Marcos se excusó cuanto pudo.
—No comprendo cómo ha ocurrido eso, señora —dijo—; pero lo cierto es que ha ocurrido. No hay caballos y sin caballos su coche no puede seguir. Deberá quedarse otra noche en el rancho.
—Yo no paso otra noche aquí —declaró Guadalupe—. Ayer estuve oyendo gritos y tiros, e incluso vi un incendio.
—Tal vez fueron pesadillas —dijo Marcos Ibáñez—. Yo no oí nada.
—Bien, creeré que yo tampoco oí nada y pasaré otra noche terrible. Es lo único que puedo hacer.
A media mañana empezaron a aparecer los huéspedes de la hacienda. Lupe esperaba ansiosamente ver si Irina bajaba al comedor; pero ni ella ni Mariñas aparecieron. Pedro Ugarte dio la noticia:
—Faltan Mariñas y su mujer y Antonio Zúñiga —dijo.
—No debe de ser necesario buscarles. O han muerto o han huido. Ya sólo quedamos siete.
Guadalupe retiróse a su habitación. Temía que alguno de los Lugones la viera y comprendiese el motivo por el cual la esposa de don César de Echagüe se encontraba en un lugar donde no estaba su marido y en cambio actuaba El Coyote.
El no haber visto a Irina la había alegrado, especialmente después de asegurarse de que la falsa princesa no estaba en ningún sitio. El Coyote había dicho que iba en busca de su amor. ¿Del amor de Irina? ¿O acaso del amor de otro hombre para Irina?
¿Por qué tenía que cruzarse aquella mujer en su camino? ¿La amaba aún El Coyote? Pero desde el momento en que ella no estaba ya en el rancho y, además, habían desaparecido los caballos… Sólo El Coyote podía ser culpable de aquella desaparición.
Guadalupe decidió esperar.
Entretanto, en el salón habíanse reunido los siete herederos que aún podían aspirar a la fortuna. Denis Riley les dirigió la palabra.
—Ya sólo somos siete —dijo—. Después de la muerte de José Maldonado han desaparecido otros dos hombres, y aún faltan veinte días para que recibamos la herencia. Nos estamos exterminando mutuamente, lo cual es una estupidez.
—Hay alguien más que tiene interés en acabar con nosotros —dijo Mario Arcos.
—Desde luego —asintió una voz que llegaba desde detrás de un biombo colocado en un rincón de la estancia.
Cuando todos miraron hacia allí, vieron aparecer a un hombre vestido a la mejicana y cuyo rostro iba cubierto por un negro antifaz.
—¡El Coyote! —exclamó Riley.
—Veo que me recuerda, señor Riley —sonrió El Coyote—. Nos vimos hace tiempo y le ordené que cambiara de vida, ya sé que lo hizo y que se alegra de ello. En cuanto a los demás… ¡Quietos! No traten de sacar ningún arma. Sería una estúpida forma de suicidio.
Todos quedaron inmóviles, pendientes de las palabras del Coyote. Como no hablase, Riley le preguntó:
—¿Qué desea?
—He venido a hacerles un favor y a presentarles una proposición —replicó El Coyote—. Anda en juego una gran fortuna que al paso que siguen ustedes en el trabajo de exterminarse, acabará no siendo para nadie.
—Será para el criado —dijo Arcadio Bandini.
—En efecto. Sus odios sólo beneficiarán a ese criado, que es el único que conoce el paradero exacto del cofre del tesoro.
—¿Qué pretende? —inquirió Riley.
—Recibir lo antes posible mi parte del tesoro —contestó El Coyote.
—¿Su parte? ¿Cuál? —preguntó Bandini.
—La tercera parte —respondió El Coyote—. Unos trescientos mil dólares. Es el precio de mi ayuda…
—¿Qué clase de ayuda nos ha prestado? —preguntó Ugarte.
—Mucha más de la que ustedes se imaginan. Pero vayamos a lo que importa. Ese Marcos Ibáñez es el único que conoce el sitio donde se guarda el tesoro, ¿no?
—Claro —dlijo Riley.
