El tañido de la campana corrió por el pasillo introduciendo sus ecos en cada una de las habitaciones, hasta ir a estrellarse contra la pared del fondo. Un momento después se fueron abriendo las puertas y asomaron por ellas los viajeros de la diligencia.
Ninguno parecía muy animado y, de nuevo, la impresión de que estaba en un convento se adueñó de don César, pues los que iban a cenar lo hicieron sin cambiar apenas algún que otro silencioso saludo.
Don César sentía una gran curiosidad por conocer a los demás ocupantes de la casa, de quienes sólo tenía vagas referencias acerca de su presencia en la misma. ¿Quiénes eran?
Cuando, guiados por Marcos Ibáñez, que les aguardaba en el vestíbulo, llegaron al enorme y conventual comedor, vieron que ya todos los demás se encontraban allí, sentados a lo largo de una gran mesa. La mirada de don César corrió por ella y se detuvo un breve instante en Luis Vanegas y luego, llena de asombro, se detuvo más prolongadamente en dos personas a las que, ciertamente, no esperaba ver allí. Una de aquellas personas era Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo, y la otra, que estaba a su lado, Odile Garson, la falsa princesa Irina[3].
—¿Qué le ocurre, señor de Echagüe? —preguntó Marcos Ibáñez, al notar el sobresalto de don César, junto al cual se encontraba en aquel momento.
—Nada —replicó el hacendado—. Sólo que he visto a unos conocidos a quienes no esperaba encontrar aquí.
—Confío en que serán conocidos agradables —dijo Marcos.
—Ni agradables ni desagradables. Sin embargo no veo al conductor de la diligencia.
—No hemos dado con él. Tal vez se haya perdido por el bosque. La hacienda está casi rodeada por uno muy denso en el cual se han extraviado ya varios de los invitados. Su mesa es aquella otra, don César. En ésa sólo se sientan los herederos.
Mientras Francisco Redondo era guiado hacia la mesa a la que se sentaban Irina y El Diablo, los demás fueron instalados en otra mesa presidida por un hombre de descarnado rostro y cuya ganchuda nariz, junto con su negro traje, le daba un pronunciado aspecto de buitre. Dirigiéndose a este hombre, Marcos Ibáñez explicó:
—Señor Marín, ya le dije a la cocinera que le preparase la sopa que usted encargó. Si no ha sabido interpretar debidamente sus deseos, le pido mil disculpas. No está muy práctica en preparar nuestros manjares.
—Si hubiera sabido que tenía que pasar tantos días en este odioso sitio hubiera traído mi propia cocinera —replicó Pablo Marín, el notario que debía dar lectura pública al testamento y cuya voz era tan desagradable como su aspecto.
Mientras se sentaba, don César notó que la mirada de Irina estaba fija e interrogadora en él. ¿Qué podía hacer allí Irina? ¿Bajo qué personalidad se había presentado?
—¿Quién es la señora que está sentada ante aquella mesa? —preguntó a Marcos cuando éste se inclinó para servirle un ardoroso plato de chile con carne.
—Es la señora de Mariñas —respondió Marcos—. Su esposo está a su izquierda. ¿La conoce?
—Recuerdo haberla visto en Sacramento. Gracias, no me sirva más.
—Excuse las deficiencias de la comida, don César —pidió Marcos—. Esas indias son lamentables.
Lo más disimuladamente que le fue posible, don César procuró observar a los que se sentaban a la otra mesa. Desde el primer momento advirtió que Francisco Redondo parecía conocerlos a todos, pero que la amistad que le unía a ellos no era muy grande. También observó que Mariñas no parecía sorprenderse de que Redondo estuviese vivo.
La compañía fue tan silenciosa como lo hubiera sido en un convento. El comedor estaba alumbrado por grandes hachones metidos en pesados candelabros de reluciente bronce. En una mesita algo apartada se hallaba Carmen Coronel. El ambiente de la sala era sumamente opresor y más que una cena de seres humanos, aquélla parecía una comida de fantasmas. El rojo contenido de los platos acentuaba esta impresión, pues parecía que cada uno de los invitados tenía ante él un recipiente lleno de sangre.
El segundo plato fue cerdo asado y la cena terminó con abundancia de frutas.
