Capítulo VI:
Vuelta de Guadalupe

Denis Riley recorrió con la mirada el grupo que estaba reunido ante él. Eran nueve hombres de expresión desconfiada, que años antes habían sido amigos; pero que ahora se odiaban a muerte.

—Estamos haciendo el loco —dijo.

—¿Para decirnos eso nos has reunido? —preguntó Zúñiga.

—No, no ha sido sólo para deciros que somos unos locos, sino para buscar una solución a nuestro problema. Desde que llegamos han muerto dos hombres, y otro, a pesar de haber perdido el derecho a la herencia, ha estado a punto de ser asesinado. ¿Quién ha matado a Redondo? ¿Quién apuñaló a Vázquez? ¿Quién disparó sobre el hijo de Vanegas? El culpable puede ser uno solo o también puede tratarse de la obra de tres de nosotros. Si continuamos así, dentro de dos semanas no quedará casi nadie.

—Más parte para los que queden —dijo Hugo Serrano.

—Desde luego, si es que queda alguien —replicó Riley—. Creo que adivináis la verdad, ¿no? Fernando Coronel nos tendió una trampa para que nos destruyéramos mutuamente. ¿Por qué lo hizo? Para vengar a su hermano. Ya sabéis que siempre creyó que uno de nosotros, o bien todos juntos, intervinimos en su asesinato. La única duda que le cabía era si habíamos sido nosotros o si fue El Diablo.

—Yo no tuve nada que ver con la muerte de Julio Coronel —dijo Mariñas—. Era un hombre honrado. Pero sabía que vosotros no lo erais. Acudió a mí en busca de ayuda. Me prometió cien mil dólares si descubría lo que os proponíais hacer. Sospechaba que le estabais robando, que conocíais la dirección de la veta principal del oro. Erais socios de su empresa; pero él era dueño absoluto. Después de su muerte la mina pasaba a ser propiedad de todos los demás, incluyendo a su hermano.

—El Diablo ha cambiado mucho —rió, ásperamente, Bandini—. ¿Desde cuándo echa sobre los demás sus culpas?

—Tal vez desde que emparentó con la aristocracia rusa —rió José Maldonado.

La mano de Juan Nepomuceno Mariñas movióse velozmente y en ella apareció, de pronto, un pequeño Derringer de dos cañones.

—Debiera matarte, Maldonado —dijo con temblorosa voz el famoso forajido—. Y lo haría si no quisiera evitar que se creyese que lo hago para cobrar tu parte de la herencia.

José Maldonado palideció como un muerto. Su mano derecha estaba muy cerca de la culata de su revólver, pero, por muy de prisa que lograra desenfundarlo, jamás podría ser más veloz que el dedo que estaba apoyado en los dos gatillos del Derringer.

—No he querido ofenderte —tartamudeó—. Perdona. Sólo era una broma.

—Esas bromas se pagan a veces muy caras —replicó Mariñas—. Voy a cederos mi parte de la herencia. Me marcharé mañana y dejaré que os destruyáis entre vosotros. Antes de que le asesinarais, Julio Coronel me dijo algo. Sé de quiénes sospechaba y de quiénes no; pero creo que se equivocó al juzgar que entre vosotros había alguno decente. Sólo lamento que entonces no me fuera posible hacer nada por Julio Coronel; pero, en cambio, tengo una satisfacción: la misma que debió de tener su hermano al nombraros herederos de novecientos mil dólares: la de que os mataréis unos a otros y el dinero no será disfrutado por ninguno. Adiós. Desde ahora sois nueve a repartiros la herencia. Ya os corresponden cien mil dólares por cabeza. Y dentro de poco os tocara a más.

Volviéndose hacia Denis Riley, Mariñas agregó:

—Tú, Denis, si eres prudente, harás como yo. Deja que ellos se maten.

Comenzaba a anochecer y en el salón se destacaban los pálidos rostros de los diez hombres allí reunidos. Mariñas fue retrocediendo de espaldas hacia la puerta, sin dejar de apuntar con su Derringer a José Maldonado.

Éste le seguía con mirada llena de odio, y cuando le vio a unos veinte metros de distancia, bajó velozmente la mano hacia la culata de su revólver.

Demasiado tarde se dio cuenta Mariñas del terrible error cometido. Había dejado en su cuarto sus revólveres y su única arma era el Derringer, pero éste por su corto alcance y falta de precisión, sólo era eficaz a cinco o seis metros. Más allá, ni el mejor tirador del mundo era capaz de dar en un blanco que resultaba fácil con un revólver del 44 o el 45. Maldonado lo había comprendido y ahora tenía la seguridad de poder vengarse de su odiado adversario. Sin prisas, con una lentitud llena de seguridad, apuntó a Mariñas y apretó el gatillo.

La estancia retembló a causa de las detonaciones. Primero sonaron los dos disparos del Derringer de Mariñas y luego, simultáneamente, se oyeron otras dos detonaciones.

José Maldonado encogióse como si hubiera sido herido por un rayo y su disparo se perdió contra el suelo. Después cayó sobre su humeante revólver y quedó inmóvil.

