Asa La Grew salió lentamente de su despacho. La concurrencia era bastante numerosa y se estaba realizando un buen negocio en las mesas de ruleta y faro. Sin embargo, Asa no se sentía alegre. Le rondaban demasiados peligros. Cambió una mirada con Melsheimer, el cajero, que se interrumpió en la tarea de contar los billetes de Banco.
Marian no había llegado. Asa La Grew se acarició las manos. Algún día Marian sabría lo que otras supieron antes. Se estaba poniendo muy tonta. Quería casarse… ¡Bah! Le había ayudado mucho en el asunto Darby; pero ahora estaba ya resultando muy peligrosa. Además, las mujeres son muy dadas a hablar. Especialmente, las pelirrojas. Por eso, a veces hay que obligarlas a que se callen.
Pero… ¿A qué se debía aquel súbito silencio, roto sólo, por los saltitos de la bola de marfil en la ruleta?
Asa La Grew volvió la vista hacia las mesas de juego y tropezó con una unanimidad de expresiones heladas que le guiaron hasta…
…¡ELCOYOTE!
Se hallaba casi en el centro de la sala. Vestido con su traje mejicano, sus altas botas, su sombrero y, sobre todo, con su antifaz y empuñando sus revólveres.
—Buenas noches, Lehatzky —saludó El Coyote.
Asa La Grew tuvo la misma impresión de cuando se produce un derrumbamiento que desde hace mucho se presiente. El Coyote conocía su identidad La sombra de ocho cadalsos pasó por si imaginación. Y una tumba en cualquier rincón árido y hostil.
—Buenas noches, don Coyote —replicó por fin. Era un hombre capaz de dominar sus nervios—. ¿Qué le trae por aquí? Esta noche no hay mucho que robar.
—Sí; hay mucho que llevarme —replicó El Coyote, sonriendo a los nerviosos espectadores—. He venido a jugar contigo Lehatzky.
—Llámeme La Grew.
—No. A La Grew no le busca nadie. Pero en cambio por Lehatzky se ofrecen muchos miles de dólares. ¿Te gusta el poker?
Lehatzky se encogió de hombros.
El Coyote volvió a sonreír.
—Ya sé que te gusta con delirio. Eres rico, Lehatzky. Puedes perder medio millón. Vamos a jugar unas cuantas partidas que no se olvidarán en Los Ángeles, Si ganas, te dejaré marchar libre y vivo. Pero si pierdes…, te mataré.
Lehatzky buscó con la mirada algún auxilio. En ningún rostro halló la promesa de ayuda. Sus guardas habían huido a raíz del primer asalto. Los criados y crupiers no estaban dispuestos a jugarse la vida por él.
—¿Me da su palabra de que no me perseguirá si gano? —preguntó de pronto.
—Te la doy, Lehatzky.
—Sentémonos.
—Ustedes harán de jueces —dijo El Coyote, volviéndose hacia los espectadores—. Me sentaré de espaldas a la pared. ¿Le importa, Lehatzky?
—No. ¡Melsheimer! Trae dinero.
El cajero acudió con una caja llena de billetes de mil dólares, que dejó sobre la mesa, regresando a su garita. Desde ella vio cómo La Grew repartía entre él y su adversario el dinero, a la vez que decía:
—Si gano me marcho con el dinero y con la vida.
—Si pierdes, te quedarás aquí —replico El Coyote.
Meísheimer dirigió la mirada hacia el revólver que tenía en un estante, al alcance de la mano. Si él lo empuñaba y disparaba contra El Coyote… Si lo mataba ganaría cincuenta mil dólares… Claro que no podía fallar…
La Grew abrió un paquete de cartas nuevas y las barajó velozmente. En sus manos los naipes parecían cobrar vida. Ofreció la baraja al corte y sirvió cartas. Sus ojillos se iluminaron. Pidió una carta por compromiso y El Coyote pidió dos.
—Diez mil —pujó La Grew.
