Capítulo V:
Los herederos de don Fernando

Los huéspedes de la hacienda vivían casi todo el día encerrados en sus habitaciones. La ausencia de Mariano Vázquez y de Luis Vanegas fue interpretada aquella noche como una prueba segura de que el número de herederos habíase reducido en dos más, o sea, a diez. Nadie expresó asombro ni miedo, y cuando fue hallado el cadáver de Vázquez, se le enterró en el cementerio del rancho Coronel, junto a la tumba en que reposaba Henry Hancock. Carmen observó que eran varios los que miraban de reojo y con rencor a Juan Nepomuceno Mariñas. Le creían autor de varios crímenes, y el menor motivo podría servir para que aquellos hombres tan rudos y salvajes convirtieran los salones del rancho en un campo de batalla. Al principio sólo algunos exhibían las armas de que eran portadores, mas después de la muerte de Redondo ni uno sólo dejó de ir provisto de un revólver o dos.

Ya no se comía en la mesa rectangular. La mayoría de los herederos lo hacían en sus habitaciones, con la puerta cerrada o trancada. Carmen e Irina eran las únicas que comían en el comedor. Dos días después de la muerte de Vázquez y de la desaparición de Vanegas, Irina preguntó de pronto a Carmen, durante el desayuno:

—Usted sabe que Luis Vanegas no ha muerto, ¿verdad?

Carmen miró, inquieta, a Irina, quien, adivinando lo que pasaba por el pensamiento de la joven, sonrió tristemente.

—De todas formas ya ha perdido su derecho a la herencia —dijo Carmen.

—Aunque no lo hubiese perdido, mi esposo no habría intentado nada contra él. No es el peor de los que se encuentran aquí.

—Su fama es terrible.

—Ha dejado ya atrás su pasado y ha emprendido una nueva vida.

—Pero se dice que dos hombres murieron a sus manos.

—Unos jueces le condenaron a muerte —dijo Irina—. Faltaban sólo unas horas para su ejecución; pero entonces intervino otro juez que lo indultó y le ayudó a huir.

—¿Quién fue ese juez? —preguntó Carmen.

El Coyote.

Carmen se sobresaltó.

—¿Es amigo suyo El Coyote? —preguntó.

La mirada de Irina se perdió en un punto vago.

—Sí —dijo al fin—. Yo estuve enamorada de él. Tal vez aún lo estoy. Espero que acuda a ayudarnos.

—¿Por qué espera que venga El Coyote? —preguntó Carmen.

—Le envié un mensaje. Estoy segura de que lo escuchará.

—¿Fue usted quien…?

Irina apretó fuertemente la mano de Carmen.

—¿Está aquí El Coyote? —preguntó, llena de ansiedad.

Carmen no se atrevió a contestar, mas por la expresión de Irina comprendió que ésta adivinaba.

—Fue El Coyote quién arregló lo de su novio, ¿verdad? —siguió Irina.

—No puedo decir nada —contestó Carmen.

—Por favor, si vuelve a verle, pídale que me busque. Necesito hablar con él.

Carmen se vio librada de la respuesta por un coro de voces que sonaron ante la puerta principal del rancho. Seguida por Irina fue a ver qué ocurría. Frente al rancho cinco hombres estaban hablando a la vez, tratando de explicar lo mismo, pero haciéndolo cada uno a su manera.

—Son los criados que pedí a San Francisco —explicó Marcos Ibáñez, cuando Carmen se acercó a preguntarle los motivos de aquella algarabía—. Ha debido de haber algún error, pues sólo dos de ellos sirven para criados; los otros tres son peones.

—Pero sabemos guisar muy bien —dijo uno de los tres peones—. Mis hermanos y yo hemos sido cocineros de varios equipos de vaqueros.

Irina observó atentamente a los tres hermanos. Aquellos hombres no le eran totalmente desconocidos. Los había visto en alguna parte; pero no podía precisar dónde.

—No teniendo nada mejor, debemos aceptarlos en lo que valen —dijo Marcos Ibáñez—. Siempre serán mejor que los indios que ahora nos sirven. ¿Cómo os llamáis?

Los tres hermanos se llamaban Juan, José y Pedro Sánchez, y los otros dos eran Jesús Roldan y Martín Hidalgo. Marcos Ibáñez los guió hacia la cocina y les expuso cuáles eran sus obligaciones. Juan y José Sánchez se quedarían en la cocina y harían lo posible por preparar comidas apetitosas para los que se encontraban en el rancho. Los otros tres harían las camas y limpiarían la casa. Marcos Ibáñez esperaba escuchar protestas y temía que los cinco hombres no se quisieran quedar allí; pero en cuanto anunció que el sueldo de cada uno de los criados sería de cinco dólares diarios, con un mes de trabajo asegurado, todas las protestas, si estaban a punto de producirse, fueron acalladas y en los cinco rostros brillaron otras tantas sonrisas.

Aprovechando esta favorable circunstancia, Marcos previno a los cinco criados que no debían asombrarse de nada de cuanto viesen, ya que en la hacienda podían ocurrir cosas algo raras; pero que sólo interesaban a los huéspedes, y en modo alguno a los criados.