Sólo al cabo de varios segundos se dieron cuenta todos de que la bala que había atravesado el corazón de José Maldonado le llegó por la espalda, disparada desde la ventana que estaba detrás de él y por la cual estaba entrando la humareda del disparo.

Denis Riley corrió a aquella ventana, en un vano intento de descubrir a la persona que había matado a Maldonado y salvado la vida de Mariñas. No vio a nadie. El autor del disparo había dispuesto de tiempo suficiente para escapar.

Aquella inesperada intervención aterró a los herederos de Fernando Coronel. Al cabo de varios minutos de silencio abandonaron el salón, en el cual sólo quedaron Denis Riley y el cadáver de Maldonado.

Cuando Irina supo lo ocurrido, dijo, con plena seguridad:

—Ha sido El Coyote. Acude esta noche a la cita.

Poco después, protegido por las crecientes sombras, Juan Nepomuceno Mariñas abandonaba el rancho Coronel en dirección hacia la cabaña indicada en la nota recibida.

* * *

Guadalupe Martínez se sentía feliz. ¡Qué loca había sido al imaginar que El Coyote desoiría su petición! ¿Cómo pudo creer que su marido no la amaba? ¿Por qué imaginó que incluso le era infiel cuando, en realidad, lo que estaba haciendo era salvar al hombre por cuya vida ella había intercedido?

La noticia del triunfo de Teodomiro Mateos no la engañó. Ella sabía quién había movido los hilos de aquella acción. Ella sabía quién era el verdadero triunfador. Y también sabía, porque alguien le llevó la noticia, que El Coyote estaba luchando en el rancho Coronel para ayudar a unos hombres cuyas vidas estaban en peligro.

En cuanto supo la verdad no vaciló ni un segundo. Su puesto estaba en aquel rancho, junto a su marido. Junto al Coyote, para ayudarle en lo que él necesitara.

En aquellos momentos, cuando ya el sol se había ocultado tras las montañas para ahogar su fuego en las aguas del Pacífico, Guadalupe sentía la intensa emoción de hallarse de nuevo cerca de su marido. Había alquilado un coche para llegar al famoso rancho Coronel. Poco antes acababa de cruzarse con un escuadrón de caballería del fuerte de Nueva Almadén. Sin duda se trataba de jinetes en maniobras, pues iban muy armados y conducidos por un alto oficial.

A lo lejos vio la blanca y enorme casa del rancho. ¡Pronto se hallaría en los lugares donde se encontraba su marido!

¿Su marido? No, aún no lo era; pero ya habían desaparecido todos los obstáculos que se oponían a su felicidad. ¡Todos absolutamente! Y cuando volvieran a Los Ángeles…

En aquel momento el coche abandonó la carretera particular del rancho. Los caballos corrían con más energía que antes y en pocos minutos alcanzaron su meta.

Guadalupe repasó mentalmente lo que debía decir. ¿Cómo justificaría el quedarse allí?

A través de una de las ventanillas del coche vio a dos hombres que marchaban cargados con un cesto lleno de verdura. Eran Evelio y Juan Lugones. ¿Sería prudente que la vieran? Eran amigos de su mando. Eran sus más fieles servidores; pero ni ellos conocían la otra identidad de su misterioso jefe. No debía decirles nada y, a ser posible, no debía dejarse ver por ellos.

Un hombre avanzó hacia el carruaje. Al ver a Guadalupe demostró cierta sorpresa.

—Buenas tardes, señora —saludó—. ¿Puedo preguntarle el motivo de su visita?

—Quería llegar a Monterrey esta noche; pero no me será posible —contestó Guadalupe—. Y he pensado que tal vez pudiera pasar aquí la noche.

—Desde luego, señora…

—Me llamo Guadalupe Martínez y regreso de San Francisco a Los Ángeles. Sólo les molestaré una noche.

Marcos Ibáñez la ayudó a descender del coche, diciendo:

—En la casa hay otras dos señoras. En estos momentos se hallan atendiendo a un herido.

—Si puedo serles útil…

—No creo que sea necesario. Si tiene la bondad de seguirme la acompañaré a su habitación. Si está cansada podrá retirarse en seguida.

—Se lo agradeceré mucho.

Y Guadalupe entró detrás de Marcos Ibáñez en el trágico rancho Coronel.

* * *

Martín Hidalgo dio sus últimas instrucciones.

—El herido se halla fuera de peligro, aunque es posible que esta noche la fiebre le suba un poco. No se alarmen. Se tratará de una reacción de su organismo y, más que perjudicarle, le beneficiará.

Antes de salir de la habitación de Carmen Coronel, advirtió aún:

—A pesar de todo, si sienten alguna inquietud no vacilen en llamarme.

—No sé lo que hubiese sido de nosotros de no estar usted aquí, señor Hidalgo.

