Cuando don César volvió a su casa enfrentóse con una enfurecida esposa que parecía estar anhelando que él hiciera el menor intento de agresión para atacarle sin piedad.
—¡Le han asesinado! —gritó, agitando el periódico que debían de haberle traído de la ciudad.
—¿De veras? —preguntó fríamente don César.
—¡Y usted no hizo nada por él! —siguió Guadalupe.
—¿Por quién debía hacer algo? —preguntó don César.
—Por el hombre a quien no hubiesen asesinado si usted se hubiera preocupado un poco de él.
—¿Te refieres a ese minero de quien habla el periódico?
—Claro que me refiero a él. ¡Le han asesinado!
—Me parece que no has leído bien la noticia. Ese hombre fue víctima de su estupidez al llevar en su baúl un cartucho de dinamita que se había estropeado. La dinamita, Lupe, es un producto muy peligroso. En realidad es nitroglicerina mezclada con no sé qué polvos. Mientras la mezcla se conserva intacta, no ocurre nada; pero si la nitroglicerina se separa de los polvos, entonces el menor golpe la convierte en un explosivo terrible.
—Le han asesinado —replicó Lupe—. Él lo estaba temiendo. Por eso me pidió que le acompañara. Y le prometí ayuda. Ahora ha muerto y… y yo soy culpable de su muerte.
—No te apures por la muerte de un minero —dijo don César—. Suelen morir muchos y muy a menudo. ¿Qué importa uno más?
Lupe tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse.
«Se está burlando de ti —se dijo—. Quiere verte sufrir. Te odia. Sí, te odia. Por eso no quiso hacer nada por ese hombre. Por ese pobre hombre». Y en voz alta, siguió:
—Creí que era usted otra clase de hombre.
—Dicen que un hombre, al casarse, cambia por completo. Todos los grandes héroes eran solteros o viudos. Los casados se estropean.
—Ya sabe que nuestro matrimonio únicamente lo es de palabra —replicó Guadalupe—. Y que puede romperlo cuando se le antoje. ¿Por qué no lo hace?
—Sería muy incorrecto, Lupita —replicó don César—. Eso si alguien lo ha de hacer, debes ser tú.
—Ya lo estoy haciendo —respondió Lupe—. Pronto llegará la separación…
—Bien, bien. Te comunico que pienso marcharme unos días con César a visitar a un viejo conocido.
—¿A quién?
—Es un tal… Bueno, no creo que le conozcas.
Con voz más suave, Lupe preguntó:
—¿Verdad que hizo algo por salvar a ese pobre hombre?
—¿Al que murió a causa de la explosión? —preguntó don César.
—Sí.
—Lamento mucho decírtelo, Lupita, pero la pura verdad es que no hice absolutamente nada.
—¿Cómo puede usted ser así?
—Hay que aceptarme como soy. Y ahora te diré otra cosa: Me alegro de que ese hombre muriese hecho pedazos. Me alegro mucho.
Angustiada, Lupe susurró:
—No es posible que diga usted la verdad.
—Lo es, Lupita, lo es. Si sigues siendo por algún tiempo mi esposa, descubrirás muchos misterios de mi carácter. No soy lo que parezco. Nadie me conoce. Ni tú siquiera, que creías conocerme muy bien.
—Le conocía tan bien, que si no hubiera intervenido el imbécil del Diablo me hubiese casado con Gregorio Paz.
—Ya sé que don Goyo no ha desistido de que, al fin, seas la esposa de su hijo y la criada de él.
—Pues lo conseguirá —dijo duramente Lupe—. Nunca le he pedido nada. Jamás quise que expusiera su estúpida vida. Sólo una vez le pedí que El Coyote ayudase a un pobre hombre que corría el peligro de morir asesinado. ¡Y hoy el periódico me dice que aquel hombre murió!
—¡Qué indiscretos son los periódicos! —bostezó don César—. Le diré a Henry Hamilton que si continúa diciéndote cosas desagradables le retiraré mi apoyo, sin el cual La Estrella ya hubiera sido clausurado hace tiempo. Durante la guerra demostró un excesivo amor a la Confederación, con lo cual cometió una tontería. No se debe ser nunca partidario del que pierde. Porque entonces jamás se tiene razón. En cambio, cuando se coloca uno de parte del que gana siempre se tiene razón y todo el mundo lo dice.
Guadalupe se alejó lentamente. ¿Por qué le hablaba don César de aquella manera? ¿Por qué mataba todas sus ilusiones apenas nacían?
No comprendía nada. No podía comprender al hombre que había tratado, por todos los medios a su alcance, de disuadirla de que se casara con Gregorio Paz; que luego no había hecho nada por ayudarla, y que ahora debía estarse riendo de ella.
