Dirigiéndose hacia los demás viajeros, don César de Echagüe comentó:
—Creo que debemos hacer algo, señores.
—¡Claro que debemos hacerlo! —chilló Romualdo Pacheco—. Mi cartera…
—Aquí la tiene —interrumpió don César, tendiendo la cartera a su dueño, que se apresuró a cogerla.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó John Temple.
—Ante todo, ver si ese pobre hombre está muerto o no —propuso Echagüe.
—Está muerto del todo —dijo el viajero que se encontraba a su izquierda, agregando—: No sé quién era; pero sí puedo afirmar que en su pecado llevó la penitencia. Debió de quitarme la cartera durante el viaje y más tarde se encontró con que pagaba con la vida su delito. Yo soy en realidad Francisco Redondo y a mí era a quien buscaba El Diablo.
—¿Cree que el bandido que nos atacó era de veras El Diablo? —preguntó otro de los viajeros.
—Él lo dijo —replicó el verdadero Francisco Redondo, que estaba recogiendo sus documentos.
—Puede que sí lo dijese —declaró otro viajero—. Habló de que El Diablo no perdona ni olvida; pero creí que Juan Nepomuceno Mariñas no se atrevía a permanecer en California después de lo que hizo en Los Ángeles[2].
—Al Diablo le sobra audacia para eso y para mucho más —comentó Francisco Redondo—. Además, tiene que dirigirse al rancho Coronel y habrá aprovechado la oportunidad, aunque no comprendo por qué deseaba matarme.
—Entonces, a ese hombre lo ha matado por error, ¿no? —preguntó John Temple.
—Claro —replicó Francisco Redondo—. A mí era a quien quería matar.
—¿Y él era Francisco Reyes? —Preguntó don César, acercándose al cadáver—. Sería curioso averiguar si lleva otra documentación.
Tiburcio Cadenas se acercó también y sin reparo a mancharse de sangre registró los bolsillos interiores del traje del muerto y sacó otra cartera en la cual aparecieron suficientes papeles a nombre de Francisco Reyes para que no cupiesen demasiadas dudas acerca de la identidad del asesinado.
—Ha sido usted muy afortunado —comentó don César.
—Mucho —dijo Tiburcio Cadenas, con cierto retintín en la voz. Luego agregó—: Creo que lo mejor será enterrarlo y más adelante dar aviso a las autoridades del condado. En la diligencia tengo un pico y una pala por si ocurre algún accidente durante el viaje. Los utilizaremos para esto.
Ayudado por Morales, Cadenas abrió una sepultura bastante profunda y a ella fue descendido el cuerpo de Francisco Reyes. Cuando terminó la breve oración fúnebre que le dedicaron sus compañeros y don César, éste propuso:
—Busquemos la casa de que habló nuestro interesante bandido.
—La única vivienda cercana es el rancho Coronel —dijo Tiburcio Cadenas—. Está a unos quince minutos de aquí.
—¿Puede guiarnos? —preguntó don César.
—Claro —respondió Cadenas, como ofendido de que pudiesen dudar de su capacidad para algo tan sencillo—. Síganme.
Cada uno cargó con su equipaje y Matías Alberes con el de don César. Así siguieron a Tiburcio Cadenas, quien, después de conducirles un rato por la carretera, se desvió por un amplio y bien cuidado camino, a cuya entrada se veía un cartel con esta inscripción:
Camino particular RANCHO CORONEL.
Al principio el camino discurría entre dos masas de robles y encinas. Más adelante el bosque se aclaraba y los viajeros pudieron ver a lo lejos una gran y vieja construcción de tipo colonial.
—Es el rancho —explicó Tiburcio Cadenas, sin volverse hacia los que le seguían.
Tras una media hora más de los quince minutos prometidos por el malhumorado conductor de la diligencia, los viajeros llegaron ante la puerta del rancho, en la cual esperaba ya un hombre de cabellos negros y encorvada espalda, cuyos oscuros ojos escrutaron suspicazmente, uno por uno, a los nueve desconocidos que estaban ante él.
