Protegiéndose en las tinieblas de los pasillos, El Coyote llegó al extremo del edificio reservado a los criados. Juan Sánchez o Lugones, era el único que estaba en su habitación. Al ver al Coyote se puso en pie de un salto y preguntó:
—¿Me necesita, jefe?
—Sí —respondió El Coyote—. ¿Puedes avisar a tus hermanos?
—Ese tipo de Marcos Ibáñez no se ha movido de la cocina en todo el tiempo. No puedo decirles nada, pues él parece estar atento a todo. Creo que no está convencido del criado que sabe hacer tan bien de médico.
—No perdamos el tiempo. Sígueme. Han tendido una trampa a Mariñas, engañándole con un mensaje mío falsificado.
—¿Sabe si se lo metieron en un bolsillo?
—No sé.
—Sí, eso debe de ser. Cuando hirieron a ese chico joven subimos todos a ver lo que había ocurrido, y yo me fijé en que uno que se llama Antonio Zúñiga le metía un papel en el bolsillo. Luego noté que Mariñas lo leía y lo volvía a guardar como si fuese algo de mucho valor.
—¿Conoces la habitación de ese Zúñiga?
—Claro. Sé las habitaciones de todos, aunque yo haga de cocinero.
—Vamos allí. Llama a la puerta y dile que le llevas la cena.
En respuesta a la llamada y al anuncio de que se le llevaba la cena, Antonio Zúñiga abrió la puerta lo suficiente para reconocer a Juan Sánchez y verse, al momento, frente al revólver del Coyote.
—¿Qué… quiere de mí? —tartamudeó, retrocediendo hacia el centro de la estancia.
El Coyote fue hacia él y preguntó con dura voz:
—¿Por qué enviaste aquella nota falsa a Mariñas?
Antes de que Zúñiga reuniese fuerzas para contestar, El Coyote siguió:
—No es necesario que me lo digas. Sé por qué lo hiciste. Querías que hubiese un heredero menos, ¿verdad?
—No… es que… —Zúñiga tragó varias veces saliva antes de poder continuar—. Es que Mariñas mató a Francisco Redondo.
—Ya sabes que él no mató a Redondo; y lo sabes mejor que nadie, porque fuiste tú quien lo mató:
—¡No! —gimió Zúñiga—. Perdón…
—Te perdonaría que hubieras matado a un canalla como Redondo, que toleró que un pobre infeliz fuera asesinado en su lugar; pero El Coyote no perdona jamás al que utiliza su nombre para una traición. ¿Por qué enviaste a Mariñas a la cabaña?
—¡Perdón!
—Escúchame bien, Zúñiga. No te mataré si me dices todo lo que hiciste; pero tendrás que decírmelo por el camino. Vamos. No olvides que al menor intento de fuga, te mato.
Salieron del rancho por una de las tres puertas traseras y, a través del jardín y luego del bosque, se dirigieron hacia la cabaña. Por el camino Zúñiga fue explicando lo que había hecho. Sabía que a Mariñas no podían detenerle dentro de los límites del condado de San Fernando, ya que allí sólo existía la autoridad que eligieran los residentes, y no había otros con voto que Marcos Ibañez. Pero si Mariñas salía de los límites de aquel condado se le podía detener y castigar sin autorización del sheriff: del condado en donde se hallara. Zúñiga había advertido al comandante del fuerte de Nueva Almadén que Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo, se encontraría aquella noche a las once o las doce, en determinado lugar, en la cabaña que se levantaba poco más allá del límite del condado de San Fernando. El mensaje lo había enviado por medio de un buhonero. Su objetivo había sido, exclusivamente, el de eliminar un rival en la lista de herederos.
—Tenemos el tiempo justo —dijo El Coyote mientras avanzaba a través del bosque.
Zúñiga le seguía, sintiendo tras él, de cuando en cuando, la presión del cañón del revólver que empuñaba el hombre a quien él conocía por Juan Sánchez.
De pronto, cuando ya creían estar cerca de la cabaña, oyeron voces ahogadas y entrechocar de cascos de caballo. El Coyote se detuvo y con recia mano agarró del brazo a Zúñiga, previniéndole:
—Si alzas un grito, será el último de tu vida.
Siguieron avanzando. Se percibía el denso olor de los caballos y, de súbito, una voz de hombre refunfuñó:
—¿Dónde diablos estará esa maldita cabaña?