Lupe no comprendía. Había visto en don César sus dos personalidades. La desagradable de don César de Echagüe, el escéptico que parecía estar de vuelta de todos los romanticismos e idealismos, y la del Coyote, caballero andante siempre dispuesto a romper una lanza en defensa del prójimo. ¿A cuál de los dos amaba? ¿A don César? ¿Al Coyote?
Ella amaba al Coyote; pero era la esposa de don César.
* * *
Don César se estaba vistiendo para la comida cuando se abrió la puerta de su cuarto y su hijo entró en él.
—¡Hola! —sonrió don César—. Creí que estabas estudiando.
—Hoy no estudio —respondió el niño.
—¿No? ¿Y por qué no estudias, si se puede saber? Supongo que no será porque ya lo hayas aprendido todo.
—No; es que Lupe me perdonó la lección de hoy.
—¿Lo hizo por su propia voluntad o porque tú se lo pediste?
—Se lo pedí yo, papá.
—Bien. ¿Y cómo fue que ella te lo concedió?
El pequeño César empezó a sentirse acorralado. Su padre tenía una forma muy desagradable de ir llegando con sus preguntas hasta un punto en que uno sentía deseos de que se lo tragara la tierra antes que contestar a la pregunta final. Por ello decidió defenderse contraatacando.
—Oye, papá: ¿por qué haces llorar a Lupe?
Don César dejó de arreglarse la estrecha corbata y miró a su hijo.
—¿Has visto llorar a Lupe? —preguntó.
—Sí; ayer lloraba. Cuando tú te marchaste.
—Lupe hace mal en llorar delante de ti y de los criados. ¿No te parece?
—Claro —asintió el niño—. Y más cuando no tiene motivos…
—¿Te dijo ella que no tenía motivos? —preguntó don César, volviendo su atención al arreglo de la negra corbata.
—Sí. Dijo que lloraba por no reír. O algo así. Pero yo creo…
—¿Qué es lo que tú crees?
—Que llora por ti. Tú no eres bueno con ella.
—¿Por qué no soy bueno?
—Dicen los peones que no está bien eso de que ella tenga una habitación, como antes, y que tu tengas otra. Dicen que no debieras guardar tanta fidelidad a mamá. ¿Por qué el dormir en cuartos distintos quiere decir que guardas fidelidad a mamá? ¿Qué fidelidad es ésa?
—Los matrimonios suelen dormir en la misma habitación —sonrió don César—; pero Lupe y yo no somos un matrimonio como los demás. Somos algo especiales. No somos seres vulgares. Y en adelante no hables de mí con los peones. Ni dejes que ellos te hablen de Lupe.
—¿Por qué?
—Porque no es correcto. Tú eres un Echagüe de Acevedo, o sea el heredero de dos de los más ilustres apellidos de California. Cuando seas hombre, el ser lo que eres y el descender de quien desciendes tendrá más valor que ahora. Y para tus hijos tendrá mucho más. Y cuando tengas hijos y estés casado, verás cómo no te gusta que nadie se meta en tus asuntos matrimoniales. Ni aunque los entrometidos sean tus propios hijos.
—Eso es como si me riñeses, ¿verdad?
—Casi es como si te riñese —sonrió don César—. No me gusta que los demás hablen de mí. Si alguien te dice algo acerca de nosotros, no debes permitírselo.
—Debes de estar muy enfadado conmigo, ¿no?
—Sólo un poquitín. Mañana veremos a un importante caballero que se encuentra en Los Ángeles; pero no digas nada a Lupe. Ella no nos acompañará.
—¿Por qué?
—Porque ella es una mujer y, además, correremos cierto peligro. Tú más que yo.
—¿Qué deberé hacer?
—Llegar a un sitio al cual yo no podría acercarme. Y ahora dime qué opinas de Lupe.
—No sé…
—¿Crees que me quiere?
—Me parece que sí.
—¡Ojalá no te engañes!
* * *
La guardia nocturna en la cárcel era una de las tareas que más desagradaban a Cecilio Castro. Y, detalle curioso, le desagradaba mucho más cuando menos presos había. En aquellos momentos la cárcel estaba desocupada. Cecilio Castro vigilaba una serie de celdas vacías que se le antojaban otras tantas bocas abiertas y ansiosas de cerrarse sobre él.
Cecilio no podía borrar de su memoria el recuerdo de Borax MacAdoo. Se estaban cumpliendo veinticuatro horas de su muerte. Él tenía alguna culpa en aquella muerte. Debía haber protegido a Borax, que se había portado muy noblemente con él…
Una llamada sonó en la puerta de la cárcel. ¿Quién podía llamar a aquellas horas? Cecilio fue a abrir sin ningún recelo. No podía temer ningún intento de rescate de presos, porque la cárcel estaba vacía.
En cuanto abrió la puerta se arrepintió de haberlo hecho sin tomar alguna de las elementales precauciones o haber mirado por la estrecha mirilla. Frente a él vio a un hombre vestido a la mejicana, con un revólver en la mano y un antifaz negro sobre el rostro.
