La sentencia fue pronunciada fríamente, casi con indiferencia. El acusado la escuchó en pie, mirando las acuosas pupilas del juez, que hablaba como si todo aquello fuera una estúpida manera de perder el tiempo.
De acuerdo con las leyes vigentes en el soberano estado de California, aquel tribunal tenía el placer (tal vez dijeron el deber; pero él estaba seguro de que el juez pronunció «placer») de condenar al acusado Aarón Lipman, a la pena de cinco años y dos días de trabajos forzados en las canteras que debían servir la grava necesaria para el tendido de los ferrocarriles.
¿Por qué condenaron a Aarón Lipman a semejante pena? Por nada importante. Aarón Lipman se había encaprichado de un caballo propiedad de Manuel González. Éste no quiso vendérselo por cinco dólares. Aarón se ofendió ante semejante muestra de orgullo por parte de un hombre que unía al delito de llamarse Manuel el de apellidarse González. Por eso, tal como había hecho su padre cuando llegó con él a California en el cuarenta y nueve, dio una soberbia paliza a Manuel González, le quitó el caballo y… y se marchó; pero…
La noticia de que se le condenaba a cinco años de picar piedra la oyó Aarón Lipman con un solo oído. La otra oreja estaba oculta por un vendaje, ya que al escapar con el caballo tropezó con El Coyote y al momento tropezó su oreja con una bala disparada por el enmascarado, quien agregó a esta ofensa la de atarle a un árbol y permitir así que los otros González del pueblo le entregaran a las autoridades, acusándole del robo de un caballo y, además, de agresión. Por mucho menos los amigos de Aarón Lipman hubieran ahorcado a un hombre.
Aarón tuvo durante varios días el convencimiento de que la sentencia que recaería sobre él sería muy leve. ¿Qué juez norteamericano sería capaz de condenarle por haber apaleado a un González? Ninguno. Este era un derecho que tenían todos los que llegaban a California desde el lado oriental de las Rocosas. Cuando supo que el juez Franklin Degnan sería el encargado de juzgarle, Aarón se frotó las manos y empezó a hacer planes acerca de cómo iba a pasar la fiesta de Navidad de aquel año, que estaba al caer. Franklin Degnan había nacido en Nueva Inglaterra, se graduó en Harvard, fue voluntario en la guerra contra Méjico y, además, detalle muy importante, había condenado ya a tres californianos a penas bastante severas. Por lo tanto, de acuerdo con semejante sistema, felicitaría al hombre que había sacudido el polvo de las espaldas de un González y le dejaría marchar con su caballo. Todo lo más, le impondría una multa de cinco dólares por turbar la tranquilidad pública.
El juicio discurrió monótonamente, Manuel González fue invitado a mostrar las huellas que había dejado en su espalda el látigo de Aarón Lipman; luego desfilaron seis o siete testigos que afirmaron (¡qué cosas afirman los californianos!) que Manuel González era un hombre honrado y trabajador, en tanto que Aarón Lipman sólo trabajaba con la garganta para gritar y tragar ginebra. No se presentó nadie a cantar las alabanzas de Lipman, y cuando el fiscal se hubo cebado bastante en Aarón y su abogado se hubo limitado a tratar de convencer al Jurado de que su cliente no estaba en sus cabales cuando involuntariamente midió las espaldas de González, el juez Degnan, con una voz opaca y desapasionada que hacía resaltar escalofriantemente sus comentarios, dirigióse al Jurado para convencer a sus miembros de que Aarón Lipman era una vergüenza para los norteamericanos que habían dado a los californianos el derecho de llamarse súbditos de la Unión, y que él aconsejaba la máxima severidad en el veredicto. Por último declaró —¡esto sí que era el colmo!—, que había sido una lástima que al Coyote no le hubiera temblado un poco el pulso y en vez de dar en la oreja le hubiese alcanzado entre los dos ojos.
Ante semejantes discursos, el Jurado reconoció culpable a Lipman y pidió el máximo castigo que la Ley reservara para su delito. El máximo castigo eran cinco años de trabajos forzados, y el juez Degnan agregó, de su cosecha, dos días más. Esto era indignante. Después de cinco años de picar piedra, aún tendría que seguirla picando dos días más. Aquellos dos días eran la gota de agua que hacía rebosar el vaso.
Si a Lipman le hubiesen condenado a diez años de permanencia en un penal, jamás se habría ofendido. Diez años de vivir sin hacer nada hubieran sido muy agradables; pero ¡CINCO AÑOS DESMENUZANDO PIEDRA! Esto era horrible.
