Carmen Coronel escondió el rostro entre las manos.
—No puedo comprender lo que ocurre —dijo.
Luis Vanegas acarició los negros cabellos de la joven como si temiese quebrarlos. Tan leve fue la caricia que Carmen tardó varios segundos en advertirla. Pero entonces tampoco demostró que se diera cuenta de ella.
—Es una herencia maldita —siguió. Y luego, mirando de pronto a Luis Vanegas, pidió—: ¿Por qué no te marchas y abandonas tu derecho?
—¿Qué pensarías de mí si lo hiciera?
—Pensaría que me amabas tanto como dices.
—No, Carmen —replicó el joven—. Pensarías que soy un cobarde que se asusta porque han muerto unos hombres…
—Y morirán otros —replicó Carmen—. Y tú serás uno de ellos.
—No seas chiquilla.
Carmen rechazó la mano que trataba de acariciar sus mejillas.
—¡Déjame! —gritó, súbitamente furiosa—. Tú eres un hombre y puedes refugiarte en la fuerza de tu hombría. Tienes que ser valiente y te costaría mucho más ser cobarde; pero yo no tengo que defender ningún prestigio. Ayer noche no dormí. A cada momento esperaba oír un grito de agonía y que aquel grito hubiera brotado de tus labios. Cinco hombres muertos en menos de doce horas. Uno en la carretera, asesinado en lugar del primero que figura en la lista de herederos. Luego, el conductor de la diligencia; después, el hombre a quien debieron matar y no mataron, y por último, dos viajeros que aún no sé por qué murieron, como no fuese porque reconocieron al asesino del pobre conductor de la diligencia.
—Debieron de ser asesinados por otro motivo —dijo Luis Vanegas—. En esta tierra no tiene ninguna importancia el que reconozcas a un asesino. No pueden hacerle nada.
—Pero a Francisco Redondo le mataron porque deseaban reducir a doce el número de herederos —insistió Carmen Coronel. Luego agregó—: Nunca creí que llegara a odiar tanto un lugar por el que tanto he suspirado. Once años encerrada en un colegio, pensando en los años que pasamos en Remedios.
—Poco puedes recordar de entonces.
—Recuerdo una noche como ésta —murmuró Carmen—. Yo tenía unos ocho años y…
—Y yo trece —dijo Luis.
—¿La recuerdas? —preguntó en voz baja Carmen.
—Sí. Nunca la he olvidado. De Remedios llegaban los gritos y canciones de los mineros que celebraban la noche del sábado. Yo los consideraba unos hombres románticos. Eran casi unos bandidos y a muchos de ellos los buscaba la Ley.
—Pero tú decías que cuando fueses hombre serías como ellos… como era tu padre.
—Aquella noche lo dije. Y dije que cuando fuese mayor y tuviera mucho dinero me casaría contigo porque eras la chica que tenía la cara más bonita de todo Remedios.
—Era una mentira —murmuró Carmen.
—No. Lo dije de veras; pero no te lo pude repetir, porque aquella noche mataron a tu tío y tu padre se volvió como loco. Tu madre se te llevó lejos y hasta hace una semana no te volví a ver; pero siempre pensé en aquella niña con quien hablé tantas veces en Remedios.
—¿Aún sigues enamorado de ella?
—No. Ahora estoy enamorado de ti, que eres la más parecida a aquella niña.
De pronto, Carmen apretó con fuerza la mano de Luis.
—¿Has oído? —preguntó en voz muy baja—. Parece como si alguien anduviera por aquí.
Los dos escucharon; pero la sombra que se había ido aproximando al rincón del jardín donde se encontraban se detuvo y pareció fundirse con las otras sombras que proyectaba una media luna que flotaba en un cielo sin nubes. Allí aguardó varios minutos antes de dar otro paso más silencioso que el de un felino que va hacia su presa.
—No era nada —sonrió Luis.
—Desde ayer no vivo —dijo con temblorosa voz Carmen Coronel—. Siempre temo que ocurra algo, que te quieran matar para que seas uno menos a repartir la herencia. ¿Por qué extendió papá semejante testamento? Parece como si nos hubiera odiado a todos.
—Debía de odiarnos; pero no adivino el motivo.
