, y don César se detuvo. Apoyando la mano en el hombro de Jaime Palacios, que seguía con furiosa mirada los movimientos de Marian Louise O'Connor, Echagüe preguntó:
—¿Cómo te parece que es El Coyote, Jaime?
Jaime Palacios se estremeció al oír la pregunta del dueño de la casa.
—No sé —replicó—. Nunca le he visto.
—El señor Darby siente una gran curiosidad por saber quién es El Coyote —continuó don César, cogiendo del brazo al joven Palacios y llevándolo hacia la tertulia de don Goyo. Indicando a éste con un movimiento de cabeza, don César explicó a Darby:
—Ahí tiene usted a un gran admirador del Coyote. Don Goyo no tolera que nadie hable mal de ese aventurero, ¿verdad, don Goyo?
—César —replicó el irascible estanciero—, eres un botarate. Tan botarate ahora como hace veinte años. Eres lo único que en California no ha cambiado.
—Perdón, don Goyo —rió don César—. Usted es otra de las cosas de California que permanecen inmutables. Es tan salvaje ahora como antes de que los yanquis intentaran domarle. Y tan mal educado.
—A mucha honra —replicó el viejo coronel—. Y si no estuviésemos en tu casa y no hubiera señoras delante; probarías la calidad de mis puños. Aunque viejo, me basto y sobro para molerte los huesos.
—Ya lo sé, don Goyo —rió César—. Es usted un toro salvaje.
—No lo olvides y no trates de torearme.
—Nada de eso. Sólo quería explicarle al señor Darby, que ha venido de Chicago para conocer California, cuáles eran los tipos más famosos de nuestra tierra. El primero es El Coyote y el segundo es don Goyo Paz. Durante la guerra contra los Estados Unidos le volaron la cabeza de un cañonazo. La cabeza se fue sabe Dios donde y la bala de cañón le quedó sobre los hombros. La arreglaron un poquito y, aunque no es tan dura como la cabeza que tenía antes, don Goyo se siente muy satisfecho con ella, ¿verdad?
Don Goyo se echó a reír. César era el único capaz de burlarse de él sin que le ofendiesen sus burlas.
—Con su permiso, don César… —empezó Jaime Palacios.
—No, no —protestó César de Echagüe—. Estábamos hablando del Coyote y aunque para nosotros el tema carece ya de interés, los forasteros lo siguen encontrando agradable. El señor Darby me preguntaba qué clase de hombre debe de ser en realidad El Coyote. A lo mejor es don Gregorio Paz, padre.
—Yo no me taparía la cara para enseñar a vivir a los yanquis —replicó el viejo coronel—. Yo les cortaría las orejas con una navaja, no con un revólver.
—Y los yanquis le habrían ahorcado ya —rió don César—. No, no. A lo mejor don Goyo oculta, tras su impetuosidad aparente, una astucia de zorro ó de coyote.
Todos se echaron a reír. Era un verdadero milagro que don Gregorio Paz estuviese vivo. El general Karney, Stockton y otros jefes militares norteamericanos habían estado varias veces a punto de firmar la orden de ejecución contra don Gregorio. Las mutuas rivalidades entre los generales y marinos, que se disputaban el mando en Los Ángeles, impidieron que la orden llegara a firmarse y don Goyo compareciese al pie de una horca o frente a un pelotón de fusilamiento.
—¿Qué clase de hombre debe de ser en privado El Coyote, Jaime? —prosiguió don César.
—No sé —replicó Jaime Palacios, encogiéndose de hombros.
—Ya sabemos que lo ignoras; pero sólo se trata de conocer tu opinión. ¿Crees que será un rico estanciero como don Goyo, como yo, o como cualquiera de los hacendados de Los Ángeles? ¿O te lo imaginas, acaso, como un hombre de la ciudad? ¿O como un peón?
—Tal vez como un peón —replicó Jaime Palacios.
—¿Por qué crees que puede ser un peón? —Preguntó don Goyo—. El Coyote es un caballero.
—Como él —sonrió don César, volviéndose hacia Darby—. Don Goyo siempre opina que El Coyote es un caballero.
—Sin embargo, anoche asaltó una casa de juego —dijo Darby—. Eso no me parece muy propio de un caballero.
—Tendría sus motivos —dijo don Goyo.