—Yo no he hecho casi nada —sonrió Martín Hidalgo, y salió de la habitación recordando aquel momento en que, agotados sus recursos, se disponía a abandonar el estudio de la medicina, que para él significaba más que la misma vida. Durante un año entero habíase esforzado en seguir adelante por el difícil camino elegido; pero sin bienes de fortuna, teniendo que depender de su trabajo, estudiando durante las horas que robaba al sueño, malalimentándose para ahorrar hasta el último centavo para dedicarlo a los estudios. Por fin, su resistencia llegó al límite y vendió sus libros de estudio, renunció a todas las ventajas adquiridas y lloró como un niño que ve destruidas sus ilusiones. Y en aquella hora negra de su vida, cuando volvió a su casa para escribir las cartas de dimisión para los hospitales en que seguía sus cursos, encontró en un paquete los mismos libros vendidos y en otro más pequeño, diez mil dólares y una carta firmada con una cabeza de coyote. En aquella carta se le decía que con los medios que se ponían a su disposición debía terminar la carrera iniciada, pero se le advertía que si alguna vez llegaba a recibir otra carta firmada con aquella cabeza, debería hacer lo que en ella se le ordenase. No se le exigía otro pago. Sólo obedecer. Y unos días antes, cuando ya había recibido su título y con el dinero sobrante acababa de establecerse en San Francisco, había llegado la carta del Coyote pidiéndole que adoptase la personalidad de un criado y acudiera, junto con las personas que encontraría en determinado lugar, al rancho Coronel, donde, sin duda alguna, tendría, como médico, mucho más trabajo que como criado. Ni por un instante pasó por su imaginación hacer caso omiso a aquella orden, ya que al obedecerla empezaba a pagar el inmenso favor recibido.

A poco de marcharse Martín Hidalgo, Luis Vanegas abrió los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—, no recuerdo nada…

Irina se puso en pie.

—Iré un momento a mi cuarto —dijo comprendiendo que era mejor dejar solos a los dos novios en aquellos momentos en que tanto tendrían que decirse.

Salió de la habitación y cruzó el pasillo, dirigiéndose hacia el ala del edificio donde estaban sus habitaciones. Iba sin temor alguno, pues sabía que su muerte no podía beneficiar a nadie. Cuando abrió la puerta de la habitación fue tan inesperado el espectáculo que encontraron sus ojos que no pudo contener un grito de asombro.

—Pero… ¿usted aquí?

El Coyote se puso lentamente en en pie y guardó el revólver que había estado sosteniendo con la mano derecha.

—¿De veras no me aguardaba, princesa?

La incredulidad de Irina era tan manifiesta que El Coyote preguntó, inquieto:

—¿Por qué me mira como si estuviese viendo un fantasma? ¿Es que me va a decir que no esperaba verme, o que no sospechaba mi presencia?

—Usted no es El Coyote —murmuró Irina.

—Nunca podemos ponernos de acuerdo acerca de mi personalidad, princesa. La última vez que nos vimos dijo que yo era don César. Luego le pidió, hace unos días, a don César que me avisara y cuando acudo…

Irina sintió que se le cerraba la garganta. Con un violento esfuerzo consiguió decir:

—Entonces… aquel mensaje no era suyo.

—¿A qué mensaje se refiere?

—A uno en que citaba a Mariñas en la cabaña…

—No; desde luego. No he enviado ningún mensaje… Pero ¿adónde ha ido Mariñas?

—Creyó que usted le había citado y yo insistí en que acudiera a la cita. ¡Y ahora le van a matar!

—¿En qué lugar era la cita? —preguntó El Coyote.

Irina le llevó hacia la ventana. Ya era de noche; pero a la luz de la luna llena se podía ver fácilmente la cabaña.

—Mariñas ha ido hacia allí —dijo Irina.

El Coyote quedó silencioso unos instantes. Luego dijo, lentamente:

—Aquella cabaña queda fuera de los límites del condado de San Fernando, princesa. Y este anochecer un escuadrón de caballería federal se dirigía hacia allí. Si encuentran a Mariñas, le ahorcarán o fusilarán sin perder un instante.

La angustia que expresó el rostro de Irina fue tan grande que El Coyote se detuvo cuando ya se disponía a salir de la habitación.

—¿Qué significa eso? —preguntó, volviendo hacia Irina—. ¿Amor?

—No sé —respondió Irina—. Tal vez sea algo mucho más grande. Su madre influyó muy perjudicialmente en él; pero es bueno, y en cuanto ha tenido una oportunidad de rehacer su vida la ha aprovechado. Nos casamos, y si no hubiera sido por este maldito testamento…

—¿Por qué lo aceptó?

—Dijo que era como un desafío que le dirigía desde el otro mundo don Fernando Coronel, y que debía aceptarlo o pasar por un cobarde. Hoy han estado a punto de matarle.

—Eso ya lo sé; pero ahora está corriendo un peligro mucho mayor. Adiós, princesa. Voy a luchar por su amor.

Estas palabras las dijo ya con la puerta abierta, y al volverse vio en el umbral de otra puerta, pálida, con los ojos llameantes y los puños cerrados contra el cuerpo, a Guadalupe. Antes de que pudiera decirle nada, Guadalupe dio un paso atrás, cerró violentamente la puerta y corrió el cerrojo.

El Coyote hubiera querido detenerse el tiempo suficiente para sacar a su esposa del error en que de nuevo acababa de caer; pero era ya muy tarde, y la vida de| Juan Nepomuceno Mariñas pendía de un hilo.