—¿Qué quieren? —preguntó, al fin, en español.
—Nos ha ocurrido un accidente —explicó Cadenas—. La diligencia fue asaltada por El Diablo, que mató a uno de los que iban en ella.
Al hombre pareció despertársele un súbito interés por los viajeros y por sus problemas.
—¿A quién mató? —preguntó.
—Creyó matarme a mí; pero se equivocó y mató a otro —dijo Redondo, adelantándose hacia el viejo y explicando—: Soy Francisco Redondo. El notario señor Marín me envió una carta y una copia del testamento.
—Ya sé, ya sé, señor Redondo —interrumpió el criado—. Es usted el único que faltaba por llegar. Celebro que no le haya ocurrido nada. Don Pablo Marín le aguardaba ayer. La lectura oficial del testamento se ha retrasado ya muchos días. En cuanto a los señores…
—¿Es que no se les podrá alojar? —preguntó Redondo.
—El señor ya conoce las cláusulas del testamento de don Fernando —recordó el criado.
—Es verdad —replicó Redondo—. Tendrán que marcharse. No se puede permanecer aquí.
—¿Por qué no han de poder quedarse? —preguntó una voz femenina.
El servidor se volvió hacia la muchacha que acababa de aparecer en la puerta.
—Señorita Carmen —dijo—. No debía usted haberse levantado aún.
—¿Les ha ocurrido algún accidente a esos caballeros, Marcos? —siguió preguntando la joven.
—Fueron asaltados por unos bandidos, que mataron a uno de ellos.
—Además de eso se llevaron nuestros caballos, dejándonos en una situación muy apurada —intervino don César—. Si no pueden darnos alojamiento en esta casa, tendremos que seguir el viaje a pie, a menos que puedan prestarnos algunos caballos.
—Todos nuestros animales son de montar, no de tiro —dijo el llamado Marcos.
—Que pasen la noche en casa —dijo la muchacha—. Mañana por la mañana puede ir uno de ellos en busca de los caballos que les hacen falta. Creo que es lo menos que podemos hacer en su favor.
—Basta con que usted lo desee para que así se haga, señorita Carmen —dijo Marcos. Y dirigiéndose hacia los viajeros, agregó—: Entren ustedes, señores.
—Pero… si se quedan deberán oír… —empezó Francisco Redondo.
—¿Y qué más da que asistan a la lectura del testamento de mi padre? —Preguntó la joven con irritado acento—. Si él dispuso que a la lectura de su última voluntad debían hallarse presentes cuantos se encontraran en la casa en aquel momento, no por ello debemos faltar a las más elementales normas de la ley de la hospitalidad a fin de que sólo se encuentren presentes los que figuran como herederos.
—Desde luego, señorita —intervino Marcos—. Basta con que usted no se oponga a que estos caballeros pasen la noche aquí para que puedan hacerlo sin ningún inconveniente.
—Sí, sí, deseo que se queden —dijo Carmen Coronel.
—Muchas gracias, señorita —dijo don César—. Creo que todos se lo agradecen tanto como yo, y creo también que todos procuraremos causarles las menores molestias posibles.
—La casa es bastante grande para que nadie moleste a nadie. Cuando el rancho se empezó a construir se pensó dedicarlo a convento; luego se transformó en un rancho… ¿Es usted californiano?
—De Los Ángeles, señorita —replicó don César—. Me llamo César de Echagüe y soy propietario de dos excelentes ranchos.
—Yo soy Carmen Coronel. Mi padre murió hace dos meses y dejó un testamento algo extraño… Por eso han venido a esta casa muchas personas que estarían mejor fuera de ella.
Al decir esto, Carmen Coronel miró duramente a Francisco Redondo, que hizo como si no hubiese oído las palabras de la joven.