—Tiburcio no ha bajado —dijo de pronto Carlos Morales, cuya voz llegó a todos los rincones del comedor, atrayendo hacia él las miradas de cuantos se encontraban allí.
—Los muertos no bajan nunca a los comedores de los vivos —dijo Hancock, el jugador profesional.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Romualdo Pacheco, mirando con irritación a su compañero de viaje.
Éste le devolvió una despectiva mirada y estas palabras:
—Porque usted y yo sabemos que nuestro conductor ha muerto, ¿no?
—Yo no sé nada —replicó Pacheco cuya frente se perló de grasientas gotitas de sudor que lo mismo podían ser provocadas por el fuego del chile con carne que por las palabras del tahúr.
Éste replicó:
—¿No sabe lo que vio en la habitación de Cadenas? Entonces, ¿por qué entró en ella y se apresuró a salir, pálido como un fantasma?
—No sé de qué me habla —respondió, con violento tartamudeo, el grueso viajero—. No sé nada. No vi nada…
—Usted vio lo mismo que yo —dijo Hancock—; pero si tiene miedo de decirlo, puede callárselo; mas no trate de fingir asombro por la ausencia de Tiburcio Cadenas.
—Cuando quieran podemos pasar al salón —dijo en aquel momento Pablo Marín, levantándose—. De acuerdo con las cláusulas del testamento, deben asistir a su lectura todos los que se encuentren en la casa y no sean criados o empleados. Usted, Marcos, queda libre de esa prohibición y debe escuchar las últimas disposiciones del que fue su amo.
—Yo preferiría acostarme… —dijo Romualdo Pacheco.
Pero cuando vio que ninguno más de sus compañeros de mesa le hacía coro y pensó en que tendría que subir solo al pasillo donde estaban sus habitaciones, decidió seguir a los demás al salón donde se iba a dar lectura al testamento.
El salón era muy espacioso y estaba amueblado con riqueza y severidad, a base de muebles oscuros y más sólidos que cómodos. Frente a una mesa de estilo renacimiento español se alineaban trece sillones de alto respaldo, formando un pronunciado arco en cuyos extremos se encontraban varios sillones frailunos hacia los cuales fueron guiados los viajeros. Irina se hallaba ya sentada en uno de ellos y sus ojos pidieron a don César que se sentase en el que estaba libre junto a ella.
—Buenas noches, princesa —saludó César de Echagüe al hacer lo que se le pedía.
—¿Quién le envía? —preguntó Irina, con voz tensa.
—Nadie.
—¿Por qué ha venido?
—Porque alguien que dice ser El Diablo nos detuvo el tiempo suficiente para matar a uno de los viajeros y llevársenos los caballos.
—Juan no ha hecho eso. ¿Viene usted como Coyote?
—¡El Coyote! ¿Quién es El Coyote?
—No se burle de mí. ¿Es cierto que han asesinado a uno de sus compañeros?
—Yo vi su cuerpo; pero no se ha encontrado su cadáver.
—El hombre que extendió el testamento que va a oír, era un ser diabólico. Legó una fortuna con el solo objeto de que sus herederos se mataran entre sí.
Pablo Marín se había instalado detrás de la mesa, frente a los sillones que ya estaban ocupados por entero, y tras un agrio carraspeo comenzó:
—El testamento que voy a leer es ya conocido por todos ustedes, o sea, los herederos de don Fernando Coronel que en gloria esté. A cada uno de los trece herederos le envié, a su debido tiempo, una copia del mismo junto con una citación para que en un plazo que termina a las doce de esta noche se personaran en esta casa. En realidad podría ahorrarme la lectura del testamento que, por otra parte, no puede ser más breve. Sin embargo, en dicho testamento se exige que sea leído ante los herederos para que se tenga la seguridad de que cada uno de ellos se hace perfecto cargo de las condiciones del mismo. Quienes acepten la herencia, deberán entregarme, firmada, la copia del testamento que les remití.
