Aquella noche Teodomiro Mateos no durmió. En un espacio de tiempo inverosímilmente breve recibió contestación de Chicago confirmando que James Darby era agente de Pinkerton y que todos sus compañeros acudirían, si era preciso, a Los Ángeles para despellejar a aquel Coyote que se atrevía a asesinar a uno de los suyos.
Hacia la madrugada, el jefe de la Policía quedó dormido con la cabeza apoyada sobre los brazos encima de la mesa; pero antes de que pudiera conciliar el sueño le despertó la llegada de los hombres que habían ido a investigar todo lo relativo a Jaime Palacios. Cuando terminaron de dar su informe, Mateos lanzó un par de bufidos.
—Ya sabía yo que ese imbécil no tenía nada que ver con El Coyote. A Melsheimer le voy a dar un buen rapapolvo para que aprenda a no burlarse de la Policía con sus cuentos de billetes marcados. Lo que sí me sorprende es eso de la chiquilla Cañizares. Bueno, ya es una mujer, pero no la creí tampoco una ratita muerta. Parecía una chica decentísima.
—La señora de Palacios exige que se casen esta mañana —dijo el agente que informaba a Mateos—. Eso hará callar las malas lenguas.
Se retiraron los agentes y Mateos trató de descabezar otro sueño, del que fue arrancado por un ruido de cristales rotos y el choque de un objeto contra el suelo. Al despertarse, Mateos echó mano a su revólver y, con él por delante, se acercó a averiguar la identidad del objeto que había llegado a través de la ventana. Era un trozo de ladrillo en torno al cual iba atado un papel. Mateos lo desató, leyendo:
Si quiere recuperar el brillante que le ha sido robado a doña Herminia Plazuela, alcance a Marian Louise O'Connor que en estos momentos viaja hacia Méjico.
UN AMIGO.
El brillante de doña Herminia Plazuela era famoso en Los Ángeles. Se le tenía por el más puro de toda América y su valor decíase que pasaba de treinta mil pesos en oro. Estaba guardado en una caja de acero y doña Herminia sólo lo lucía en el aniversario de su boda, o sea, para conmemorar la fecha en que le fue regalado por su marido.
Cuando la señora Plazuela vio a Mateos y oyó lo del robo de un brillante, comenzó a lanzar gritos de ira y desesperación. Mientras abría la caja de acero, sus gritos se acentuaron, a pesar de que la buena señora estaba convencida de que su solitario no podía haber desaparecido de un lugar tan seguro. Cuando abrió la caja y la encontró vacía, el alarido que dio doña Herminia despertó a todos los vecinos de los alrededores, y algunos salieron a los balcones para ver si era cierto que el tren estaba ya llegando a Los Ángeles, anticipándose en cinco o seis años a la fecha calculada. Después de su alarde de pulmones, doña Herminia comprendió que no podía seguir demostrando su potencia en el chillar y por lo tanto, se desmayó.
Mateos dio las órdenes necesarias, y la noticia del robo del famoso brillante corrió por la ciudad ¿Quién era el ladrón? ¡El Coyote! parecía cosa de él; pero el jefe de Policía negaba que El Coyote tuviese nada que ver con aquello; mas resistíase a pronunciar el nombre del ladrón, limitándose a decir que la Policía poseía una pista segura y que antes de veinticuatro horas el ladrón se hallaría detenido y el brillante volvería a poder de su dueña. A los que intentaban averiguar el motivo de la confianza del jefe de Policía, éste les replicaba con una misteriosa sonrisa que parecía querer decir que el señor Mateos tenía una varita mágica con la cual le era fácil averiguarlo todo.
Con estas noticias, Los Ángeles tuvo más que suficiente para olvidarse del trabajo y chismorrear en grande.
Que si Cecilia Cañizares y Jaime Palacios… Que si el anillo de doña Herminia… Que si El Coyote… Que si patatín… Que si patatán. Desde la llegada de los yanquis a la ciudad, ésta no se había sentido tan emocionada.
Pero la mayor emoción la daba el asunto del escándalo de Jaime Palacios y Cecilia. Aquel mediodía se casaron y ni una sola mujer se perdió el espectáculo.
