Capítulo VII:
La visita a don Jerónimo

El carruaje de don César de Echagüe se detuvo a la puerta de la hacienda de don Jerónimo Salas. Frank Christie, el mecánico encargado de las máquinas agrícolas, se hallaba cerca de la verja y acudió a abrir.

—Buenos días, don César —saludó.

—¿Cómo está usted, Christie?

—Muy bien, señor; pero… ¿quiere usted ver a don Jerónimo?

—Ése es nuestro propósito —replicó el dueño del rancho de San Antonio.

—¡Oh, perdón! —se disculpó Frank Christie—. No me había dado cuenta de que le acompañaba su hijo. Pues, volviendo a lo que decía antes, creo que haría usted mejor no tratando de ver hoy a don Jerónimo. Está de un humor de mil diablos.

—¿Quién está de un humor de mil diablos? —Preguntó una potente voz—. Christie, se toma usted unas libertades excesivas que ya me estoy hartando de soportar. No olvide que es uno de mis criados y que no le pago, ni mucho menos, para que exponga opiniones acerca de mi carácter.

Don Jerónimo Salas era un hombre alto, que había sido muy corpulento, aunque había perdido ya una gran parte de sus músculos devorados por la creciente adiposidad. Sin embargo, unos años antes había sido uno de los hombres más agresivos de Los Ángeles, y aún conservaba mucho del antiguo carácter.

—Discúlpeme, don Jerónimo —pidió el encargado, por cuyos ojos pasó un ramalazo de ira y de odio.

Don Jerónimo Salas nunca había sabido tratar a los que trabajaban para él y por eso cambiaba muy frecuentemente de peones. Frank Christie, por su especialización mecánica, que le evitaba tener un contacto demasiado directo con el dueño de la hacienda, era el único que había soportado durante unos tres años al irascible don Jerónimo.

—¿Para qué viene a esta casa? —siguió don Jerónimo Salas, volviéndose hacia don César—. ¿Le he pedido que viniera? ¿Quién es usted? ¡Márchese!

—Venía a proponerle que me vendiese unas tierras…

—¡No quiero vender tierras! —gritó Jerónimo Salas—. ¡No quiero vender nada! ¡Márchese de aquí! No le conozco ni me interesa saber quién es.

—Es don César de Echagüe, papá —dijo en aquel momento José Salas, el hijo de don Jerónimo, que había acudido al oír las voces de su padre.

—Me tiene sin cuidado quien sea ese hombre —replicó don Jerónimo—. Yo no le he llamado. No quiero verle. Dile que se marche, o tráeme un látigo y le echaré yo mismo. ¡Aún me sobran fuerzas para hacerlo!

José Salas acercóse al carruaje. Se advertía que su turbación era muy grande. Con voz temblorosa, pidió:

—Por favor, don César, le ruego que vuelva en otro momento o me diga qué desea de mi padre. Tal vez yo pueda resolverlo; pero ahora insisto: aléjese. Tiene los nervios muy excitados y cuando se encuentra así es casi un irresponsable.

—No te preocupes, José —replicó don César—. Ya volveré otro día. —Y en voz baja agregó—: Quería hablar de unas tierras que dicen son muy buenas y que a tu padre no le interesan. Me refiero a las tierras del Valle de la Victoria.

La mano derecha de José Salas se cerró en torno a la muñeca de don César.

—¡Por Dios, no hable de esas tierras! —dijo—. Hace años que mi padre no piensa en otra cosa. No, no. No le hable de eso. Antes de vender un palmo de tierra del Valle de la Victoria sería muy capaz de vender su alma al diablo.

—¿De qué estás hablando? —gritó don Jerónimo—. ¡Quiero saberlo!

—¡Le decía que volviese otro día, papá! —replicó el joven Salas.

—Que no vuelva hasta que yo le llame —dijo rudamente don Jerónimo—. Que no vuelva hasta entonces. ¡Que no vuelva nunca más!

Sonriendo, don César hizo dar media vuelta al caballo que tiraba del cochecillo jardinera y alejóse de la hacienda de don Jerónimo. El fracaso de su entrevista con el hacendado no parecía preocuparle mucho.

—No podré registrar la habitación de don Jerónimo —dijo el pequeño César.

—No —respondió su padre—. Don Jerónimo estaba hoy de muy mal humor. Cualquiera le creería loco. Tal vez lo esté. Jamás ha demostrado tener una cabeza muy sólida.

Pero los pensamientos de don César estaban muy lejos de allí y de aquellos problemas. Estaban fijos en una mujer que era, sin duda alguna, la clave de todo el misterio.