—¡Hola, Cecilio! —saludó el enmascarado, empujando hacia atrás al carcelero.
Este susurró:
—¡El Coyote! ¡Dios mío!
—¿Qué te ocurre, Cecilio? Pareces asustado.
Mientras hablaba, El Coyote cerraba con llave la puerta de la prisión.
—¿Es que has hecho algo malo? —siguió El Coyote.
Cecilio Castro no podía hablar. La presencia del famoso enmascarado le volvía a traer el inquietante recuerdo de la muerte de Borax MacAdoo.
—Me estás haciendo hablar sólo a mí, Cecilio —sonrió El Coyote—. Eso no está bien. No es correcto.
—¿Qué quiere de mí? —murmuró Cecilio.
—Quiero hacerte unas cuantas preguntas antes de decidir si debo castigarte o no.
Cecilio Castro se atragantó. De su cinturón pendía un buen revólver cargado con seis excelentes balas, cualquiera de las cuales era sobradamente capaz de matar al hombre que tenía ante él; mas para hacer aquello era preciso desenfundar el revólver, amartillarlo y apretar el gatillo. Y todo ello delante del hombre más peligroso de California: ¡del Coyote! No. Cecilio Castro era incapaz de hacer semejante cosa. Porque el castigo del Coyote sólo era uno: ¡la muerte!
—¡Por favor, no lo haga! —suplicó.
—Contesta a lo mucho que tengo que preguntarte.
—¿Qué quiere saber?
—¿Quién hizo matar a Borax MacAdoo?
Cecilio estaba temiendo esta pregunta.
—No lo sé —respondió.
—Mientes —dijo fríamente El Coyote, cuya mano derecha descansó sobre la curvada culata del revólver que había enfundado después de cerrar la puerta.
—No… De veras, no le engaño —susurró Cecilio, por cuyo cuerpo acababa de pasar un escalofrío provocado por el ademán del Coyote—. No sé quién le mató.
—Pero sabes que le mataron, ¿no? Sabes que su muerte no fue accidental.
—No, no sé nada…
La mano izquierda del Coyote hizo presa en la camisa de Cecilio, quien tuvo la impresión de que una terrible ave de presa le había cogido con sus garras.
—Cecilio: estás pidiendo a gritos que te mate y me entran tentaciones de complacerte. Sabes que Borax MacAdoo fue asesinado y, además, sabes una cosa que no has dicho a nadie: sabes que estuvo tres días encerrado en esta cárcel. ¿Por qué no se lo dijiste a tus jefes? ¿Por qué, a pesar de saber que el dueño del Hotel Morgan mintió al decir que Borax MacAdoo había ido a pasar unos días en San Francisco, no confesaste que no había estado en San Francisco, sino en la cárcel?
Cecilio Castro se sabía entre dos peligros igualmente grandes; pero el representado por El Coyote era el más inmediato y, por lo tanto, el carcelero decidió que lo más prudente era resolver aquel problema.
—El jefe me lo prohibió —dijo.
—¿Quién es ese jefe?
—No le conozco. No le He visto nunca la cara. Le llamamos El Encapuchado porque se presenta ante nosotros con la cara cubierta por una capucha que sólo deja ver los ojos.
El Encapuchado. El Coyote sintió un estremecimiento de ira. ¿Quién era aquel hombre cuyo nombre indicaba misterio, poder e inteligencia? ¿Un rival? Hasta entonces no había hecho nada para enfrentarse con él. Sin embargo, el hecho de que tuviese servidores fieles y temerosos, era una amenaza para él.
—¿Qué te ordenó?
—Que no dijese que el señor MacAdoo había estado en la cárcel.
—Tú sabías que iba a morir, ¿verdad?
Tras un breve silencio, Cecilio Castro movió afirmativamente la cabeza.
—¿Por qué no le avisaste? —preguntó El Coyote.
—El jefe me habría matado si lo hubiera hecho. Castiga sin piedad a los traidores.
—¿Dónde os cita?
—En la Casa de las Golondrinas.
—¿Por qué quería matar a MacAdoo?
—No lo sé. No sé más que deseaba que muriese; pero no antes del día en que murió.
—¿Querían arrebatarle algo?
—No lo sé.
—Dime quiénes son los demás cómplices del Encapuchado.
—Sólo conozco a Pío Ruiz y Fernando Ochoa; pero hay otros.
—Está bien. Supongo que Morgan también debe pertenecer a la banda, ¿no?
—Claro. Me olvidé de él.
—Está bien. Abre la puerta y aleja las tentaciones de utilizar ese revólver.
