Guadalupe Martínez aguardaba impaciente en el salón principal del rancho de San Antonio. Al oír detenerse ante la casa el carruaje de don César, corrió a la puerta y esperó, anhelante, en el umbral.
—Buenas noches, Lupita —saludó don César—. ¿Ha ocurrido algo? Tienes aspecto de haber visto a un fantasma.
—¿Es verdad lo que dicen? —preguntó Lupe, retrocediendo para dejar pasar a don César.
—En todo lo que la gente dice siempre suele haber algo de verdad, aunque a veces la verdad sea todo lo contrario de lo que se dice.
—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Lupe, cerrando la puerta.
—Dime antes qué es lo que te han dicho.
—Que El Coyote ha robado diez mil dólares al señor La Grew. ¿Es cierto?
—Hay algo de eso. La gente cree que ha sido El Coyote porque vio a un Coyote. Yo mismo le vi.
—Entonces no…
—Allí entró un hombre caracterizado de Coyote y nos obligó a levantar las manos y a dejar que se llevase unos diez mil dólares. Pero desde el momento en que yo le vi…
—¿Era Yesares?
—No tengas tan pobre opinión de Ricardo. Estaba conmigo. Se trataba de un tercer Coyote. Pronto formaremos una manada terrible.
Lupe comenzó a tranquilizarse; pero sólo por un momento. En seguida renació su alarma.
—Pero ahora creerán que usted ha cometido ese robo.
—Sí, pensarán que El Coyote amplía su campo de acción. Pero mientras no sepan quién es en realidad El Coyote, don César de Echagüe puede vivir tranquilo. Esta noche, todos los que estaban en casa de La Grew me han visto frente al revólver del Coyote. Ese enmascarado me ha hecho un gran favor al presentarse en el mismo sitio en que yo me encontraba.
—¿Qué intenciones serán las de ese hombre? —preguntó Lupe, cuya inquietud volvía a ir en aumento.
—Aún no las conozco. Aparentemente, trata de hacerse rico valiéndose de mi personalidad.
—¿Y si comete algún crimen?
—Se lo cargarán al Coyote.
—Usted tendría que desenmascarar a ese hombre.
—Haciéndolo perdería mi coartada. Tal vez fuese mejor dejar que le matasen y… y dejar morir al Coyote de una vez para siempre.
—Eso es lo que aconseja fray Jacinto —replicó Lupe, mirando fijamente al dueño del rancho.
Don César inclinó la cabeza. Fray Jacinto, de la misión de San Juan de Capistrano, decía muchas cosas. Pero él no estaba de acuerdo con la mayoría de aquellas cosas.
—Si vuelve a reaparecer ya cuidaremos de darle una lección —dijo al fin—. Subiré a acostarme. Estoy cansado. Hasta mañana, Lupe. No debías haberme esperado.
—Uno de los peones trajo la noticia y… sentí inquietud por usted.
—No debes inquietarte tanto por mí, Lupe. Ve a descansar. Hasta mañana.
Guadalupe Martínez le vio subir por la amplia escalera que conducía al primer piso.
—Creo que empiezo a odiarle… —musitó—. A odiarle con toda mi alma.
Lentamente marchó a su habitación. Toda una vida entregada al servicio de un hombre. Siempre dispuesta a satisfacer el menor de sus caprichos. Y hasta el mayor, si él se lo hubiera pedido. Y sin embargo… Sólo había recibido frases amables, como se las hubiera dirigido a una hermana. Otras mujeres habían ocupado un puesto en el corazón de César. Aquella Ginevra Saint Clair, y luego la falsa princesa Irina, de quien él no quería hablar nunca y de cuya existencia se había enterado por fray Jacinto… Las dos habían sido más jóvenes que ella; pero ¿era acaso fea? No. Gregorio Paz, el hijo del famoso don Goyo, le había pedido aquella mañana que se casara con él. Los Paz eran, después de los Echagüe, los más ricos de Los Ángeles. No podía existir mejor partido. Dorotea de Villavicencio le tenía puestos los ojos encima. Como antes se los puso a don César[2]. Y aquel hombretón, codiciado por todas las madres con hijas casaderas, se había enamorado de ella. De ella, que no tenía fortuna. En cambio, César parecía estarse esforzando en no comprender la verdad, en no cumplir las promesas que implícitamente iba haciendo. Las cosas no podían seguir como hasta entonces. Lupe no había rechazado a Gregorio Paz. Le había pedido tiempo para reflexionar. Por primera vez en su vida se había sentido dispuesta a romper aquellos lazos con que César de Echagüe la tenía cogida. Claro que más tarde, al saber que El Coyote había reaparecido, volvió a temer por él. Pero César, al regresar a casa, al darse cuenta de que ella había estado sufriendo, no hizo nada de lo que hubiese sido lógico en un hombre enamorado.