Luego se comentó que el novio y la novia parecían escandalosamente felices. Cecilia Cañizares figura en la Historia de Los Ángeles como la primera novia que entró en la iglesia sonriendo y salió casi saltando de alegría. Hasta entonces, las novias entraban como a un entierro y salían como de un funeral. Su seriedad sólo era superada por la del novio, que hasta entonces había hecho el papel de cadáver del entierro y de fantasma del funeral. Como Jaime Palacios también sonreía, con ello dio mucho que hablar.
Entretanto, Teodomiro Mateos movilizaba todas sus fuerzas.
—El Coyote se burlará de él —decía la gente. Y lo peor era que lo deseaba, sin preocuparse de si el muerto merecía o no haber sido atravesado por un puñal.
—Cuando El Coyote se ha molestado en matarle es que se lo merecía —comentaban los partidarios del enmascarado—. Algo muy negro tendría sobre la conciencia.
Si alguien vio pasar al Coyote en dirección a algún sitio o viniendo de determinado lugar, nadie dijo ni una palabra.
Y así vino la noche. En una diligencia cerrada, llegó, con la noche, a Los Ángeles, la señorita O'Connor. Mateos, después de una reparadora siesta que duró desde la una y media de la tarde hasta las siete y media de la noche, la pudo recibir en bastante buen estado, dispuesto a ser muy condescendiente con ella. Pero cuando, mostrándole el brillante que se había encontrado en su poder, Mateos preguntó a la joven cómo había logrado apoderarse de él, y Marian contestó que ella no había robado el brillante, sino que había sido El Coyote quien se lo había obligado a tomar, la paciencia del señor Mateos se terminó.
—¡Por los mismísimos clavos de Cristo! —Bramó, levantando de un puñetazo la escribanía de plata de encima de su mesa—. ¿Es que en Los Ángeles todo lo malo lo hace El Coyote? ¿Por qué? ¿Para que usted se marchara a Méjico?
Marian quiso dar algunas explicaciones; pero ninguna convenció a Mateos.
—No, no. No me cuente esa historia china acerca de la Virgen de Guadalupe que lucía un brillante en un dedo. Mis tragaderas tienen un límite. Lo mismo que mi paciencia. Y sus lindos ojos no le servirán de nada, señorita. Esta noche la pasará en un calabozo. Mañana la volveré a interrogar. Pero no me diga que el brillante se lo dio el jefe de los comanches o de los navajos. No la creeré ni la creerá el jurado que la ha de condenar a unos años de cárcel.
Marian empezó a comprender la trampa que le había tendido El Coyote. Aquella era su venganza. Hubiese querido avisar a Lehatzky; pero no se atrevió a hacerlo. Si confesaba la verdad, Lehatzky la haría matar.
Su tía fue a verla y trató de reunir buenas voluntades para sacarla de la prisión; pero a Herminia Plazuela se la temía más que a un nublado, y si ella no daba por satisfechos sus instintos de venganza, nadie se atrevería a interceder en favor de la mujer que le había robado el famoso brillante.
Aquel mediodía, don César preguntó a Lupe:
—¿Qué noticias hay, Lupita?
—Ninguna que usted no conozca —replicó, secamente, el ama de llaves—. Todo lo que ocurre es obra suya.
—Puede que sí; pero ¿no me preguntas nada?
—Los asuntos del señor no me interesan. Tengo otros particulares mucho más importantes.
—Bien, bien. Estás muy seria y sin embargo… ¿Te lo puedo decir?
—¿El qué? ¿Qué estoy muy guapa? Gracias. Ya lo sé. Antes de entrar me he mirado en el espejo.
—¡Ah! Esta mañana pinchas como un puerco espín, Lupita.
—Las plumas se me han convertido en pinchos. Suele ocurrir cuando llega la vejez.
—Está bien, Lupita —replicó don César—, puedes marcharte. No te necesitan más por hoy. ¿Qué clase de tábano te ha picado? Esta noche he visto a un conejito con piel de coyote; pero ahora estoy viendo a una pantera que hasta ahora había llevado piel de cordero.
—Es una comparación muy original que no me hace ninguna gracia porque hoy no estoy de humor, por lo tanto, excuse que no me eche a reír.
—Haz lo que te parezca —gruñó don César—. Por lo visto me quieres complicar más la vida. Hoy que necesito estar sereno.
—No creo que le cueste mucho volver a estar sereno —dijo Guadalupe—. ¿Desea algo más?
—No. Adiós. Oye; ¿se han casado ya Palacios y su prima?
—Sí. Y toda la población está escandalizada.
—Gracias.