El notario carraspeó de nuevo y miró interrogadoramente a los herederos, luego prosiguió:
—El testamento de don Fernando Coronel es ológrafo, o sea que lo extendió con su propia mano y es perfectamente válido. Su fecha es la de dos días antes de su muerte. Dice así:
Yo, Fernando Coronel, natural de San José, California, de sesenta y ocho años de edad, viudo, en pleno uso de razón y con plena conciencia de cuanto aquí escribo, dispongo: Que mi hacienda conocida por el rancho Coronel, que ocupa por entero los límites del condado de San Fernando, pase, con todos los rebaños, máquinas, casas y demás bienes, muebles e inmuebles, a poder de mi hija Carmen Coronel, disponiendo que para los primeros gastos de explotación, reciba mi citada hija todo el dinero que se encuentre en los bancos, a mi nombre, y cuya suma total se eleva a ciento ochenta mil pesos, más los intereses que devengue hasta el momento en que sea retirado.
A mi criado Marcos Ibáñez lego la suma de treinta mil pesos, con la cual sufragará los gastos que se originen en la casa hasta el momento en que la herencia sea percibida por mis otros herederos.
A mis otros herederos, y en recuerdo de la buena amistad que en lejanos tiempos nos unió, lego la suma de un millón de dólares contenidos en un cofre de hierro que se hallará en el lugar conocido por mi fiel criado Marcos Ibáñez, quien de esta suma habrá de recibir la cantidad de cien mil dólares en el momento en que sea abierto el cofre.
Los herederos de la suma citada son:
Francisco Redondo.
Mariano Vázquez.
Luis Vanegas, hijo de Roberto Vanegas.
Pedro Ugarte.
Juan Nepomuceno Mariñas.
Mario Arcos.
José Maldonado.
Jaime Sola.
Denis Riley.
Hugo Serrano.
Fortunio Jiménez.
Antonio Zúñiga.
Arcadio Bandini.
Cuyas direcciones incluyo en documento aparte, afín de que cada uno de ellos reciba, con el tiempo suficiente, una copia de este testamento y pueda acudir, si lo desea, a escuchar la lectura del mismo que hará en mi casa el notario de la ciudad de San Francisco, Pablo Marín, quien, por dicho trabajo, así como por todos los relativos a la adjudicación de la herencia, recibirá la suma de diez mil dólares que le entregará mi hija Carmen Coronel.
Sólo tendrán derecho a su parte de los novecientos mil dólares aquellos de los herederos antes citados que permanezcan en mi rancho Coronel durante treinta días a contar de las cero horas un minuto del día siguiente a aquel en que se proceda a la lectura ante ellos de mi testamento. Aquellos que no acudieran a la lectura o que en el curso de los treinta días siguientes se ausentaran por más de veinticuatro horas del rancho Coronel o fallecieran de muerte natural o violenta perderán todo derecho a su parte de la herencia, pasando dicha parte a engrosar la de los otros herederos, quienes transcurridos los treinta días, se reunirán en el lugar que les indicará mi criado Marcos Ibáñez a fin de abrir el cofre que él les entregará. En ese momento distribuirán entre ellos la suma de novecientos mil dólares, a partes iguales. Los otros cien mil dólares, como ya he indicado, serán para premiar la fidelidad con que siempre me ha servido mi citado criado, Marcos Ibáñez.
Siendo yo la única autoridad legal en el condado de San Fernando, después de mi muerte no existirá ley alguna y por ello debo recomendar a mis herederos que se abstengan de violencias, pues ellas engendrarían otras violencias que nadie podría castigar hasta que el rancho tenga un dueño, es decir, hasta que mi hija se case.
Habiendo fallecido Roberto Vanegas, la parte de herencia que debía corresponderle pasa a su hijo Luis, ya que Luis también estuvo en Mina Remedios.
Esta es mi voluntad y es mi deseo que se cumpla en todos sus detalles, sin que pueda ningún acuerdo entre mis herederos alterar en lo más mínimo los términos del testamento ni anticipar la entrega de la herencia.
Y para que así conste y se verifique, firmo la presente en presencia de mi criado Marcos Ibáñez, que así podrá atestiguarlo.
FERNANDO CORONEL.
—Como ya habrán notado, se trata de un testamento redactado con bastante incorrección; pero que cubre todos los puntos que don Fernando deseaba dejar bien aclarados —dijo el notario—. La herencia de la señorita Coronel ha sido ya entregada y dentro de un mes ella se verá libre de la presencia de los otros trece herederos.
—¿Cómo podemos tener la seguridad de que existe realmente esa herencia de un millón de dólares, es decir, de novecientos mil dólares? —preguntó Mariano Vázquez.