El Coyote aceleró el paso, obligando a Zúñiga a hacer lo mismo. Cinco minutos más tarde llegaban a la vista de la cabaña. El Coyote corrió hacia ella y antes de llegar abrióse la puerta, dejando paso a Juan Nepomuceno Mariñas.
—¿Qué sucede? —preguntó al ver al Coyote—. ¿Para qué me querías?
—No pierdas un momento —interrumpió el enmascarado—. Ve hacia el bosque. Los soldados están a punto de cazarte.
Luego, dirigiéndose hacia Juan Lugones, le ordenó:
—Enciérrale en la cabaña.
Lugones comprendió las intenciones del Coyote y empujó a Zúñiga al interior de la cabaña, cerrando con llave la puerta, de forma que no pudiese salir el cautivo que quedaba dentro.
Desenfundando su revólver, El Coyote hizo dos disparos al aire, luego se metió en el bosque, en la misma dirección seguida por Mariñas.
Al cabo de un momento se oyó acercarse el galope de los caballos y desde cierta distancia El Coyote y sus dos compañeros vieron cómo la cabaña quedaba rodeada por los jinetes.
—¡Salga de ahí dentro, Mariñas! —gritó el comandante del escuadrón.
En la ventana de la cabaña apareció el descompuesto rostro de Zúñiga.
—¡No soy El Diablo! —gritó—. ¡No soy…!
Una descarga cerrada le cortó la voz, enviando su cuerpo contra la lámpara de petróleo que se encontraba encima de la mesa. El caliente líquido extendióse por el suelo y las llamas prendieron vivamente en las secas maderas.
El comandante del escuadrón hizo un gesto de disgusto. Le hubiera gustado llevar a Nueva Almadén el cadáver del famoso Mariñas; pero ¿quién lo hubiese visto allí? Nadie. Tal vez así fuese mejor.
Las llamas llenaban ya la cabaña, que ardía por entero.
—El Diablo ha muerto —anunció el comandante.
Luego pensó que desde el momento en que el informe recibido era anónimo, podía achacarse por completo el éxito.
Aguardó un rato más hasta que se derrumbó la techumbre de la cabaña. Entonces volvióse hacia sus hombres y ordenó que dos de ellos se quedaran allí hasta que se enfriaran los rescoldos de la cabaña y pudiesen comprobar si entre ellos estaban los restos de Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo.
En aquellos momentos, éste se encontraba camino de regreso al rancho, de nuevo en tierra prohibida a las autoridades.
—Tal vez lo ignores, Mariñas; pero acabas de morir —dijo El Coyote, después de explicar brevemente lo ocurrido en el rancho.
—Pero ya he resucitado —rió Mariñas. Y luego preguntó—: ¿Fue Zúñiga quien metió el falso mensaje en mi bolsillo?
—Sí, y te advierto que debes aprovechar la oportunidad de tu muerte oficial para no resucitar nunca más. Vete lejos de aquí. Toma este paquete. En él encontrarás los documentos necesarios para que puedas acreditar que eres Roberto Cifuentes. Espero que El Diablo haya muerto definitivamente.
—¿Qué dice a eso mi mujer? —preguntó, riendo, Mariñas.
—Creo que le darás la mayor alegría de su vida.
—Entonces lo haremos por ella —decidió Mariñas.
Cuando llegaron cerca del rancho, El Coyote advirtió:
—Aguarda aquí hasta que salga Irina. Entonces marchaos adonde queráis, volveos a casar y enterrad bien hondo al Diablo.
—Me gustaría saber cómo termina ese pleito de la herencia —dijo Mariñas—. Desde el primer momento me interesó mucho.
—¿Quién mató a Julio Coronel? —preguntó El Coyote.
—No lo sé —respondió Mariñas—. Él acudió a mí en busca de auxilio. Temía de todos menos de su hermano. Cualquiera de los doce herederos pudo ser su asesino.
—¿No tenía confianza en ninguno de sus compañeros?
—Sólo en Denis Riley.
—Gracias, Mariñas. Aguarda aquí hasta que llegue Irina.
El Coyote entró de nuevo en la casa y utilizando siempre los caminos más oscuros llegó hasta la habitación de Carmen Coronel. Al empujar la puerta vio a la joven y a Irina sumidas en un profundo sueño. También Luis Vanegas dormía profundamente.