Cuando Lupe cerró la puerta del comedor, don César tuvo que hacer un esfuerzo para olvidarse de ella y dirigir sus pensamientos hacia sus audaces y arriesgados planes para aquella noche. Aquella sería la noche de la justicia del Coyote.
*****
Colorado Smith sentía escalofríos de terror cada vez que miraba al hombre que estaba ante él.
—Sólo quiero saber dónde está Aarón Lipman —murmuró El Coyote—. Nada más.
—Pero… yo no puedo hacer eso, señor Coyote —dijo Smith—. Sería una traición… a un compañero.
—A quien tú deseas traicionar, Colorado —sonrió El Coyote—. ¿Para qué, sino, viniste a Los Ángeles? Tú no eres de aquí. Por lo tanto, si tu venida sólo hubiera sido casual, no te habrías desfigurado la cara, ni puesto esa peluca, ni utilizado un nombre falso. No te interesaba que nadie supiera que estabas aquí porque cuando Aarón Lipman fuera asesinado las sospechas recaerían, fatalmente, sobre ti. Pero ahora recaen otras sospechas, Colorado. Ahora se te supone culpable del asesinato de James Darby.
El revólver que El Coyote sostenía con mano firme impidió a Colorado lanzarse sobre él. Luego, haciendo un esfuerzo por serenarse, Smith declaró:
—Yo no le maté.
—Pero él te reconoció.
—No…
—Sí. Y habló contigo. Quiso saber qué hacías aquí. Darby os conocía a todos.
—Pero no conoció a Lipman a pesar de tenerlo tan cerca.
—Eso ya me gusta más. Ahora dime cómo se llama en Los Ángeles Aarón Lipman.
—No me atrevo. Cuando vi a Lehatzky…
—Deja a Lehatzky tranquilo. Dime el nombre de Aarón Lipman.
—¿Qué hará usted con él?
—Sufrirá las consecuencias de sus culpas y de mi justicia. Cuando se trata de castigar a un culpable no perdono. No lo olvides.
—Se hace llamar Adrián Colbin. Y está…
—Ya sé dónde está. Gracias, Colorado. Y ahora, escucha mi sentencia respecto a ti. Mañana por la noche debes estar fuera de la ciudad. Si permaneces en ella, será para siempre.
—Eso no es justo…
—Lo es. Cuando asesinaron a James Darby dejaron en su habitación pruebas que me acusaban a mí como autor del crimen. Otras pruebas acusaban a un muchacho inocente. Y otras, en fin, te acusaban a ti.
—¿Qué pruebas eran ésas?
—Escúchalas. Se trata de un mensaje de su cuaderno de notas. James Darby lo anotaba todo en su cuaderno. Es una costumbre que tienen los agentes que se dedican a la investigación. Respecto a ti, dice:
«Hoy he visto a Colorado Smith. Me ha reconocido y pareció asustarse. Va disfrazado y averigüé que se hace llamar Gardiner Trowbridge. No sé si se sobresaltó por las cuentas que aún tiene pendientes con la Justicia o porque teme que yo le estropee algún buen plan que se debe de traer entre manos. Hablaré con él. Es astuto como un zorro y quizá sepa algo de lo que yo deseo averiguar. Si se resiste, poseo medios para suavizarle».
—¿Qué te parece?
—¿Eso es verdad? —murmuró Smith.
—Está escrito por un agente de Pinkerton que, además, ha sido asesinado por alguien que tal vez conocía qué medios de suavización poseía. Eres terriblemente sospechoso. No olvides, pues, que al evitarte esas sospechas te he hecho un favor. Aprovéchalo. Tienes sobre tu persona un hecho honroso. Salvaste muchas vidas. Sigue el buen camino y ya verás cómo sales beneficiado.
—¿Cuándo acabará con ellos? —preguntó Smith.
—Esta noche.
—Me alegro. Así podré asistir a su entierro.
—Sí. Asistirás a él, pero no intentes ayudarme. Mis justicias las realizo yo solo. Hasta nunca más, Colorado.
*****
Aarón Lipman no vivía tranquilo. Las cosas no habían salido como proyectara el jefe. Aunque sin graves resultados, podía decirse que el plan había fracasado. Claro que Darby había muerto; pero eso sólo era importante para el jefe. El Coyote seguía vivo, y esto era grave para él.