La sombra había llegado ya muy cerca. Tanto, que casi se confundía con las que proyectaban los cuerpos de los dos jóvenes. La luna se reflejó un breve instante en una superficie metálica. Luego se oyó un silbido, un golpe sordo, un grito cortado en seco, y en seguida, la caída de un cuerpo que quebró ramas y arbustos floridos para quedar tendido en medio de un rectángulo de luz plateada.
Al sonar el primer ruido, Luis Vanegas se colocó de forma que con su cuerpo cubriera el de Carmen, a la vez que su mano derecha desenfundaba el largo revólver que pendía de su cintura. Luego, cuando la luz de la luna reveló la figura del hombre que yacía en tierra con un puñal hundido en la espalda, hasta la cruz, Luis amartilló el arma, preguntando:
—¿Quién está ahí?
—Un amigo —contestó una voz.
—Salga de donde está —ordenó Luis Vanegas—; pero hágalo con las manos en alto.
—Guarde el revólver, señor Vanegas —replicó la voz—. Si quisiera hacerle daño podría hacérselo desde aquí, en lugar de reducir en su favor el número de herederos.
—¿Qué quiere decir? —tartamudeó Luis acercándose al cadáver, cuyo rostro quedaba parcialmente iluminado por la luna—. ¡Es Mariano Vázquez! —exclamó al reconocer al muerto.
—¡El segundo de la lista! —exclamó Carmen.
—Si lo maté, no lo hice por salvar a su novio, señorita —dijo la voz, que ahora llegaba desde más cerca.
Luis Vanegas levantó la cabeza y vio ante él a un hombre que llevaba el rostro cubierto por un negro antifaz y que vestía a la mejicana. De su cintura pendían dos revólveres.
—¿Quién es usted? —preguntó Carmen.
Fue Luis quien dio la respuesta, murmurando:
—¡El Coyote! —y luego agregó—: ¡Nunca creí que existiera de verdad!
—Lo ha comprobado muy oportunamente para usted —dijo el enmascarado—. No tuve más remedio que matarle, pues ya se disponía a lanzar un cuchillo contra la espalda de usted, señor Vanegas.
—¿Por qué? —preguntó el joven.
—Es usted el tercero de la lista de herederos, ¿no? Sin duda, el señor Vázquez pensó que, una vez saltado el turno al tercero, el segundo, o sea él, quedaría libre de todo riesgo.
—¿Por qué nos ha ayudado? —preguntó Carmen—. He oído hablar mucho de usted, señor Coyote. Unos le llaman bandido. Otros dicen que es usted bueno. ¿Quiénes tienen razón?
—Ninguno. No soy un bandido; pero no soy bueno. Sólo los débiles son buenos, porque no pueden ser otra cosa. Los fuertes solemos ser malos. Esto es una muestra —y El Coyote dio con el pie al cuerpo de Mariano Vázquez.
—Pero él trataba de matar a Luis —dijo Carmen.
—Sí; es cierto. Pensaba hacer una cosa mala y yo le castigué. Ya no volverá a hacer nada malo… ni nada bueno.
—Nunca olvidaré lo que ha hecho usted por nosotros —dijo Carmen.
—Tal vez algún día tenga que pedir su ayuda, señorita. Y ahora voy a seguir ayudándola. Usted debe de saber lo que son unas maniobras militares, ¿verdad, señor Vanegas? Unas maniobras militares es reñir una guerra en la cual un cartel colocado en un puente basta para que se suponga que el puente ha sido volado y no se puede pasar por él. Un pelotón de soldados que van charlando alegremente son supuestos cadáveres. Pues bien, de no haber intervenido yo, usted, señor Vanegas, sería a estas horas un cadáver, ¿no?
—Puede que…
—Tenga la seguridad de que estaría convertido en un cadáver exacto al del señor Vázquez. Es decir que, de acuerdo con las leyes de maniobras militares, usted ha sido muerto y está fuera de combate.
—Pero usted me ha salvado…
—No le he salvado. Le he transformado de cadáver en prisionero… Durante veinticuatro horas se hallará usted fuera de combate, y, de acuerdo con las cláusulas del testamento, perderá, automáticamente, todo derecho a la herencia. De esta forma quedará a salvo de los ataques de los herederos ansiosos de limitar a dos o tres el grupo que debe repartirse la herencia de don Fernando Coronel.
Luis se volvió hacia Carmen.