Desde luego, si él no estaba enamorado de ella, si rehuía el comprometerse, el pronunciar palabras que le ligasen a una mujer, Lupe tampoco estaba dispuesta a seguir soportando aquella situación.
—Me casaré con Gregorio Paz… —decidió, mirando su imagen reflejada en el espejo de su tocador—. Así verá él que en mi vida también puede haber otros hombres. Y hombres ricos y jóvenes y… hasta casi guapos…
Al llegar a este punto, Lupe secó rabiosamente dos lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos. Sólo faltaba echarse a llorar por quien en aquellos momentos quizás estuviese durmiendo como un tronco.
Sin embargo, don César de Echagüe no dormía como un tronco. No dormía de ninguna manera, porque delante de él, mirándole por encima de dos revólveres, estaba El Coyote, vestido con su inconfundible traje, cubierto el rostro con un negro antifaz, adornado el labio superior con un fino bigote y tan amenazador como una serpiente de cascabel dispuesta a morder.
Ya estaba en la habitación cuando don César entró en ella. Había permanecido oculto detrás de unos cortinajes en tanto que el dueño del rancho se desnudaba y en el momento en que le vio meterse en la cama salió de su escondite.
En aquella ocasión, don César de Echagüe se sobresaltó de verdad. No hubo fingimiento en el respingo que dio al verse, por segunda vez en aquella noche, frente al enmascarado.
—No se asuste, don César —dijo El Coyote, con una voz que, a pesar de lo bien disimulada, advertíase que debía de pertenecer a un californiano legítimo.
—¿Cómo quiere que no me asuste si se presenta usted así? —preguntó el dueño del rancho. Y con una leve sonrisa agregó—: Creí que éramos buenos amigos.
Esto debió de desconcertar un poco al enmascarado, pues necesitó varios segundos para replicar:
—Si alguna vez he hecho algo por usted no ha sido porque fuese su amigo.
—Yo creí…
—Hizo mal en creerlo, don César: usted es un hombre muy rico. Hasta ahora nunca le he pedido nada, pero le ha llegado el turno. Hay muchos californianos que necesitan ayuda material. Usted se la debe prestar.
—Hombre… —Don César ya se iba serenando. En realidad estaba sereno del todo—. En fin —prosiguió— le prometo que ayudaré a quienes acudan a mí en demanda de auxilio.
—Ese auxilio lo prestará El Coyote, don César.
—Entonces, ¿por qué ha venido a molestarme?
—Porque necesito cien mil pesos.
—¿Para qué los necesita?
—Eso a usted no le importa. Cien mil pesos oro es la cantidad que debe usted entregarme. Yo la emplearé en socorrer a los necesitados.
—Usted me prometió que nunca me exigiría dinero.
—Si se lo prometí, lo he olvidado. ¿Prefiere entregarme ese dinero o que le mate?
Don César quedó pensativo.
—Cien mil pesos son muchos pesos, señor Coyote. Casi estoy por preferir que me mate.
—Como usted disponga —replicó El Coyote, encogiéndose de hombros y levantando el percusor de uno de sus revólveres, con lo cual renovó la inquietud de don César, quien preguntó:
—¿De veras está dispuesto a matarme?
—Sí —contestó el enmascarado—. Estoy dispuesto a matarle, porque es usted un hombre que no sirve para nada. La Humanidad estará mejor sin usted.
—Pero hay otros muchos peores que yo. ¿Por qué no va a molestarlos a ellos?
—A su debido tiempo los visitaré. Hoy he visitado a Asa La Grew.
—Ya lo recuerdo. Estaba yo presente cuando… Pero ¿no reunió ya suficiente?
—No. Necesito cien mil pesos más.
—¿Cien mil pesos más? ¿Para qué?
—Ya se lo he dicho.
—No me ha dicho nada, señor Coyote, y usted me ha ayudado muchas veces. Creo que merezco una explicación.
—Bueno…, ya sé que somos algo amigos, don César; pero puesto que usted mismo reconoce que en alguna ocasión le he ayudado…
—Me ha salvado la vida.
—Eso he querido decir. Le he salvado la vida. Yo no quería sacar a relucir esto. Necesito esos cien mil pesos.
—No los tengo en casa. Aunque quisiera, no se los podría dar.
El enmascarado pareció abrumado por la noticia.
—Creí que tendría esa suma a mano.
—Nadie tiene cien mil pesos a mano. Sólo los banqueros. ¡Hombre! Eso me hace pensar en el señor Emigh. Le extenderé una orden de pago. Si él quiere, se la puede abonar. Mi firma aún vale algo.
El Coyote pareció callado.
—¿Quiere esa orden de pago? —preguntó don César.