¡Y TODO POR CULPA DEL MALDITO COYOTE!
¿Quién había mandado a aquel entrometido intervenir en un asunto en el cual nada tenía que hacer? ¿Acaso le había ofendido a él? ¿Era suyo el caballo robado? No, claro que no. Sin embargo, sólo por culpa del Coyote no había podido escapar. Él le detuvo, le ató y dejó que todos los González de California se rieran a sus anchas de lo ocurrido a Aarón Lipman.
Le enviaron hacia el Norte. Le encerraron en una cantera inmensa. Durante cinco años, desde la madrugada hasta la noche, Aarón Lipman contribuyó, con el sudor de su frente, a reducir en una tercera parte la enorme mole de roca donde estaba la cantera.
Aún no comprendía cómo no se había muerto. Mas no murió. Estaba vivo. Vivo y fuerte como un toro. ¡Y todo por culpa del Coyote! Le habían dado algo así como mil latigazos, en tandas de diez o veinte, porque al principio no quiso contribuir con su pecador esfuerzo al tendido de los ferrocarriles que se extendían del Pacífico al Atlántico.
Ahora faltaban dos días para que su condena terminase. Iba a quedar en libertad. Le darían un traje nuevo, unos zapatos recios, veinticinco dólares y, por su trabajo en favor del ferrocarril, un billete para ir hasta San Francisco y otro para hacer el viaje en diligencia hasta Los Ángeles.
—¡Cuando pienso que si no fuera por estos dos malditos días que me cargaron ilegalmente ya estaría libre!
Colorado Smith le miró con desprecio.
—A mí me condenaron a once años y aún me rebajaron dos o tres. Sin embargo, entré aquí antes que tú y aún me quedan cinco años para terminar. Si vuelvo a oír que te quejas, te machaco los sesos.
—¿A quién? ¿A mí?
—Sí, a ti.
—No eres hombre para eso, Colorado.
Los otros penados que asistían a la conversación se dispusieron a presenciar una buena pelea. Colorado y Aarón eran dignos uno del otro…
No. Aarón era un cerdo. Porque antes de que su adversario pudiese hacer nada, le pegó con un pedrusco en la cara y lo derribó sin sentido y bañado en sangre.
Un guardia acudió a averiguar lo ocurrido.
—Colorado Smith ha tropezado con una piedra —explicó suavemente Lipman—. ¿No es verdad, muchachos?
Todos los «muchachos» asintieron con la cabeza. No eran ellos los más indicados para meterse en los asuntos de los demás. Si Colorado Smith deseaba vengarse ellos no debían quitarle ese gusto. El guardián se fue después de echar un cubo de agua sobre el rostro de Smith. Éste, al recobrar el sentido, permaneció pensativo unos instantes, diciendo luego, ante la sorpresa de todos:
—Bien, Lipman, seamos amigos. No hay rencor. Yo estaba a punto de hacer lo mismo cuando tú me diste.
Los dos presos se estrecharon las manos y el incidente quedó olvidado. Al cabo de un rato, cuando ya toda la sangre había sido borrada, Colorado Smith preguntó:
—Oye, Lip, ¿no piensas vengarte del Coyote?
—Claro que me vengaré —replicó Aarón Lipman.
—Eso es lo que yo haría. Le demostraría a ese Coyote que al meterse conmigo había cometido un error muy grave.
—No he pensado en otra cosa desde que empecé a picar piedra —declaró Lipman—. Cuando estrangule con mis propias manos al Coyote, me sentiré el hombre más feliz del mundo.
—Y además te darán cincuenta mil dólares por matarlo. Creo que eso es lo que ofrecen por su cabeza.
—Me los darán y os enviaré tabaco para que fuméis durante cinco años.
—¿Prometido? —insistió Colorado.
—Prometido. El Coyote sabrá quién soy yo.
—¿Y tú sabes quién es El Coyote? —preguntó uno de los presos.
—Eso no lo sabe nadie —dijo otro—. Lleva veinte años fastidiando a todo el mundo, y aún no se ha podido descubrir su identidad.
—Se dice que es un californiano que empezó a actuar contra los yanquis cuando la ocupación de California —dijo otro preso—. Primero se dedicaba a atacar a los norteamericanos; pero luego extendió sus actividades y ahora molesta tanto a unos como a otros.
—Hace mucho tiempo oí decir que le habían matado.
—Pero resucitó y continuó haciendo de las suyas. Los campesinos le ayudan a escapar siempre que se le acorrala.
—¿Actúa sólo en Los Ángeles? —preguntó un preso que pertenecía al extremo Norte de California.