Llamaron a la puerta y Lipman buscó, con la mirada, el revólver que guardaba bajo la almohada de su cama. Por fin, lo empuñó y metiéndolo en un bolsillo, abrió la puerta. No se veía a nadie. El pasillo del último piso de la Posada del Rey Don Carlos, donde estaban las habitaciones de los camareros y empleados, estaba casi a oscuras. Al abrir la puerta, se produjo una fuerte corriente de aire que hizo oscilar la llama del candil de aceite que trataba de alumbrar el pasillo.
—¡Bah! ¡Algún bromista! —refunfuñó Lipman, cerrando la puerta y disponiéndose a volver a la cama en la que había estado sentado.
Una invisible pero recia mano le contuvo. Frente a él, sentado en una mesilla y de espaldas a la ventana que daba a la galería superior estaba El Coyote. Igual que la última vez que le vio. Sonriendo como deben de sonreír los gatos que juegan con los ratones.
—Hola, Adrián Colbin —saludó—. Me ha costado bastante reconocerte. Te felicito por el disfraz.
Aarón Lipman, encubierto bajo la personalidad de Adrián Colbin, uno de los nuevos camareros de la Posada del Rey Don Carlos, acercó la mano al bolsillo en que había guardado su revólver. El que empuñaba El Coyote apuntó recto a su corazón.
—No, Lipman; no hagas eso. Sería como si te suicidases. Y aún eres joven para eso. Además, dentro de un par de días o tres te juzgarán, te condenaran a morir ahorcado y dentro de un mes te colgarán, quizá, ante esta misma casa.
El otro movió negativamente la cabeza.
—A mí no me ahorcarán, don Coyote. No he hecho nada malo.
—¿No? ¡Increíble! ¿Puedes decirme quién asesinó a Darby? Nadie mejor que tú, empleado en esta casa, con liberta de moverte a tu antojo por toda ella, pudiendo entrar en las habitaciones sin asombrar a nadie. Y, además, en tu maleta guardas la daga con que fue asesinado Darby. ¿La recuerdas? Una hermosa daga española, de grandes gavilanes Una obra de arte que, a pesar de tener más de doscientos años, aún penetra en el cuerpo como si en vez de carne atravesara manteca.
—¡Yo no le maté! —chilló Lipman.
—¿Quién llamó a su puerta? ¿Quién facilitó la entrada al asesino? Fuiste tú Lipman, Darby no te conocía. Creyó que eras el camarero que ibas a recoger alguna prenda de ropa o a arreglar algún detalle de la habitación y te dejó entrar sin recelo. Cuando oyó otros pasos y se encontró frente a Lehatzky, sólo tuvo tiempo de pensar en Dios, y antes de lanzar ni un grito, Lehatzky le hundió la daga en el corazón. Entre los dos examinasteis el contenido de la habitación. Os llevasteis lo que comprometía a Lehatzky y dejasteis lo que me comprometía a mí, a Palacios y a Colorado. Muy listos. Luego, tú avisaste a la Policía. Te quitaste el disfraz y sólo vieron a un camarero de la posada. Cuando te volvieron a ver eras de nuevo Adrián Colbin. Pero mientras tú creías que el asesino iba a dejar la daga en casa de Palacios, tu jefe hizo otra cosa. Cuando yo me marche abre la maleta y verás lo que encontrarás en ella. Ahora dame el revólver.
El Coyote arrebató el arma a Lipman y retrocediendo hacia la ventana, salió por ella y desapareció por una cuerda tendida hasta la calle.
Al quedar solo, Lipman fue hacia la maleta. La abrió y sólo tuvo que revolver unas cuantas piezas de ropa para descubrir, como insinuara El Coyote, la daga española con que había sido asesinado Darby. Junto con la daga había unos pañuelos empapados en sangre ya casi negra.
La expresión de Lipman se endureció. ¿Qué hubiera sucedido si la daga hubiese sido hallada en su poder? Su calidad de criado de la posada y el hecho de ocultar su verdadera identidad, habría sido suficiente para acusarle de aquel crimen y enviarlo a él solo al cadalso.
Bien. Lehatzky era muy listo. Muy astuto. Sacudía la basura encima de sus cómplices, en lugar de ayudarles, como prometió. Pero a él no se le engañaba así. Era demasiado hombre para tolerar…
Lentamente empezó a limpiar la daga. Tenía mucho tiempo. Afilaría bien aquel viejo acero para que alguien se atragantara con él aquella noche.