—Tendrán que pasar la noche en casa y escuchar la lectura del testamento —siguió Carmen, guiando a don César hacia el interior del rancho.
Éste se hallaba amueblado con gran lujo, con profusión de valiosos y notables muebles antiguos. Sus constructores debieron de hallar gran dificultad en alterar por completo los planes del proyectado convento, y la enorme casa era, en su parte interior, un verdadero convento, con altos techos, abundancia de arcos y una frialdad que en vano se trataba de disimular con tapices, muebles y abundantes cuadros.
—Ése es el último retrato que se hizo papá —dijo Carmen, indicando un retrato al óleo que se hallaba colocado sobre la chimenea del vestíbulo.
Don César observó curiosamente el duro rostro de un hombre de cabellos y ojos negrísimos, que parecía mirar con odio a cuantos se encontraban ante él. Vestía a la moda californiana, y la parte inferior de su rostro desaparecía tras una muy poblada barba entrecana.
—Creo que los demás también deben presentarse —dijo don César, volviéndose hacia los viajeros—. Conozco al señor Temple y al señor Romualdo Pacheco, así como al señor Redondo; pero a los otros dos caballeros no tengo el gusto de conocerlos ni de haber oído sus nombres.
—Soy William Chapman —dijo uno de los dos cuyos nombres ignoraba don César—. Me dedico al comercio de fincas y grandes propiedades. Regresaba de Monterrey.
—Y yo soy Henri Hancock —explicó el otro viajero, cuyo traje, finas manos y pálido rostro le denunciaban como jugador profesional—. Iba a San Francisco cuando ocurrió el incidente de que le han hablado, señorita.
No indicó cuál era su profesión, que ya todos habían adivinado, ni de dónde venía, ya que todo el Oeste era como un mismo pueblo para los de su clase, y lo mismo podía proceder de Los Ángeles o Monterrey que de un poblado minero perdido en las sierras.
—Marcos les indicará cuáles son sus habitaciones —dijo la joven. Y dirigiéndose especialmente a don César, explicó—: Marcos Ibáñez era el criado de confianza de mi padre. El único que ha querido permanecer en la casa. Los demás se marcharon cuando mi padre agonizaba. Creo que no tenía muy buen carácter.
Tanto los viajeros como Cadenas y Morales fueron conducidos a sus habitaciones. En la disposición de éstas se confirmaba la impresión de que la casa había sido proyectada como convento, pues más que cuartos eran celdas conventuales. Cada dos celdas habían sido convertidas en una habitación, que así cobraba la amplitud necesaria. A don César le fue adjudicada una mayor que las otras, adjunta a la cual había otra más reducida para el criado. Las dos estaban amuebladas con recios y antiguos muebles de caoba.
Antes de cerrar la puerta, Marcos Ibáñez anunció:
—Deberán perdonarnos si la cena no es enteramente de su gusto; pero, como ya dijo la señorita Carmen, los criados se marcharon y hemos tenido que recurrir a los servicios de unas indias que no son todo lo eficientes que fuera de desear.
—Tenemos que agradecerles demasiado el favor que nos hacen al permitirnos pasar aquí la noche para que pensemos en criticar cosa alguna —replicó don César.
—Muchas gracias, señor —respondió el criado, cuyos negros ojos parecían querer leer en el alma del hombre que estaba frente a él—. Cuando suene la campana podrán bajar al comedor para cenar.
Cuando el criado cerró la puerta, don César dejóse caer en la cama y durante varios minutos estuvo pensando en Guadalupe. En realidad, lo que hizo fue esforzarse en pensar en ella y olvidar los más recientes acontecimientos. ¿Dónde estaría en aquellos momentos Guadalupe? Sin duda, muy cerca de San Francisco. ¿Y en qué hotel se instalaría en cuanto llegase a San Francisco? Esto era fácil de contestar: en el Frisco. ¿Qué le diría cuando la alcanzara? Pero… ¿qué clase de hombre era aquel Redondo? Un canalla… Había dejado asesinar a otro en su lugar; pero… ¿se le podía criticar demasiado por una cosa así? Al fin y al cabo había protegido su vida de la única, forma en que pudo hacerlo. ¿Y aquel enmascarado que insinuó que él era El Diablo? Desde luego, no era El Diablo. Juan Nepomuceno Mariñas debía de estar muy lejos. ¿Continuaría Irina a su lado? ¿Se habría casado con él? ¿O seguiría con El Diablo, sin haberse tomado la molestia de casarse? ¿Con qué fin se habría adjudicado el asesino de Francisco Reyes la personalidad de Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo?