Don César observaba atentamente a todos los herederos del extraño don Fernando Coronel, en especial a Mariano Vázquez. Era curioso que todos ellos tuvieran, poco más o menos, la misma edad: unos cuarenta años escasos. El hecho de que entre ellos figurase Juan Nepomuceno Mariñas hacía pensar en cuál debía de ser la calidad moral de los otros.
—Sólo podemos fiarnos de la palabra de Marcos Ibáñez —replicó el notario—. Es indudable que don Fernando obtenía beneficios enormes de su hacienda, con los cuales la fue ensanchando hasta alcanzar y sobrepasar los límites del condado donde en un tiempo existió la población de Remedios, donde estaba la mina que, al quedar agotada, provocó la emigración de todos los habitantes del lugar. Desde hace unos cinco años don Fernando no compró más tierras, y los beneficios acumulados durante dicho tiempo pueden calcularse en un millón de dólares; por lo menos así se desprende del repaso de los deficientes libros de contabilidad que el difunto llevaba.
—¿Es cierto que existe un arca con un millón de dólares dentro? —preguntó Mario Arcos, mirando al criado.
—Si alguno duda de la palabra de don Fernando, puede marcharse sin esperar a ver si existen o no los dólares —dijo Mariñas, entornando burlonamente los ojos y acariciándose el bigote.
—Y de paso correrá el riesgo de ser asesinado por El Diablo —gritó Redondo, mirando furiosamente a Mariñas—. Por eso intentaste matarme, ¿verdad?
—Cuando yo intento matar a alguien, a ese alguien no le queda la oportunidad de seguir diciendo tonterías. Muere y nada más.
—A veces los mejores ojos no saben ver —replicó Redondo.
—Mis ojos han visto lo bastante para saber que no soy el único que algunas veces se ha manchado las manos con sangre —replicó, violento, El Diablo—. Por lo menos yo concedo a mis enemigos la oportunidad de defenderse. No los degüello como hiciste con el conductor de la diligencia, a quien tú sabrás por qué mataste.
La mano de Francisco Redondo se hundió hacia el sobaco; pero la de Juan Nepomuceno Mariñas fue muchísimo más veloz que la suya y un destello metálico cruzó el aire con fuerte silbido; oyóse un choque y el cuchillo quedó clavado a la altura del corazón de Redondo, en tanto que éste lanzaba un alarido de dolor. Luego, con la otra mano, se arrancó el cuchillo, mostrando la mano derecha, que estaba bañada en la sangre que brotaba copiosamente de una enorme herida.
—Casi me has matado —jadeó.
Mariñas le encañonaba con un revólver. Avanzando hacia él, seguido por las ansiosas miradas de los otros once herederos, le quitó el revólver que llevaba en la funda sobaquera.
—Da gracias al Cielo de que tenías la mano encima del corazón —dijo.
—Es la segunda vez que tratas de asesinarme —dijo Redondo.
—Aún no he tratado de asesinarte, Pancho —replicó Mariñas—. No sé a qué te refieres; pero no olvides que si alguna vez me interesa matarte, lo haré de una manera que cuando te deje ya no será cosa de que llamen al médico, sino al enterrador. Y da, también, gracias al Cielo de que, por ahora, en el condado de San Fernando no existe ninguna ley, pues si no, esta noche serías ahorcado por el asesinato de Tiburcio Cadenas, a quien tú sabrás por qué has matado, de la misma forma que mataste a Julio Coronel.
—¡Yo no maté a Julio! —gritó Redondo, olvidándose del dolor de la terrible herida y de que se estaba desangrando—. ¡Lo matasteis vosotros!
—Les aconsejo un poco de calma señores —dijo fríamente el notario—. Han de vivir juntos durante treinta días y no es prudente que empiecen a insultarse. A menos que pretendan eliminar herederos.
—¡Ese hombre es un bandido a quien persiguen las autoridades de California! —gritó Redondo, señalando con su ensangrentada mano a Mariñas—. La horca le está aguardando.
—No olviden que, mientras esté aquí, el señor Mariñas se halla a cubierto de toda persecución —dijo el notario—. En el condado de San Fernando no existe ningún representante de la Ley; pero tampoco puede entrar en él ningún representante de otro condado. Les aconsejo, como hace don Fernando Coronel, que no empiecen a matarse entre ustedes, pues se exponen a que la herencia quede sin poderse adjudicar a nadie. Y ahora, aunque es tarde, regresaré a San Francisco. Volveré dentro de treinta días, si me necesitan.