—¿Lo has preparado tú? —preguntó.
—No, no —se apresuró a replicar El Coyote—. Todo ha sido ideado y realizado por mí. Desde el lanzamiento del cuchillo contra la espalda del señor Vázquez, hasta este golpecito que me enseñó un chino…
Mientras pronunciaba estas palabras, la mano de don César cayó de plano, como si fuese un cuchillo, contra el cuello de Luis Vanegas, que sin lanzar ni un grito desplomóse sin sentido en los brazos del Coyote, que lo dejó en el suelo, junto al cadáver de Mariano Vázquez.
—¿Qué le ha hecho? —preguntó, llena de angustia, Carmen.
—Calmar un poco su espíritu batallador, señorita —replicó El Coyote—. Su padre tenía grandes motivos de odio contra trece hombres. Le habría gustado mucho vengarse; pero jamás hubiera podido matarlos a todos sin exponerse a ser ahorcado. Por eso proyectó el maquiavélico plan de que fuesen ellos mismos quienes se mataran entre sí. Creo que lo está logrando y que incluso ha logrado algo más, o sea que El Coyote matara a Mariano Vázquez. Su plan era, como he dicho, maquiavélico. Deja a sus enemigos una hipotética fortuna a repartir entre aquellos que queden vivos al cabo de treinta días de convivencia con los demás herederos. Y los sitúa en un lugar donde, a causa de determinadas circunstancias, no hay Ley y se pueden cometer toda clase de crímenes en la mayor impunidad.
—¿Cómo pudo hacer mi padre semejante cosa? —preguntó Carmen.
—¿No le contó su madre por qué se separó de él?
—Sólo recuerdo que me decía que mi padre era bueno; pero que, a veces, veía las cosas de muy distinta manera de como las vemos nosotros.
—Así debió de ser. Su odio exacerbado y complicado con algún trastorno mental le hizo poner en práctica esta terrible trampa. Su novio ha caído en ella. Si le dejamos, su vida seguirá peligrando. En cambio, si pasa treinta o cuarenta horas fuera del rancho, perderá sus derechos y usted tendrá un novio o un marido que, de otra manera, hubiera muerto a manos de cualquier ambicioso.
—¿De veras cree que todos esos hombres se matarán entre sí para reducir a uno o a dos el número de herederos?
—Y hasta es posible que a última hora los dos supervivientes se maten entre sí y el tesoro quede perdido para siempre. Si tiene algún reparo que oponer, me retiraré y no trataré de seguir ayudándoles.
—No; haga lo que usted crea más conveniente… Pero sálvele la vida.
—Se la salvaré con la condición de que usted me cuente algunas cosas acerca de su familia.
—¿Qué desea saber?
—Ahora nada; pero a su debido tiempo la visitaré para hacerle unas preguntas. Ahora llevaré a su novio a un lugar seguro y dentro de un día y medio se lo devolveré sano y salvo y asegurado de accidentes.
—¿Por qué nos quiere ayudar? —preguntó Carmen en tanto que El Coyote cargaba sobre su hombro el cuerpo de Luis Vanegas.
—Porque son ustedes jóvenes —sonrió El Coyote—. Nunca me ha gustado ver unos ojos jóvenes y tan bonitos como los suyos humedecidos por las lágrimas, y mucho menos, ver cerrados para siempre unos ojos como los de su novio. Ahora sólo le pido que no diga a nadie que El Coyote ha intervenido en este asunto.
—Pero preguntarán los motivos de la desaparición de Luis…
—Deje que supongan lo que más les guste.
—No podré resistir mucho tiempo esta situación —murmuró Carmen Coronel—. Usted no sabe lo que es vivir en medio del odio.
—Haremos lo que podamos para que la situación se abrevie lo más posible. Entretanto me llevaré a su novio y le ocultaré hasta que pueda volver sin ningún riesgo.
—Yo le creo muy bueno, señor —dijo Carmen, tendiendo la mano al Coyote, quien se la llevó a los labios y la besó suavemente, partiendo en seguida a través del bosque.
Cuando Carmen dejó de oír sus pasos volvió hacia el rancho de su padre, preguntándose qué motivos pudo tener el autor de sus días para odiar con tanta intensidad a trece hombres hasta el punto de condenarlos a que se destrozaran entre sí por una cantidad de dinero.