—Si continúo pensando en todo esto, acabaré quedándome aquí y dejando que Guadalupe se me escape definitivamente.
Un ahogado grito llegó hasta la habitación de don César, haciendo saltar a éste de su cama. Matías Alberes, que también había oído el grito, miraba hacia la puerta como si temiera que por ella se metiere el ser humano que lo había lanzado.
Don César fue hacia una de las maletas que su criado acababa de abrir y sacó de ella un «derringer» de dos cañones, guardándolo en un bolsillo; luego fue hacia la puerta, y al abrirla oyó cerrarse otra puerta en el mismo pasillo. Por la procedencia del ruido adivinó cuál era la puerta que se había cerrado. No le costó trabajo recordar que por ella había entrado Francisco Redondo.
Dejando para más tarde el averiguar si Redondo estaba vivo o muerto, don César siguió pasillo adelante, examinando todas las puertas. Así llegó hasta una de las primeras puertas, que se hallaba entreabierta. Empujándola, entró en un cuartito muy reducido. Por su tamaño se comprendía que se destinaba a los huéspedes menos importantes. En el centro de aquella habitación, tendido cara arriba y con los brazos en cruz, se veía a Tiburcio Cadenas, con la cabeza separada del tronco por una terrible cuchillada. Un gran charco de sangre se estaba formando debajo del cuerpo del conductor de la diligencia. Don César recordó varios sucesos recientes: Tiburcio Cadenas también había visto cómo Francisco Redondo metía su cartera, con su documentación, en el bolsillo de Francisco Reyes. Tiburcio Cadenas no disfrutaba de ninguna buena fama, y tal vez creyó poder obtener buenos beneficios materiales de lo que había observado cuando el asalto. No sería el primero que tratando de ganar oro había encontrado acero o plomo.
—Descansa en paz —murmuró don César—. Iremos a dar la noticia de tu muerte a quienes puedan tener algún interés por ella.
Entornando la puerta, don César bajó al vestíbulo y como no encontrara a nadie por allí salió al jardín y al cabo de unos diez minutos consiguió dar con Carmen Coronel, que estaba hablando con un hombre joven, alto, muy moreno, cuya contagiosa sonrisa debía de ser muy del agrado de la muchacha.
—Buenas tardes, señorita Coronel —saludó don César—. Quisiera hablar con usted un momento, si el señor no tiene inconveniente.
—¿Necesita usted algo, don César? —Preguntó Carmen, y en seguida agregó, volviéndose hacia su compañero—: Luis, le presento a don César de Echagüe, de Los Ángeles. Don César, le presento a Luis Vanegas…, un amigo de mi familia.
Los dos hombres se saludaron con ceremoniosas inclinaciones de cabeza; luego, don César explicó:
—Ha ocurrido un suceso un poco desagradable, señorita. Se trata del conductor de la diligencia. Ha sido asesinado.
Carmen Coronel no pudo contener un grito de horror.
—¡Ya empieza a suceder! —gimió luego.
Luis Vanegas la sujetó por los brazos y con voz que era a la vez firme y acariciadora, pidió:
—No pierdas la serenidad, Carmen. Ese hombre no figuraba entre los herederos. Tal vez se trate sólo de un accidente.
—¡No, no! Sé que no es un accidente. Mi padre quería que os mataseis todos. Debes renunciar a la herencia. ¡Por Dios, Luis, renuncia a ese dinero maldito!