—Bien… si no tiene dinero…
—Con el documento que voy a extenderle será como si tuviese usted cien mil dólares en el bolsillo. Vaya a visitar al señor Emigh. De la misma forma que ha entrado aquí, podrá entrar allí. No hay nada imposible para El Coyote. Le enseña la orden de pago al banquero y él le dará los pesos. Buena suerte.
—Extienda el documento; pero si cree que encontrará en el cajón de su mesa un revólver, se equivoca. Lo he quitado de allí.
—¿Cómo iba don César de Echagüe a intentar luchar con El Coyote? —Replicó el estanciero—. No, no. Jugaré limpio. El jugar limpio es una gran cosa, ¿verdad?
—Sí… Siempre se debe jugar limpio.
Don César fue a sentarse ante su mesa de trabajo y extendió rápidamente un pagaré de cien mil dólares oro a treinta días fecha. Cuando lo hubo firmado se lo tendió al Coyote, que durante un momento vaciló, como si le repugnase aceptar aquel documento. Por fin enfundó uno de sus revólveres y tomó el pagaré, guardándolo en un bolsillo. Luego pidió:
—No vuelva la cabeza, don César.
—No tema. No quiero exponerme a recibir un balazo.
*****
El hijo de don César saltó silenciosamente de la cama. Oía rumor de voces en el cuarto de su padre y ya no podía resistir la curiosidad. Yendo hacia la puerta, la entreabrió lo suficiente para ver cómo un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un antifaz, salía de la habitación. El muchacho estuvo a punto de pronunciar un nombre; pero se contuvo. Si su padre deseaba salir de casa a aquellas horas, él debía respetar sus deseos y no entrometerse en sus arriesgados asuntos.
Cerrando de nuevo la puerta se dispuso a volver a su cama; pero un ruido que llegaba del cuarto adyacente le contuvo. Era un carraspeo inconfundible. Eso quería decir que su padre aún estaba en su dormitorio y que Yesares era el que había salido…
La curiosidad se impuso al fin y el pequeño César salió de su aposento y entró en el de su padre.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Don César miró, sonriente, a su hijo.
—Nada, pequeño. He recibido una visita.
—Ya he visto. ¿Era Yesares?
Don César le contempló, pensativo.
—No —dijo al fin—. No era Yesares.
—¡Pero si iba vestido de Coyote! —exclamó el niño.
—César: no debes decir a nadie lo que te voy a contar. ¿Puedo confiar en tu discreción?
—Ya sabes que sí, papá.
—Pues bien, el hombre a quien has visto es un tercer Coyote.
—¡No!
—Sí. Es un pobre loco que utiliza mi disfraz para reunir ciento diez mil dólares. Eso le puede costar la vida.
—¡Claro! —Exclamó el muchacho—. ¿Cómo le has permitido…?
—No sólo le he permitido lo que ha hecho, sino que, además, le he dado cien mil dólares.
—¿Te los ha robado?
—Me los exigió apuntándome con dos revólveres. El pobre no sabe lo cerca que estuvo de la muerte.
El pequeño César miró a Echagüe. A veces creía entenderle; pero en la mayoría de los casos, aquel hombre que era su padre le resultaba incomprensible, pues hacia cosas que para él no tenían el menor sentido. En aquel momento y de debajo del colchón, allí donde había estado apoyada su mano, sacó una pistola de dos cañones que tiró al aire, cogiéndola luego al vuelo. De haber querido utilizar aquel arma, el falso Coyote estaría ahora muerto ante él.
—¿Por qué no le mataste? —preguntó el pequeño César.
—Porque me interesa conocer los motivos que le han impulsado a obrar como lo ha hecho. Ve a dormir, pequeño. Esta noche aún tengo mucho que hacer. El Coyote me ha estropeado el sueño.
—¿No puedo acompañarte? —preguntó el niño.
—No. Esta noche, no.
Haciendo salir a su hijo de la habitación, don César dirigióse hacia el sótano donde guardaba su disfraz, y tras ponérselo a toda prisa y coger sus armas, montó a caballo y partió al galope hacia Los Ángeles.
Escasas luces brillaban en los edificios, porque a aquellas horas eran muy pocos los que aún estaban despiertos. Sin embargo, en casa del banquero Emigh, éste debía de estar aún levantado, pues El Coyote vio luz en una ventana del primer piso y en dos de la planta baja.
John Emigh estaba, efectivamente, despierto.
Le había obligado a levantarse de la cama una insistente llamada en la puerta de su casa. Emigh encendió una vela y fue hacia una de las ventanas, abriéndola para averiguar quién llamaba a su puerta a aquellas horas. La calle estaba desierta y Emigh ya volvía a su cuarto cuando una sombra se interpuso en su camino.
Un grito de terror que se escapó de sus labios fue ahogado en seguida al reconocer Emigh a aquella sombra que surgía ante él.
—¡El Coyote! —exclamó, aliviado—. ¡El Coyote! —Y luego—: ¿En qué puedo servirle, señor?