Extrañado por aquel espectáculo, El Coyote se acercó a las dos mujeres y las tocó suavemente en la espalda. Ninguna de las dos se movió. Sobre una mesita cercana se veían unas tazas con restos de café.
El Coyote sonrió enigmáticamente; luego fue hacia un rincón y, desenfundando un revólver, dejóse caer en un sillón y esperó pacientemente.
Fueron pasando los minutos. El Coyote aguardaba sin impaciencias. De cuando en cuando dirigía una mirada al herido, que seguía descansando apaciblemente.
De súbito, cuando ya hacía media hora que estaba allí, El Coyote oyó que unos pasos muy quedos se acercaban a la puerta. Ésta empezó a abrirse y por la ranura que quedó, el hombre que llegaba pudo ver a las dos mujeres que dormían junto al lecho del herido. Entonces abrió más la puerta y entró en la habitación. Llevaba una larga capa y se cubría el rostro con un capuchón negro. Con la mano derecha empuñaba un cuchillo.
Dio tres pasos hacia el lecho en que yacía Luis Vanegas, antes de darse cuenta de que no todos cuantos estaban allí se encontraban durmiendo. Una fría voz le sacó de su error al ordenarle:
—Levante las manos, señor mascarón.
Pero el encapuchado no demostró ningún deseo de obedecer. Volviéndose como una centella, lanzó su cuchillo contra El Coyote, que se tuvo que dejar caer al suelo para evitar el acero que pasó silbando sobre su cabeza. Sin embargo, desde el suelo hizo dos disparos de revólver contra el misterioso personaje.
Éste saltó hacia atrás lanzando una imprecación y corrió en seguida hacia la puerta, ante el infinito asombro del Coyote, que estaba seguro de haber alcanzado con las dos balas el corazón del encapuchado. Hasta entonces nunca había fallado un blanco tan seguro como aquél.
Cuando, repuesto de su sorpresa, El Coyote salió de la habitación, el corredor estaba vacío.
—¿Has visto a alguien? —preguntó a Juan Lugones, que había acudido al oír los disparos.
—No. Por donde yo subí no bajó nadie. ¿Por qué tendrán tanto interés en matar a ese chico, si ya no tiene que heredar nada?
—Porque nadie es tonto hasta que comete el primer error —dijo El Coyote—. Eso lo dicen los chinos y es verdad. Quédate aquí vigilando a Luis Vanegas. Yo me llevo a Irina.
Levantó en brazos a Irina y salió de la habitación después de que Juan Lugones se hubo asegurado de que no había nadie en el pasillo. El Coyote sostenía en brazos a Irina en tanto que con la mano derecha continuaba empuñando su revólver.
Unos minutos después llegaron al lugar donde aguardaba Mariñas.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el antiguo bandido.
—Sólo está dormida —respondió El Coyote—. Llévala a un lugar seguro y no vuelvas nunca más por estas tierras. Recuerda que eres Roberto Cifuentes.
—Pierdo un montón de dinero; pero aún me queda lo suficiente para emprender una nueva vida, señor Coyote —dijo Mariñas tomando el cuerpo de Irina—. Creo que esta mujer merece todos los sacrificios que se hagan por ella.
—Eso y muchísimo más —sonrió El Coyote—. Buena suerte, Mariñas.
El resto de la noche lo pasó El Coyote junto a la cabecera de la cama de Luis Vanegas. A la madrugada consiguió despertar a Carmen.
—¿Cómo he dormido tanto?… —preguntó la joven.
—No se preocupe. Yo he velado por usted.
—¿Y la princesa…?
—Se ha marchado muy lejos.
—¿Es que la han matado? —preguntó Carmen.
—No —sonrió El Coyote—. Ha ido lejos; pero no tanto. Espero que sea muy feliz. Se lo merece. Ahora cuide usted al herido y cierre la puerta con llave.
En vez de salir por la puerta, El Coyote deslizóse por la ventana, y la sombra que esperaba en el pasillo con una escopeta de dos cañones cargada de gruesos perdigones y dispuesta para ser disparada en cuanto apareciese El Coyote, tuvo que marchar a su habitación sin haber logrado sus deseos. No podía esperar ya más, si no quería exponerse a ser descubierto por los demás huéspedes del rancho.
Cuando a las nueve Guadalupe bajó en busca de su carruaje, encontróse con que habían desaparecido todos los caballos del rancho y era imposible marcharse.