—Un momento, señor Marín —dijo Marcos Ibáñez—. Ya que regresa usted a San Francisco, le agradecería mucho que llevara esta carta a la dirección que se indica en el sobre. Se trata de una solicitud para una agencia de colocaciones, a fin de que nos envíen la servidumbre que nos es necesaria.
Pablo Marín tomó la carta que le tendía el criado y la guardó en su cartera prometiendo:
—Ya la llevaré, aunque no tengo mucha confianza de que la petición surta efecto.
—También le agradeceré que haga enviar caballos para la diligencia y para mi coche —dijo don César—. Me gustaría poderme marchar lo antes posible.
—¿Se va usted? —preguntó Irina en voz baja.
—Claro —respondió, también en voz baja, don César—. A mí no se me ha perdido nada aquí.
—Tengo miedo —replicó Irina—. Muchísimo miedo. Todos esos hombres son unos asesinos de la peor especie.
—¿Incluyendo a su esposo?
—Él es el mejor de todos. Y ya sabe lo que ha sido.
—¿Por qué vinieron?
—Juan tomó el testamento como un desafío. Es incapaz de resistir la idea de que le tomen por un cobarde.
—Los que estén conformes con el testamento deben firmar la copia que recibieron y entregármela —recordó el notario.
Cada uno de los herederos sacó la copia y se la entregó al notario. Todos la habían firmado por anticipado. Sólo Francisco Redondo no lo había hecho, y mientras se vendaba la mano con un pañuelo, declaró:
—Luego la firmaré.
—Si quiere curarse la mano, vaya a la cocina —dijo Ibáñez—. Allí encontrará vendajes y todo lo necesario.
—Gracias, iré solo —replicó, rudamente, Redondo, a la vez que dirigía su furiosa mirada a Mariñas—. Esto me lo pagarás muy caro —aseguró.
Los herederos de don Fernando Coronel fueron saliendo del salón, en el cual quedaron sólo los viajeros de la diligencia, Irina, don César y Marcos Ibáñez, así como el notario, que estaba guardando las copias firmadas.
—No quisiera pasar un mes en esta casa —dijo, de pronto, el notario, cuya voz se humanizó por vez primera—. Sería como vivir en un nido de serpientes de cascabel.
Carmen entró en aquel momento. Estaba muy pálida. Dirigiéndose al notario, preguntó:
—¿Han aceptado?
—Sí, señorita —replicó Marín—. Me han entregado las copias firmadas…
El notario fue interrumpido por un grito de angustia y por una detonación que llegó del exterior. Todos los que estaban en el salón se miraron y luego varios de ellos corrieron hacia fuera. Don César permaneció sentado junto a Irina, que tampoco se movió. Los demás debieron de marchar en distintas direcciones, pues se oyeron, a la vez, carreras por el vestíbulo y por las escaleras que conducían a los dormitorios.
—Han matado a alguien —murmuró Irina.
—Pero no a su marido, princesa —sonrió don César.
—¿Cree que no lo temo?
—Si lo temiera hubiese corrido a averiguarlo.
—Mientras no vea quién ha muerto, no sabré, a ciencia cierta, si ha muerto o no.
—¿Está enamorada de él?
—Creo que no.
—¿Y teme por su vida?
—De todos los que están aquí él es mi único amigo.
—Yo también lo soy.
—No sé quién es usted, don César. ¿Por qué me engañó cuando estuve en su rancho?
—Tal vez no la engañé.
—Entonces es usted El Coyote.
—¡Cuidado! —previno don César—. Estas viejas paredes pueden tener oídos.
En aquel momento regresó Henry Hancock.
—Por fin han terminado con Redondo —explicó, indiferente—. Le echaron una cuerda al cuello y lo dejaron colgando de uno de los árboles que crecen junto a la cocina. Debía de llevar un Derringer en la mano izquierda y lo disparó al sentir la cuerda al cuello; pero le estrangularon antes de que pudiera afinar la puntería. Ya sólo quedan doce herederos. Ésta es una interesante y emocionante partida; pero no me gustaría tomar parte en ella. Las apuestas son demasiado altas.