—Mientras no os falte ni la comida ni el sueldo, deberéis ver, oír y callar —terminó Marcos.

Aquella tarde, Luis Vanegas regresó al rancho Coronel. Los ocupantes del mismo se encontraban en la terraza, respirando lo único puro que allí había: el aire.

—Creí que le habían matado —dijo Pedro Ugarte, sin saludar al reaparecido Vanegas.

—Para el caso es como si le hubiesen matado —replicó Antonio Zúñiga—. Ha estado fuera del rancho muchas más horas de las que hacían falta para perder el derecho a la herencia. No era preciso que volviese.

—No he vuelto por la herencia —replicó, despectivamente, Vanegas—. Ya sé que he perdido. Adiós.

—¡Le creía muerto, señor Vanegas! —exclamó el criado.

—No faltó mucho para que me matasen; pero aún estoy vivo, aunque he perdido mis derechos a la herencia.

—Tal vez se pudiera arreglar ese detalle —sugirió Marcos—. Si los demás herederos estuvieran conformes…

—Ni lo sueñe —rió Luis—. ¿Dónde está la señorita Carmen? Si he vuelto ha sido por ella.

—¿La ama? —preguntó, sonriente, Marcos.

—Sí —respondió Luis—. Cuando todo esto termine, nos casaremos.

—La señorita tiene muy bien ganada su felicidad —dijo con suave voz Marcos—. Estoy seguro de que serán ustedes muy felices. Pero tal vez hubiera hecho mejor no volviendo por ahora al rancho, señor.

—¿Por qué no había de volver?

—Alguno de los herederos puede intentar matarle.

—Ya no hay motivo para que se desee mi muerte. He perdido los derechos a la herencia.

Marcos Ibáñez movió la cabeza.

—No sé —dijo—. Casi todos los hombres que se encuentran en el rancho tienen sobre sus conciencias algún crimen y uno o dos de ellos los han cometido en esta misma casa. Creo que pueden pensar que la mejor manera de que un antiguo heredero no estorbe, consiste en matarlo. Crea el consejo de un viejo y vuelva a San Francisco o al lugar donde estaba antes de regresar. Aguarde allí a que pasen los días que faltan hasta finalizar el plazo.

—No —replicó con voz firme, Vanegas—. Permaneceré en esta casa hasta que pueda marcharme con Carmen.

—A su edad yo hubiera hecho lo mismo —sonrió Marcos—. Que Dios le proteja. Y si alguna vez puedo serle útil, no vacile en acudir a mí.

—Ya sé que es usted un buen amigo de Carmen, Marcos. No olvidaré su oferta. Ahora quiero ver a Carmen.

—Está en su habitación.

Cuando Carmen abrió en respuesta a la llamada que sonó en su puerta y vio a su novio, sus ojos se llenaron de alegría y de lágrimas.

—¡Ha habido momentos en que te creí muerto! —exclamó, apoyando el rostro en el pecho de su novio.

—Estoy vivo; pero he perdido mi derecho a la herencia.

—¿Y eso qué importa? El Coyote te ha salvado.

—Sí; me tuvo encerrado en una cabaña durante todos estos días. Fue varias veces a verme y hablamos acerca de lo que sucede en esta casa. Deberías abandonarla.

—Es mi casa, Luis. Cuando estos hombres se marchen podremos convertir esta hacienda en la más próspera de toda California. Tú me ayudarás. Entonces, la vida será hermosa.

—Estoy deseando que esos hombres se marchen o se mueran de una vez. Parecen buitres esperando que uno de ellos caiga muerto para echarse encima de él y devorarlo. Mira, ya se han marchado de la terraza. Seguramente habrán ido a encerrarse en sus habitaciones para idear algún plan de muerte contra cualquiera de ellos.

—Pero no contra ti, vida mía —murmuró Carmen, cogiendo entre las suyas las manos de su novio—. El Coyote te ha salvado para mí…

Carmen se interrumpió de súbito. Estaba de cara a la puerta y, de pronto, se dio cuenta de que se estaba abriendo poco a poco, cual si la empujara una suave corriente de aire. Pero en la habitación no se advertía corriente alguna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Luis, al advertir la inquietud de su novia.

—La puerta —musitó Carmen.

Luis Vanegas volvióse, y en aquel momento la puerta se abrió del todo y en el umbral apareció un hombre cubierto con una especie de larguísima túnica o capa que le cubría de los hombros hasta los pies, y que estaba completada por un capuchón que le ocultaba el rostro. Aquel hombre empuñaba un revólver y al abrir la puerta apuntó contra Luis Vanegas.

Este dio un salto de lado en el momento en que sonaba el primer disparo. Logró evitar la bala; pero no anduvo tan afortunado con la segunda, que le alcanzó en la cabeza, derribándolo.