—Serénate —pidió Luis Vanegas, tratando de recordar a la joven, con una significativa mirada, que no estaban solos.
Carmen comprendió lo que Luis quería decirle, y pasando una mano por su frente se excusó:
—Perdóneme, don César. Lo que usted me ha dicho me ha afectado muchísimo… Avise… Podemos avisar a Marcos.
—No le he visto por el vestíbulo. Si usted sabe dónde podemos encontrarle…
—Estará en la cocina —dijo Luis Vanegas—. Vayamos a verlo.
Carmen dirigióse hacia la parte trasera de la enorme casa y unos minutos después llegaban ante una puerta abierta, a través de la cual se veía una gran cocina cuyas paredes estaban decoradas con valiosos azulejos mejicanos. En aquella cocina, que era la propia de un convento, pero no la de un rancho, estaba, en efecto, Marcos Ibáñez acompañado de dos indias de inexpresivos rostros y tres indios, no menos inexpresivos y salvajes. Al ver a la joven, el criado expresó una alegría que se trocó en contrariedad al descubrir a los dos hombres que la acompañaban.
—¿Qué ocurre, señorita Carmen? —preguntó.
—Dice el señor Echagüe… —Carmen se interrumpió indicando con una mirada a los indios que prefería no hablar delante de ellos.
Comprendiéndolo, Marcos Ibáñez ordenó que se continuase la preparación de la cena y siguió a la joven fuera de la cocina.
—¿Qué es lo que dice el señor Echagüe? —preguntó.
—Mientras estaba en mi habitación oí un grito y salí a ver si le había ocurrido algo a alguno de mis compañeros. Al llegar a la habitación del conductor de la diligencia le encontré… Le encontré degollado.
Marcos Ibáñez frunció el entrecejo.
—¿Está seguro de eso? —preguntó.
—Todo lo seguro que puedo estar de lo que he visto aún no hace ni quince minutos.
—Bien, iremos a ver lo que ha ocurrido —dijo, escénicamente, Marcos Ibáñez—. No comprendo qué interés puede haber tenido nadie en matar a un conductor de diligencias.
Don César se abstuvo de exponer los motivos que él creía habían movido la mano que descargó el golpe fatal. Siguió, junto con Luis Vanegas, a Marcos, en tanto que Carmen quedaba en el vestíbulo, no queriendo, sin duda, presenciar el horrible espectáculo de un hombre degollado.
Cuando llegaron ante la habitación de Tiburcio Cadenas, Marcos Ibáñez se detuvo un momento; luego llamó con los nudillos a la puerta.
—Está abierta —dijo don César—. Y no es probable que nadie conteste.
Marcos empujó la puerta y toda la habitación se ofreció a la vista de los tres hombres. Al cabo de unos segundos, Marcos Ibáñez volvióse interrogadoramente hacia don César.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó.
Don César aún estaba contemplando, incrédulamente, la vacía habitación, en la cual no sólo no se veía el cadáver de Tiburcio Cadenas, sino que tampoco se veía la menor huella de sangre, ni señal alguna de que allí se hubiera cometido un crimen.
—Sin embargo yo lo vi —dijo el hacendado.
—Es posible que lo viera —repitió, irónico, Marcos—. Hay personas que ven cosas que no siempre son reales.
—Puede que tenga razón —admitió don César—. No obstante… estoy seguro de que vi el cadáver de Tiburcio Cadenas; pero si Tiburcio aparece vivo delante de mí, creeré de buena fe que todo el vino que no he bebido se me ha subido a la cabeza y me ha hecho ver cosas que no son.
—Eso es verdad —dijo Luis Vanegas—. ¿Dónde está el ocupante de esta habitación? Si realmente no le han matado, tiene que estar vivo.