El enmascarado no esperaba semejante reacción por parte del banquero. Hizo un gesto de sorpresa y Emigh comprendió su asombro. Por ello explicó:
—Ya sé que es a usted a quien debo el inmenso favor que me ha salvado de la ruina. En seguida comprendí que Boehm era incapaz de soltarme después de haberme tenido agarrado por el cuello. Él mismo me dijo que a usted debía agradecérselo. Que él nunca hubiera sido tan imbécil como para ayudar a un hombre a quien tenía en sus manos. Pero agregó que se vengaría de usted.
—Lo sé —dijo el enmascarado, cuya voz no era muy serena—. Lo sé todo.
—Dígame que desea. ¿Dinero?
—Sí. Necesito cien mil dólares. Mejor dicho, tengo un pagaré que me ha firmado don César de Echagüe. No tenía dinero suelto y tuvo que extenderme el pagaré. ¿Puede liquidármelo?
—¡Claro! —Exclamó Emigh—. Un pagaré de don César es como dinero contante y sonante. Le daré lo que necesita. Si cien mil dólares es poco, le daré lo que le haga falta.
—Es para ayudar a unos… a unos pobres —replicó el enmascarado—. Con eso tengo suficiente.
John Emigh tomó el pagaré y lo examinó a la luz de la vela.
—Una cosa así sólo la haría por usted, señor Coyote. Mi deuda hacia usted es demasiado grande para que nada me detenga. Si quiere acompañarme a mi despacho le entregaré el dinero.
Mientras bajaba detrás de Emigh, el falso Coyote no apartaba la mano de la culata de su revólver. Todo estaba resultando demasiado fácil, y esto le inquietaba un poco. ¿Y si aquel banquero se disponía a tenderle una emboscada?
Pero Emigh parecía estar muy lejos de proyectar semejante cosa. Encendió las luces de su despacho y de un armario secreto sacó una pesada caja de acero que abrió con tres llaves que sacó de otros tantos escondites. La caja estaba llena de billetes de banco y de cartuchos de monedas de oro.
—¿Qué clase de billetes quiere? —preguntó—. ¿De veinticinco, de cien o de mil dólares?
—Démelos de mil dólares. Abultarán menos.
Mientras contaba cien mil dólares, Emigh, explicó:
—Cuando recibí la carta de Boehm estaba a punto de suicidarme. Era la única solución que se me ofrecía para salvar mi buen nombre y los intereses de mis clientes. Por lo tanto, ya ve si le debo favores. Por cierto que no me ha dicho cómo entró en casa. ¿Fue usted quien llamó a la puerta?
—Sí. Deseaba que saliese de su dormitorio. No quise asustar a su esposa. Me encaramé por el balcón.
—Ya comprendo. Aquí tiene los cien mil dólares. Si en otra ocasión puedo serle útil…
—Acudiré a usted —replicó, nerviosamente, el enmascarado—. Gracias por todo, señor Emigh.
—Gracias a usted, don Coyote.
El enmascarado salió del despacho de Emigh, y, guiado por éste, llegó a la puerta. Después de estrechar la mano del banquero dirigióse hacia donde había dejado su caballo. Apoyando el pie en un estribo fue a montar; pero habiendo tomado poco impulso, no pudo colocarse sobre la silla y volvió al suelo en el mismo instante en que una lengua de fuego taladraba la oscuridad y una bala de gran calibre le arrancaba el sombrero. De haber tomado más impulso y quedar montado, aquella bala le habría atravesado el corazón.
Asustado por el disparo, el caballo partió al galope y su jinete sólo tuvo tiempo de aferrarse a la silla y quedar montado a medias. Otros dos disparos partieron del mismo sitio de donde había llegado el primero; pero las balas no pudieron alcanzar su blanco, ya que sólo el ruido podía guiar al autor de los disparos, quien tras guardar su revólver alejóse protegido por la oscuridad, huyendo de las miradas de cuantos se estaban ya asomando a las ventanas para averiguar el motivo de aquellas detonaciones.
Mientras regresaba a su casa, don César repasaba mentalmente los acontecimientos. Habían sido muchos para una sola noche. En primer lugar, el asalto a la casa de juego; luego, la visita del falso Coyote y, por último, aquella emboscada en que había estado a punto de caer aquel mismo falso Coyote.
—Me parece que le debo un pequeño favor —sonrió—. Los tres disparos que fueron hechos contra él, iban, en realidad, dirigidos contra mí.
Al cabo de unos minutos, Echagüe prosiguió:
—Aunque las balas no pasaran sobre mi cabeza, en realidad es como si las hubiesen dirigido contra mí. Por consiguiente debo vengar ese ataque dirigido contra El Coyote, porque el que disparó ignoraba que lo estaba haciendo contra alguien que de Coyote sólo tenía la piel.