Profiriendo un grito, Carmen lanzóse sobre él, tratando de cubrirle con su cuerpo. El encapuchado amartilló de nuevo su revólver; pero vaciló un momento, como temiendo no poder rematar al que tal vez estaba ya completamente muerto. Luego, corno se oyeran lejanos pasos y gritos, dio media vuelta y cerrando la puerta alejóse a toda prisa, hasta que sus pasos se perdieron por el lado opuesto a aquel por el que llegaban los que subían a averiguar lo ocurrido.

El primero en entrar en el cuarto de Carmen fue Martín Hidalgo, uno de los nuevos criados.

—¿Qué sucede, señorita? —preguntó. Y en seguida, al ver a Luis Vanegas, comprendió lo sucedido—. Déjeme verle —pidió—. Sé algo de medicina.

—¡Le han asesinado! —sollozó, desgarradoramente, Carmen—. ¡Le han matado!

La sangre cubría el rostro de Luis Vanegas, cuyo aspecto era, realmente, el de un muerto; pero Martín Hidalgo sólo necesitó unos segundos para anunciar:

—No, no ha muerto. Por fortuna para él tiene una cabeza muy dura y la bala se desvió al chocar contra el hueso; pero si llega a darle medio centímetro más abajo ahora estaría muerto.

En aquel instante llegaron Mariñas y Marcos Ibáñez.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al criado. Y en seguida—. ¿Ha muerto?

—No —contestó Carmen—. Sólo está herido. ¡Pero que Dios maldiga al asesino que quiso matarle! ¿Por qué querían quitármelo? Ya no es un obstáculo para nadie. ¡Ya tienen su parte de la fortuna!

Juan Nepomuceno Mariñas dijo con voz alterada:

—He estado a punto de renunciar a mi parte, señorita Coronel; pero le juro que seguiré hasta el final para desenmascarar al asesino o asesinos que intervienen en todo esto. Hasta hace poco yo me consideraba un hombre malo; pero ahora estoy viendo que soy mucho más decente que las víboras que habitan esta casa.

—No hables tan alto, Mariñas —dijo Ugarte, que también estaba en el pasillo, frente a la habitación—. Sobre tu conciencia pesan dos de los crímenes que se han cometido, y aún no sabemos si fuiste tú quien mató a Vázquez. Motivos no te faltaban.

—Motivos no le faltan a ninguno de nosotros —dijo Denis Riley—. Creo que debiéramos reunimos y llegar a un acuerdo.

—Los lobos nunca llegan a un acuerdo en el reparto de la presa —dijo Mariñas—. Comienzan a devorarla juntos y acaban devorándose entre ellos.

—Creo que, en vez de discutir, sería mejor atender al herido —dijo, suavemente, Marcos Ibáñez.

—Yo sé algo de medicina —explicó, de nuevo, Martín Hidalgo—. Si usted me lo permite, señor Ibáñez, le atenderé.

—Hágalo y no se preocupe de su trabajo —replicó el criado.

—Yo le velaré durante la noche —dijo Carmen.

—Y yo le ayudaré —anunció Irina, abriéndose paso entre los demás.

—Tengan la bondad de retirarse —pidió Hidalgo—. El herido necesita aire puro.

Todos los hombres fueron saliendo de la habitación, en la cual sólo quedaron las dos mujeres, el herido y Martín Hidalgo. Éste demostró en seguida que poseía algo más que simples conocimientos médicos, pues la destreza con que limpió la herida de Luis Vanegas era más propia de un profesional que de un aficionado.

De pronto, Irina le preguntó:

—¿Le ha enviado El Coyote?

Hidalgo la miró sonriente y preguntó:

—¿Cómo ha dicho? No he entendido bien.

—No tiene importancia —respondió Irina—. Aunque le hubiera enviado él, usted no lo diría. Sin embargo, ya estoy más tranquila. Sé que él no nos ha abandonado.

—Pero no ha podido evitar esto —sollozó Carmen—. Le salvó una vez; pero ahora sólo Dios le ha protegido.

Martín Hidalgo se interrumpió cuando estaba a punto de hablar; pero Irina, que no le perdía de vista, comprendió que aquel hombre era uno de los servidores del Coyote.

—Necesitaré agua hervida —dijo en aquel momento Hidalgo.

—Yo iré a prepararla —dijo Irina.

Salió del cuarto y cuando se dirigía a la cocina vio a Juan Nepomuceno Mariñas. Corriendo hacia él, le anunció:

—Ya lo sé a ciencia cierta: El Coyote nos está protegiendo.

Por toda respuesta, Juan Nepomuceno Mariñas le tendió un papel que sacó del bolsillo.

—Yo también lo sé —dijo—. Léelo. Alguien me lo metió en el bolsillo mientras estábamos ante la habitación de la señorita Coronel.

Trina desdobló el papel y leyó en voz baja:

Ve esta noche a las diez a la cabaña que se ve desde la ventana de tu cuarto. Aguárdame allí.

—Es su firma —dijo Irina.

—Puede ser una trampa —dijo, cautamente, Mariñas.

—No, es un mensaje del Coyote —insistió Irina—. No olvides que te salvó.

—Es cierto, iré.