—Puede encontrarse en algún lugar de la hacienda —sugirió Marcos—. La finca es inmensa. Ocupa todo un condado. Don Fernando Coronel era, a la vez, sheriff, juez y toda la autoridad civil del condado. Desde su muerte los puestos están vacantes; pero como se trata de cargos de elección popular y él y yo éramos los únicos habitantes con voto… En fin, cuando haya un heredero del rancho, lo elegiremos sheriff, juez y fiscal, y él podrá, si quiere, investigar lo que ha ocurrido con Tiburcio Cadenas. Entretanto, habrá que dejar este problema.
—Creí que los tiempos de los señoríos feudales habían pasado a la historia o que en la California norteamericana nunca habían existido —comentó don César.
—El rancho ocupa todo un condado y, como los habitantes son todos de raza india, o sea, ciudadanos sin voto, y no hay otros habitantes blancos que los del rancho Coronel…
—Bien… Debo de haber visto visiones —comentó don César—. Y desde el momento en que nadie más ha salido a averiguar el motivo del grito, también es posible que el grito sólo haya existido en mi imaginación. Perdonen la molestia.
—No ha sido molestia alguna, don César —replicó Marcos. Y saludando con una rígida inclinación, se alejó hacia el vestíbulo.
—Iré a darle la buena noticia a Carmen —declaró Luis Vanegas, marchando en la misma dirección seguida por el criado.
Al quedarse solo, don César murmuró para sí:
—Don César habría preferido que se encontrara el cadáver. Puede que al Coyote le guste más así; pero ¿dónde estará…? —Iba a preguntarse dónde estaría Guadalupe; pero terminó preguntándose dónde estaría el cadáver que sus ojos habían visto. ¿O acaso no lo habían visto? Cuando regresaba a su cuarto se abrió la puerta del de Francisco Redondo y éste apareció en el umbral.
—¿Sucede algo? —preguntó con voz claramente alterada—. He oído voces en el pasillo…
—¿Y no oyó antes un grito? —preguntó don César.
—Sí; me pareció oír un grito extraño; pero… no hice caso. ¿Qué es lo que ha sucedido?
—Nada —contestó don César—. No ha ocurrido absolutamente nada.
—¿Nada? —El asombro de Francisco Redondo era legítimo—. Entonces… ¿de qué estaban hablando?
—Nos preguntábamos dónde puede haberse metido Tiburcio Cadenas, el conductor de la diligencia.
—¿Le ha ocurrido algo malo? —preguntó, con voz muy tensa, Francisco Redondo.
—No. Sólo que ha desaparecido de su habitación sin dejar ningún rastro.
—¿Ha desaparecido?
Esta pregunta la hizo Francisco Redondo con el rostro del color del papel.
—Sí. No está en su habitación y nos gustaría saber dónde se encuentra.
—Claro… —tartamudeó Redondo. Y con un gran esfuerzo consiguió añadir:
—Me alegro de que no hayan ocurrido más cosas malas.
Entró de nuevo en su habitación y don César continuó hacia la suya. Matías Alberes le miró interrogadoramente.
—Han matado a un hombre —explicó don César—. A Tiburcio Cadenas; pero su cadáver ha desaparecido y el que más se ha asombrado de ello ha sido su propio asesino. Y lo más interesante de todo es que en este rancho se pueden cometer todos los delitos que se quiera, pues no existe autoridad alguna y las leyes del Estado soberano de California prohíben que las autoridades de otro condado se inmiscuyan en los asuntos de sus vecinos. Por lo tanto, nadie vendrá a averiguar si Tiburcio Cadenas ha muerto asesinado o emprendió un viaje a la luna. Es un sitio ideal para que se cometan muchos asesinatos. Y hay bastante gente que espera una racha de crímenes.
Los ojos de Matías Alberes preguntaron si su amo pensaba quedarse allí.
—No —contestó don César—. Mañana, nos iremos hacia San Francisco. No hay nada que me retenga aquí.
Pero antes de dos horas don César empezaría a sentir ciertas dudas acerca de lo que acababa de decir.