El Coyote llevó al centro de la mesa diez billetes de mil dólares. Luego, los dos mostraron su juego. La Grew había tenido un poker de reinas de damas. El Coyote un full.
Dos partidas más fueron ganadas por La Grew. La cuarta y quinta fueron para El Coyote. Los espectadores, que permanecían algo apartados, no decían ni una palabra. Todos presentían el final.
La mano de Melsheimer se cerró en torno de la culata del revólver. Lo fue levantando. A diez metros de él, con la mirada fija en sus naipes, estaba El Coyote. Eran cincuenta mil dólares para quien tuviese el valor necesario… ¡Él lo tenía! Procurando no hacer ningún ruido, levantó el percusor del arma y clavó los ojos en El Coyote. Ahora estaba cambiando cartas y tenía las manos ocupadas. No podría…
Dos detonaciones resonaron en la sala; pero el disparo del Coyote fue el primero en llegar a su destino, desviando así la mano que empuñaba el revólver apuntado contra él.
Melsheimer se derrumbó en el fondo de la cabina mientras su revólver se disparaba inofensivamente contra el suelo y la bala iba a rebotar en el techo.
Los que presenciaron la forma que tuvo de disparar El Coyote sintieron un escalofrío de terror. En un momento dado, las dos manos del Coyote estaban ocupadas con las cartas. Y, de súbito; en una de aquellas manos apareció un llameante revólver que, de un solo disparo, resolvió un gravísimo momento de peligro.
—Continuemos —dijo El Coyote, tomando las cartas que había dejado sobre la mesa—. Tengo demasiado buen juego para desperdiciarlo.
La Grew estaba tan pálido como si el muerto fuera él. No había vuelto la cabeza; pero sabía cuál había sido la suerte de su cajero. Estaba muerto.
—Pujo veinte mil —dijo la fría voz del Coyote.
La Grew no tuvo fuerzas para sostener la mirada de aquellos ojos que relucían a través de los agujeros del antifaz.
—Veinte mil, y diez mil más —dijo La Grew.
—Va el resto —declaró El Coyote, empujando todo el dinero hasta el centro de la mesa.
Con voz impersonal, La Grew declaró:
—Acepto.
Por la sala corrió un murmullo. Aquella jugada era la definitiva. Si ganaba El Coyote… Habría nuevos disparos… Todos se fueron apartando de detrás de La Grew.
—Ha perdido, don Coyote —dijo La Grew, mostrando una escalera real máxima.
El Coyote dejó caer sus cartas sobre la mesa. Un poker de nueves.
—Bien, ha ganado, La Grew —dijo—. Me inclino ante su suerte. Mi palabra se mantiene. Puede marcharse.
La Grew alargó las manos hacia el dinero; pero de pronto, todos vieron cómo El Coyote le encañonaba con uno de sus revólveres y le ordenaba:
—¡Quieto, maldito tramposo!
La Grew dejó las manos sobre la mesa, a la vez que miraba, como hipnotizado, al Coyote. Éste llevó la mano derecha hacia la manga izquierda de La Grew, y de ella, a la vista de todos, extrajo un naipe: el as de corazones.
La Grew miró, como alelado, aquel naipe. Luego, miró al Coyote que sonreía malignamente. Por último, se llevó la mano derecha a la garganta. No se atrevió a sacar su derringer. Aquel revólver le apuntaba directamente al corazón.
Como un sonámbulo, se puso en pie y empezó a retroceder hacia la puerta. Todos se asombraron de que El Coyote no disparase. Si alguna vez había estado justificado matar a un hombre, era en aquella ocasión.
La Grew llegó a la puerta de la sala y fue a salir.
Entonces todos oyeron estas palabras:
—Te estaba esperando, canalla.
Y un alarido terrible. La Grew retrocedió de nuevo hacia la sala. En la espalda llevaba hundida hasta los gavilanes una daga española. Su mano derecha empuñaba un derringer con el que hizo dos disparos antes de caer al suelo.