—¿Quién puede ser el asesino?
—Cualquiera lo sabe. En un momento el jardín se llenó de gente. Todos los herederos estaban allí. Unos bajaron de sus habitaciones y otros pudieron llegar de cualquier rincón del jardín. La muerte de Redondo les beneficia a todos. Pero como dos asesinatos ya son más que suficientes por una noche, creo que yo me marcharé ahora mismo con usted, señor Marín. Creo que esta noche cometí un error al declarar cuáles eran mis cartas. No me gustaría terminar con una cuerda anudada al cuello.
—Lo peor es que no queda el remedio de llamar al sheriff: —dijo John Temple, que había entrado en el salón a tiempo de oír lo que decía Hancock—. Esto es un paraíso; pero sólo para los asesinos.
—Voy a preparar unos caballos —siguió Hancock—. ¿Nos acompañará usted, don César?
Irina miró ansiosamente al estanciero, quien con indiferente expresión contestó:
—Sí, creo que será más prudente no pasar la noche en esta casa. Al fin y al cabo, nosotros sólo exponemos la vida sin ninguna esperanza de beneficio. Los otros, en cambio, saben que cuantos menos sean al final, a más les corresponderá el premio.
—Si el señor Hancock lo desea, le acompañaré a las caballerizas —dijo Marcos Ibáñez, que regresaba del jardín—. Pueden dejar los caballos en el próximo parador de la diligencia. Así podremos recogerlos en cuanto tengamos la servidumbre que nos hace falta.
—Dígame dónde están las cuadras y qué caballos pueden cogerse —replicó el tahúr.
—¿No teme salir solo? —preguntó el criado.
—¿Por qué he de temer? Yo no soy heredero de don Fernando Coronel.
—Cualquiera lo creería por la prisa que tiene en marcharse —comentó Chapman, el comerciante en fincas.
—Cuando en una partida se han marcado las cartas para quitarle el dinero a otro, no es prudente intervenir, pues aunque la partida no vaya contra uno, sólo puede haber un ganador, y los demás, tengan o no la culpa, son perdedores obligados.
—Bien, por una vez opinaré igual que usted, Hancock —dijo don César—. Voy a decirle a mi criado que nos marchamos esta noche.
Saludando con una inclinación de cabeza a los demás, don César salió del salón, evitando tropezar con la mirada de Irina. Subió ágilmente la escalera y encaminóse a su habitación. Antes de llegar a ella se detuvo un momento. No había sido él el único en ver el cadáver de Tiburcio Cadenas. Otros dos lo habían visto. Éste era el motivo por el cual Hancock deseaba escapar de aquel rancho. Pero ¿qué había visto Romualdo Pacheco? ¿Qué pensaba hacer el grueso vendedor de vacas? Dispuesto a averiguarlo, dirigióse hacia la habitación que le había visto asignar y al ir a llamar con los nudillos advirtió que la puerta estaba abierta. Al empujarla se ofreció a sus ojos, ante todo, la cama y, sobre ella, con un cuchillo hundido en el cuello, estaba el cuerpo de Romualdo Pacheco, tan inmóvil como estuviera el de Tiburcio Cadenas.
—¡Dios mío! ¡Es horrible!
Don César se volvió. Era Irina quien había pronunciado aquellas palabras. Estaba muy pálida y se apoyaba en el quicio de la puerta.
—¿Por qué le han asesinado? —preguntó luego en voz baja.
—El Diablo debiera saber algo de ello —respondió don César.
—¿Sospecha de Juan? —preguntó Irina.
—No sé; pero lo que sí es indudable es que su puñal ha sido el que ha matado a Romualdo Pacheco.
Don César señaló la empuñadura del cuchillo hundido en el cuello del grueso vaquero. Era el mismo que Juan Nepomuceno Mariñas había lanzado contra Francisco Redondo.
—Sé que él no ha sido… —dijo Irina.
—Pues si hubiera ley en el condado de San Fernando, mañana por la mañana su esposo se balancearía al extremo de una cuerda. Y como tres asesinatos en una noche son ya demasiado para mí, me marcho antes de que alguien me tome como blanco de su revólver o quiera utilizar mi cuerpo para funda de su cuchillo.
—Nunca creí que El Coyote fuera un cobarde —dijo Irina.