—Si le dijeran ustedes que todos abandonan la lucha por miedo a correr la misma suerte que los que ya han muerto a causa de la herencia, ¿qué hará Marcos Ibáñez? Pues muy sencillo: en cuanto haya transcurrido el plazo de acuerdo con el cual los herederos pierden el derecho a recibir la herencia, sacará de su escondite el cofre y…
—¿Y qué? —preguntó Ugarte, cuyos ojos llameaban de ansiedad.
—Pues que ya no tendrán que esperar más tiempo. Podrán caer sobre él, quitarle el cofre y repartir entre todos el tesoro.
—¿Y si no lo saca de su escondite? —siguió preguntando Ugarte.
—Es seguro que lo sacará —replicó El Coyote.
Ugarte, Bandini y Jaime Sola se miraron y asintieron con la cabeza; otros no dijeron nada, y al cabo de un momento se levantaron en silencio y abandonaron el salón para irse a sus habitaciones.
Una hora después, Denis Riley entraba en la habitación de Carmen Coronel.
—Vengo a despedirme, señorita Coronel —dijo—. Me marcho. No quiero saber nada más de esa maldita herencia.
—Siempre tuve confianza en usted, señor Riley —replicó Carmen—. Recuerdo que cuando yo era una chiquilla usted me dejaba jugar con su enorme reloj…
Riley sonrió ante aquel recuerdo.
—Era una chiquilla deliciosa. Y sigue siendo tan bonita como entonces. Tan bonita como su madre.
—¿Por qué no me cuenta algo de mamá?
Denis Riley vaciló.
—Es muy tarde —dijo—. Otro día en que nos veamos, podré contárselo todo. Adiós, Luis. Todos abandonamos la lucha y renunciamos al tesoro.
Denis Riley salió de la habitación y al quedar solos, Luis dijo a su novia:
—Ahora recuerdo algo que te quería decir, Carmen. Esta noche alguien hizo dos disparos dentro de esta habitación. Sé que lo oí.
—Debiste de soñar.
—No. Los oí de verdad.
De nuevo se abrió la puerta y Guadalupe entro en el dormitorio. Carmen la miró, asombrada.
—Perdonen que me presente así —dijo—. Llegué ayer noche y pensaba marcharme esta mañana. No pude hacerlo porque han desaparecido todos los caballos; pero ahora me acaba de decir el señor Ibáñez que ya ha encontrado dos buenos caballos para mi coche. También me ha dicho que usted, señorita, es la dueña del rancho. Quiero darle las gracias por el alojamiento.
—No se merecen, señora —respondió Carmen—. Si hubiera sabido que estaba usted aquí, habría procurado atenderla mejor; pero en el rancho hay ahora un desorden muy grande.
—No debe disculparse —sonrió Lupe—. He preguntado por otra señora con quien hablé ayer, pero no saben decirme dónde está.
—¿Se refiere a la mujer de Mariñas? —preguntó Carmen—. Se ha marchado con su marido.
—Entonces no podrá trasladarle mis saludos. Lo lamento. Adiós, señorita. Espero que su novio se restablecerá muy pronto.
Guadalupe bajó al jardín donde la esperaba ya su coche. Dos malos caballos estaban enganchados a él. Lupe subió al carruaje y al sentarse vio ante ella prendido con un alfiler en la tapicería del vehículo, un papel con esta inscripción:
A Pinos Grandes. Posada del Alce.
Con emocionado acento, Lupe ordenó al conductor.
—Vaya a Pinos Grandes. Cuando lleguemos le diré a qué posada quiero ir.
Cuando desde la ventana del cuarto Carmen vio alejarse a todos los herederos de la fortuna de su padre, no pudo contener un estremecimiento de inquietud. Hasta entonces había odiado hasta la sombra de aquellos hombres; pero la idea de que se hubieran marchado todos aquellos que no reposaban en el cementerio, le provocó un escalofrío de terror.
¿Qué ocurriría ahora?
Pero desde el momento en que se habían marchado todos los causantes de los crímenes, no podía ya ocurrir nada.
Sin embargo, Carmen no se sentía tranquila.