Las detonaciones fueron acompañadas de otro grito de agonía. Abrieron violentamente las puertas y El Coyote vio cómo Aarón Lipman iba a caer encima del cuerpo de La Grew, quedando tan inmóvil como él.
—Bien —dijo, volviéndose hacia los espectadores—. Ya se ha hecho justicia. Díganle a Teodomiro Mateos que aquí encontrará muchos datos importante acerca del asesinato de James Darby.
Al decir esto, El Coyote dejó sobre la mesa la libreta de Darby, de la cual se había apoderado aprovechando el rato en que la habitación de Darby estuvo solitaría.
—El dinero que me llevo es para devolverlo a su legítimo dueño. Procuren no tocar ni un centavo del que dejo.
El Coyote contó ciento ocho mil dólares. Luego, saludando a todos fue hacia la puerta, saltó por encima de los dos cadáveres y llegó a la calle, dejando tras él a una serie de hombres llenos de asombro y de horror.
Un silbido le indicó que no había ningún peligro. Unos instantes más tarde estrechaba la mano de Yesares.
—Todo fue bien —dijo—. Ya han muerto. Se mataron el uno al otro.
Montando a caballo, El Coyote partió a realizar la última etapa de su labor. El banquero John Emigh recibió de sus manos cien mil dólares, a cambio de los cuales entregó el pagaré de don César, que El Coyote quemó allí mismo.
A la mañana siguiente, Jaime Palacio encontró bajo la puerta de su habitación de recién casado, un sobre conteniendo ocho mil dólares, o sea, lo que había perdido aquella noche en casa de La Grew. Más tarde supo la verdad de lo ocurrido y respiró más tranquilo.
Doña Herminia recibió también la visita del Coyote, y ella, que no aceptaba órdenes de nadie, envió sin embargo a Mateos una carta en la cual se pedía que se dejase en libertad a Marian Louise O'Connor. Se retiraba toda acusación contra ella. Marian recibió, pues, el dinero que se le había quitado; pero también recibió la orden de salir para siempre de Los Ángeles.
Ya era casi de día cuando El Coyote regresó a su casa. Iba satisfecho de sí mismo.
Cuando don César entró en el comedor, después de mal dormir unas seis horas, recibió la primera sorpresa desagradable. Anita, una de las criadas del rancho, le sirvió el almuerzo.
—¿Y Lupe? —preguntó don César.
Anita le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué le ocurre a Lupe? —insistió don César.
Anita movió negativamente la cabeza, aunque ni ella sabía a qué decía que no.
—¿Quieres decirme de una vez qué le sucede a Lupe? —gritó el dueño de la hacienda.
—Se ha marchado.
—¡Eh! ¿Adónde?
—No sé… Dijo que se va a casar y que no está bien que siga haciendo de criada. Se va a casar con don Gregorio, el hijo de don Goyo.
Don César reconoció más tarde que había sabido encajar el golpe.
—Está bien —dijo—. Tú me atenderás por ahora.
Anita se maravilló de lo sereno que estaba su amo. No debía de ser verdad aquello que se decía de que Lupe y él se querían. Si se hubiesen querido, Lupe no se habría marchado ni don César se hubiese conformado tan fácilmente a perderla.
—Yo haré lo posible por serle agradable, don César —musitó Anita, muy sofocada. También ella estaba enamorada de don César. Lo estaba desde hacía bastante tiempo. Desde que tenía trece años. O sea, desde hacía cuatro años.
—Gracias, Anita —replicó don César.
Conque Lupe se iba a casar con Gregorio Paz, ¿eh? Ya les enseñaría él a que se burlasen… ¡Gregorio Paz! ¡Un mamarracho como su padre! ¿Qué habría encontrado Lupe en él? Le gustaría saberlo.
Atacó rabiosamente la comida y se asombró de que toda tuviera el mismo gusto. Igual sabía la sopa, que la carne, que la verdura, que la fruta y que el café.
¡Todo sabía a diablos!