—¿Tú crees que puede haber un motivo que justifique el cometer un robo en una casa de juego, Jaime?
—¿Y yo qué sé? —replicó Palacios—. Pregúnteselo al Coyote. Él se lo sabrá decir.
—Es verdad —sonrió plácidamente don César—. No sé por qué, me ha parecido que tú podías ser El Coyote.
—¿Yo? —A pesar del esfuerzo que hizo, Jaime Palacios no pudo evitar el palidecer intensamente—. ¿Qué tengo yo que ver con El Coyote? —siguió.
—Es verdad —dijo don Goyo—. Aunque Jaime haría un magnífico Coyote, para ello hubiera tenido que empezar a actuar a los dos años o tres. Un poco pronto me parece.
—Tal vez empezase cuando, hace ocho o nueve años El Coyote desapareció de la circulación —declaró don César, sin soltar el brazo de Jaime Palacios; pero sin parecer advertir el temblor de su cuerpo—. Entonces se dijo que El Coyote había muerto. Tal vez murió realmente y nuestro amigo Jaime lo sustituyó.
—Don César: esta broma resulta un poco pesada —dijo, con temblorosa voz, el joven Palacios.
Luego, dándose cuenta de que todos le miraban asombrados, se excusó:
—Estoy algo nervioso. Perdónenme. Con su permiso, don César, me retiraré. Mi madre me rogó que volviera pronto a casa.
Cuando Palacios se hubo alejado, uno de los que habían asistido a la escena, comentó:
—Este muchacho está loco por la señorita O'Connor. Y ella está loca por el dinero de La Grew. Sólo en una muchacha del Este se concibe que pueda enamorarse de la fortuna de un tahúr.
—Y sólo en la juventud actual se concibe la tontería de Jaime Palacios, que tiene a su lado a una mujer que le adora y, en cambio, busca el amor interesado de una cabeza hueca como la O'Connor —dijo don Goyo—. En mis tiempos, los hijos tenían mayor respeto a sus padres.
A excepción de James Darby, los que oyeron estas palabras no pudieron contener una sonrisa. Don Goyo había mostrado tan gran respeto a su padre que se casó sin que éste diera su conformidad, y lo único que hizo fue mantener el secreto en tanto que vivió el autor de sus días. Cuando lo hizo público, tenía ya un hijo de diez años.
—Con lo bonita que es Cecilia Cañizares —suspiró don Goyo. Mirando a don César, agregó—: Me parece que mi hijo anda pensando en llevarse a Lupita a nuestro rancho, César.
¡Qué imbécil era don Goyo! Le decía aquello como si a él le tuviera que importar que Lupe aceptase… Pero… claro que le importaba. Él había estado y estaba muy… muy encariñado con Lupe. Y si la chica se casaba con Gregorio Paz y dejaba de cuidar al pequeño César demostraría que era… que era… como todas las mujeres. Sería una desagradecida que pagaba con mal el mucho bien recibido…
Don César interrumpió sus reflexiones. No quería seguir pensando en Lupe ni en Gregorio Paz. Había otras cosas mucho más importantes que hacer.
James Darby observaba a don César. Más tarde preguntó a Yesares.
—Ese don César está enamorado de la señorita Guadalupe, ¿verdad?
Yesares quedó sorprendido por la sagacidad del forastero. Aquella mañana había registrado su equipaje sin encontrar en él nada comprometedor, pero tampoco descubrió el menor detalle acerca de su profesión. ¿Qué hacía aquel hombre en Chicago? Le dejó la nota del Coyote en un lugar visible y Darby no demostró haberla recibido o, por lo menos, haberla tomado en serio.
—No sé si está enamorado —replicó—. Entre ellos media una amistad de muchísimos años. Es natural que se interese por su suerte. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque al decirse que el hijo de ese divertido don Goyo y la señorita Guadalupe se van a casar, don César ha puesto cara de vinagre.
—No sabía que se fuesen a casar. Sin embargo, forman una pareja excelente. ¿Volvemos a Los Ángeles, señor Darby?
—Sí. Ya es tarde. Esta noche quiero recorrer un poco la ciudad.
Antes de salir de casa de don César, Yesares fue en busca de su amigo y, llevándoselo hacia un lado, le previno:
—Ve con mucho cuidado con ese Darby. Es más listo que un lince. Ya se ha dado cuenta de muchas cosas. No me extrañaría que te anduviera buscando.