—Actúa en todas partes —replicó Aarón Lipman—. Incluso en Washington. Pero su cuartel lo debe de tener en Los Ángeles. Por allí es por donde se le ve más a menudo.
—¿Y allí le cazarás? —preguntó Colorado Smith.
—Desde luego. Allí lo cazaré.
Colorado Smith sonrió interiormente. Siempre había sentido antipatía por Aarón Lipman. Pero desde que éste le había herido a traición, la antipatía se había convertido en odio mortal. No fue por simple azar por lo que sacó a colación al Coyote. Después de lo que había dicho delante de sus compañeros, Lipman tendría que intentar poner fin a la fantástica carrera del Coyote, y si éste le había destrozado una vez la oreja, seguramente, cuando volvieran a encontrarse, le destrozaría la cabeza, que era lo que más deseaba Colorado Smith.
«Hubiera preferido matarle yo —se dijo—; pero si lo hiciera aquí me ahorcarían. Al fin y al cabo, cuando sepa que a Lipman lo ha matado El Coyote, tendré el consuelo de saber que yo he sido el instrumento que ha contribuido principalmente a terminar con él».
Cuarenta y ocho horas después, Aarón Lipman recibió un traje nuevo, unos zapatos también nuevos, veinticinco dólares y un billete para ir en el ferrocarril hasta San Francisco, así como un billete para la diligencia de la casa Wells y Fargo para seguir desde San Francisco a Los Ángeles.
Cinco días más tarde, Colorado Smith se encontraba en la cantera, en la parte más alta. Abajo se hallaban varios centenares de penados partiendo las piedras caídas. No era Colorado Smith un amante exagerado del trabajo; por ello, después de dar unos cuantos golpes con el pico, apoyóse de espaldas contra una alta roca que coronaba la cantera. Apenas lo hubo hecho sintió que la roca se estremecía y comenzaba a pesar contra él.
El director del penal, que estaba presente, vio cómo el preso Smith dejaba caer de pronto el pico y se apoyaba contra una roca que un momento después comenzó a moverse. Vio cómo el hombre trataba de sostenerla con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que empezaba a lanzar gritos de aviso a los demás presos que trabajaban abajo y que se hallaban en peligro de ser enterrados por el alud que desencadenaría la caída de aquella roca. Vio cómo todos escapaban del peligro, quedando en menos de cinco minutos la cantera completamente vacía. Luego vio cómo el pobre Smith, agotadas ya sus fuerzas, empezaba a ceder bajo la irresistible presión de la roca. Le vio caer de rodillas. Vio cómo la roca se doblaba sobre él y al fin caía ladera abajo, arrastrando a otras rocas y provocando un alud de cien toneladas de roca y piedra suelta que enterró las herramientas de trabajo que habían abandonado los penados al huir del riesgo. De haberse quedado allí, ni uno solo hubiera conservado la vida.
—He de hacer algo por ese hombre —aseguró el director a su secretario—. Es un héroe. Ha expuesto su vida por el bien de los demás.
Cuando subieron a buscar a Colorado Smith le encontraron sin sentido, pero sin ninguna herida grave. La roca había pasado sobre él, dejando un hueco en el cual había permanecido, por afortunado azar, Colorado Smith, quien al volver en sí llevóse la mayor sorpresa de su vida al ver que todos le consideraban un ser extraordinario.
—Eres un gran héroe, Colorado —le dijo el director del penal, que hasta entonces siempre le había llamado Smith—. Te expusiste a la muerte pudiendo haberte salvado con toda facilidad, pues tuviste tiempo de sobra para huir. Muy poco he de poder si no consigo que te perdonen todo el tiempo que te queda de condena. Antes de un mes serás libre.
Cuando Colorado Smith oyó esto, empezó a comprender que, involuntariamente, había hecho una cosa grande. No cometió la tontería de contar la verdad; de decir que al apoyarse contra la roca lo hizo sin pensar en los demás y, mucho menos, en lo que iba a ocurrir. No dijo que cuando la piedra empezó a moverse, él ya no pudo escapar, pues se lo impedía el peso de la misma. Por el contrario, dijo:
—Cualquiera, en mi lugar, lo hubiese hecho. No podía dejar que muriesen todos mis compañeros.
—Eres un valiente, Colorado. Y, como todos los héroes, eres sencillo. No sólo quedarás en libertad, sino que, además, recibirás un premio. Y hasta el momento en que salgas de esta institución penal, no trabajarás más en la cantera. Prácticamente quedas en libertad desde este instante.