Capítulo X:
La esposa del Coyote

Guadalupe habíase instalado en la posada del Alce, en Pinos Grandes. Durante las horas que mediaron entre su llegada y el anochecer estuvo arreglando las habitaciones que había alquilado. El dormitorio se componía de una amplia cama de dosel, unos sillones, un tocador, una mesa y un gran armario, en el cual cabían muchos más trajes de los que Guadalupe había llevado.

Cuando todo estuvo arreglado acercóse a la ventana y vio cómo el sol desaparecía en el mar. Luego las aguas del Pacífico reflejaron la plata de la luna llena. El aire estaba lleno de aromas de flores y Guadalupe estaba segura de que también olía a flores submarinas, de las que sólo pueden ver las sirenas y los tritones.

A las nueve le subieron una cena apetitosa y abundante. Apenas la probó. A las once ya había empezado a perder las ilusiones que forjara antes. El Coyote no acudiría a la cita que le había dado.

Ante el espejo soltó la mata de su cabellera y sustituyó el traje de viaje por el camisón de dormir y la bata. Luego volvió a la ventana. En la calma de la noche se oía el rumor del lejano oleaje. Era un susurro adormecedor.

De pronto, Guadalupe se dio cuenta de que el susurro no procedía del lejano mar, sino del viento que acariciaba las copas de los árboles, entre cuyas hojas se deslizaba para cantar una suave y embriagadora canción.

Varias veces tuvo la impresión de oír el lejano galope de un caballo, pero todo se resolvía en un agrio chillido de ave nocturna o en la caída de alguna piedra.

Súbitamente, un escalofrío corrió por las venas de Guadalupe. Sobre sus desnudos hombros, que la bata medio caída había dejado al descubierto, acababa de posarse una cálida mano.

—Lupe —murmuró una voz que tal vez fuese humana o acaso no era más que un nuevo susurro del viento entre las ramas de los abedules.

Sin embargo ella contestó, al hombre o al viento:

—César.

Le vio reflejado en el espejo. Con su traje mejicano. Sus revólveres. Su sombrero de anchas alas y alta copa. Su negro antifaz.

—Vida mía.

Las dos manos del hombre estaban sobre los hombros y habían hecho caer la bata.

Muy despacio, cual si deseara prolongar infinitamente aquel momento o temiera que un movimiento brusco quebrara la realidad y la convirtiese en humo o en pedacitos de una ilusión no lograda, Guadalupe se volvió hacia El Coyote. Sentía en todo su cuerpo el temblor de la sangre contra las paredes de sus venas.

—Don Coyote —musitó Lupe, y la luna se miró en sus blanquísimos dientes.

El aire nocturno sopló con más fuerza a través de las ramas y de las hojas, como si quisiera comunicarles su alegría o su nerviosismo.