—Puede que El Coyote no sea un cobarde; pero lo que sí es cierto es que don César es un hombre prudente. Adiós, princesa. ¿Quiere acompañarme a San Francisco?
—¿A qué va allí?
—A buscar a la esposa con quien me casó su marido. Adiós.
—¿Y ese hombre? —preguntó Irina, señalando el cadáver de Romualdo Pacheco.
—No creo que venga de un cadáver —replicó don César—. Déjelo aquí y ya se encargarán de retirarlo aquellos que se llevaron el cuerpo del conductor de la diligencia.
—¿Quiénes fueron?
—Si quiere un buen consejo, no trate de averiguarlo. Creo que el motivo por el cual han matado a Romualdo Pacheco es el de que, involuntariamente, descubrió a los que se llevaban el cadáver de Cadenas.
—¿Y por eso le mataron?
—Desde luego. Vuelva a sus habitaciones y advierta al Diablo que alguien está tratando de hacerle parecer mucho peor de lo que ya es.
Dejando a Irina en medio del pasillo, don César entró en su habitación y ordenó a Matías Alberes que le preparase el equipaje, pues se iban a marchar en seguida. El criado obedeció con gran presteza, sin hacer ningún comentario; luego siguió a su amo hasta el vestíbulo, donde ya se encontraban John Temple, William Chapman y el notario Marín, así como Morales.
—¿Han visto a Pacheco? —preguntó Temple.
—No —contestó don César—. Debe de estar dormido.
—Además, pesa demasiado para montar a caballo —dijo Chapman.
—¿Puede acompañamos a la cuadra? —preguntó don César a Marcos Ibáñez.
—Desde luego, señor —replicó el criado—. Lamento que no se queden esta noche.
—Creo que aquí está haciendo falta El Coyote —dijo de pronto John Temple—. No le faltaría trabajo.
Marcos Ibáñez se volvió bruscamente hacia Temple y pareció a punto de decir algo; luego se contuvo y acabó diciendo:
—Cuando quieran les acompañaré a la cuadra.
—Vayamos —dijo Marín—. Es muy tarde.
—Usted es de la patria del Coyote, ¿verdad, don César? —preguntó Temple.
—Nadie sabe con certeza de dónde es El Coyote —replicó Echagüe.
—Pero se insiste en que es de Los Ángeles.
—Entonces, debe de serlo.
—¿Le conoce usted?
—Le he visto un par o tres de veces; pero siempre con el antifaz puesto.
—Dicen que es muy temible, ¿verdad?
—Lo dicen.
—Yo le hice correr una vez —dijo Temple.
—¿Detrás de usted? —preguntó, irónico, don César.
—Delante, y tan de prisa que no pude alcanzarle —afirmó Temple—. Tuvo la oportunidad de luchar conmigo y la evitó.
—Debió darse cuenta de lo peligrosos que son los vendedores de bisutería. Yo nunca me hubiera atrevido a luchar con El Coyote.
—Ni él tampoco… —refunfuñó Chapman.
John Temple se revolvió contra el corredor de fincas; pero antes de que pudiese decir nada, se oyó un grito lanzado por el notario. Cuando los demás llegaron junto a él le vieron señalando con temblorosa mano el cuerpo de Henry Hancock que yacía de bruces en el suelo, con las pálidas y afiladas manos más blancas que nunca y la cabeza destrozada por un terrible mazazo.
—Y eso que él no era ningún heredero —tartamudeó Chapman.
—¡Dios mío! —gimió John Temple.
El único que no dijo nada ni evidenció el menor asombro, fue Marcos Ibáñez, quien se limitó a comentar:
—Un buen jugador no debe declarar nunca su juego. El señor Hancock habló demasiado alto en el comedor. Le oyeron todos.
—Señores, quien quiera salvar la piel que me siga —dijo don César—. Espero no poner nunca más los pies en un lugar donde el asesinato es algo tan corriente que no pasa una hora sin que alguien muera o desaparezca sin dejar rastro.
Ayudado por Matías Alberes, don César montó en uno de los caballos que antes de morir había ensillado Hancock y, seguido por su criado, partió al galope sin esperar a los demás, que se estaban peleando por los dos caballos ensillados que quedaban, como si fuesen náufragos luchando por alcanzar un bote salvavidas.