—Si buscase algún Coyote, la pista le llevaría a otro lugar.
—Tal vez le acabara llevando a ti. Ten en cuenta que no ha demostrado la menor emoción al recibir tu aviso. Ha hecho como si no lo hubiera leído.
—Déjalo de mi cuenta. Yo lo arreglaré todo.
Antes de separarse de su jefe, Yesares dijo aún:
—Estoy temiendo que hayas soltado un bocado a un pedazo demasiado grande para tragártelo.
—Puede que me cueste un pequeño esfuerzo; pero lo tragaré —contestó el dueño del rancho, alejándose de Ricardo y acudiendo a despedir a James Darby.
Éste, cuando salió del rancho y se instaló junto a Yesares en el carricoche en que habían llegado, comentó:
—Ese don César es un tipo curioso. Parece un botarate, pero en sus ojos hay algo… No, sus ojos no son los de un botarate.
—Desciende de una de las más nobles familias de California. Dicen que su ascendencia española se remonta al siglo nueve o diez. ¿Se fijó en el escudo de encima de la puerta del rancho?
—Sí. Lo que no pude leer fue el lema.
—Es muy heroico. Dice así: «De valor siempre hizo alarde, la casa de los Echagüe».
—Un lema un poco sospechoso —murmuró Darby—. Un lema así obliga a mucho. Yo he conocido a algunos hombres a quienes la sangre que llevaban en sus venas les impulsó a ser muy valientes.
—No haga excesivo caso de esos detalles —replicó Yesares—. También los Yesares de Paso Robles tenemos nuestro escudo de armas y descendemos de una gloriosa familia. Creo que los huesos de mis antepasados se agitarán en sus sepulturas cada vez que piensen que yo me he convertido en un posadero; pero tenemos que vivir y no podemos comer blasones de piedra ni pergaminos amarillentos.
—Se les ha metido el espíritu yanqui en el alma, ¿no? —sonrió Darby.
—Algo hay de eso. La hermana de don César está casada con un alto funcionario del gobierno. Fue representante de dicho gobierno en California y ahora, el general Grant lo tiene propuesto para ministro.
—Ya he observado que la familia Echagüe está muy bien situada.
—Es una de las más importantes de California.
—¿Y qué clase de muchacho es ese Jaime Palacios?
—Su abuelo fue uno de los primeros habitantes de Los Ángeles. Obtuvieron concesiones de tierras y vivieron desahogadamente. Su padre no fue tan buena cabeza como hubiera convenido a la familia. Vendió varias propiedades y sólo conservó lo que pertenecía a su esposa y dos casas que no tuvo tiempo de vender, pues murió de repente. La señora Palacios se hizo cargo de la administración de sus tierras y logró sacar a flote la nave de su fortuna. Luego, al morir un primo suyo, éste la encargó de administrar sus bienes y de cuidar de Cecilia, su hija.
—¿Es la Cecilia Cañizares de quien hablaban?
—Sí. Es prima lejana de Jaime y está enamorada locamente de él. Jaime no se da cuenta.
—Eso es cosa general. Tampoco don César se da cuenta de que la señorita Lupe se muere por él.
—¡Oiga! —Yesares detuvo el coche—. ¿Cómo ha advertido tantas cosas?
James Darby se echó a reír.
—Escribo novelas —replicó—. Es una de mis facultades poder fijarme en la gente y saber interpretar sus sentimientos.
Para sí, Yesares murmuró:
«Eso también lo saben hacer los policías. Empiezo a sospechar que tu venida a Los Ángeles no ha sido, precisamente, para buscar temas de argumento novelesco».
En voz alta, siguió:
—El escribir debe de ser muy agradable. Sin embargo, su nombre no me es familiar.
—Empleo un seudónimo —dijo Darby—. Ya le enviaré unas cuantas obras de las que he escrito.
Estaban llegando a la posada del Rey Don Carlos, y Yesares murmuró para sí:
«Me parece que te va a resultar un poco difícil encontrar novelas escritas por ti».
Dejando que uno de los mozos se hiciera cargo del caballo y del carruaje. Ricardo entró en el establecimiento con su huésped.
—No cenaré —dijo Darby—. He comido mucho en casa de don César y me siento lleno. Voy a disfrutar de la vida nocturna de Los Ángeles. Si es que la tienen, claro.