Cecilio Castro fue lentamente hacia la puerta de la cárcel, hizo girar la llave en la cerradura y ese mismo instante la puerta fue empujada desde fuera y se vio un centelleo metálico, al que siguió un alarido de dolor que se fue convirtiendo en un estertor agónico. El carcelero trató de aferrarse a alguna parte, y, al fin, su cuerpo cayó contra la puerta, cerrándola. Después, el cuerpo fue resbalando hacia el suelo y por fin quedó tendido en el umbral.
Empuñando uno de sus revólveres, El Coyote saltó hacia la puerta y trató de abrirla. Se lo impidió el cuerpo de Cecilio. El Coyote comprendió que no tendría tiempo de retirar el cuerpo, salir a la calle y alcanzar al asesino. Por ello decidió atender, si era posible, al carcelero. Pero éste había muerto. En el pecho tenía clavado hasta la empuñadura un estoque español de agudísimo y afilado acero. En la cruz del arma se veía un papel. El Coyote lo arrancó, leyendo estas palabras:
«POR TRAIDOR».
No llevaba firma; pero El Coyote pronunció un nombre:
—¡El Encapuchado!
Cecilio Castro había tenido razón al expresar sus temores acerca del castigo que aplicaba su jefe.
El Coyote apartó el cuerpo de Cecilio y luego apagó todas las luces que ardían en el interior de la cárcel; acto seguido aseguróse de que los revólveres salían con facilidad de sus fundas y, por último, yendo hacia la puerta, cogió un alto taburete. Colocándose a un lado de la puerta, la abrió suavemente y tiró hacia fuera el taburete, que hizo retemblar la acera de tablas. Al mismo tiempo se oyó un silbido y un choque casi ahogado por la caída del taburete.
Cuando El Coyote salió de la cárcel con el revólver a punto de disparar, no vio a nadie; pero sus oídos captaron el rumor de unos pasos que se alejaban. El Coyote acercóse al taburete y una dura sonrisa pasó por sus labios. En una de las tres patas se hallaba fuertemente hundido un cuchillo mejicano de pesada hoja. Un cuchillo propio de lanzador experto, que podía hundirse hasta la cruz si se tiraba con la debida fuerza.
En California sólo había habido un hombre capaz de manejar el cuchillo de aquella manera. Aquel hombre era don Jerónimo Salas; pero desde que en una pelea perdió, de un hachazo, cuatro dedos de la mano derecha, en la cual sólo conservó el pulgar, don Jerónimo no había vuelto a manejar el cuchillo.
Sin embargo, el acero clavado en el taburete llevaba una firma clarísima.
—Mañana nos veremos, don Jerónimo —decidió El Coyote.
* * *
El Coyote deslizóse en el interior de la casa después de subir hasta el tejado utilizando un árbol cercano. Reinaba en ella un profundo silencio que fue turbado por el gemir de algunas tablas al ser pisadas.
El Coyote empezó a descender por la escalera hacia el primer piso, en el cual tenían su alojamiento Pío Ruiz y Fernando Ochoa, dos de los menos recomendables personajes de Los Ángeles.
Con ellos no sería fácil discutir. Habría que emplear la violencia. Tal vez la máxima violencia. Pero seguramente aquellos hombres sabrían mucho más que Cecilio Castro acerca de la identidad del Encapuchado o, por lo menos, podrían darle algunos datos que le permitieran seguir una pista segura.
Al llegar ante una de las puertas que daban a la escalera, El Coyote se detuvo. La mano con que empuñaba el revólver se inmovilizó y el arma quedó apuntada ante él. Una línea de luz dibujaba el umbral de la puerta. El Coyote escuchó atentamente. No se oía nada. Ni una respiración, ni un carraspeo, ni una voz. Pasaron unos minutos. El silencio continuó inquebrantado. Por fin, El Coyote empujó la puerta. Estaba abierta. El espectáculo que se ofreció a los ojos del enmascarado no pudo ser más trágico. Dos hombres estaban sentados en una mesa. Entre ellos se levantaba una botella de tequila casi vacía. Los dos hombres se hallaban caídos de bruces sobre la mesa y su inmovilidad era la de la muerte, pues ni el más leve suspiro se escapaba de entre sus azulados labios.
El Coyote tocó aquellos dos cuerpos. Estaban helados. La muerte de Pío Ruiz y Fernando Ochoa habíase producido antes que la de Cecilio Castro. Como en el caso de éste, el asesino había dejado una nota, que El Coyote leyó lentamente:
«LA MUERTE ES LA MEJOR CERRADURA PARA UNA BOCA INDISCRETA».
Tampoco llevaba firma; pero el nombre del Encapuchado también brotó de los labios del Coyote.
Los dos cadáveres no presentaban ninguna señal de violencia. La muerte debía de haberles llegado con el alcohol.
El Coyote cogió la botella de tequila y la vació en el suelo. Algún imprudente podía pagar cara su curiosidad o su sed.
* * *
Abel Morgan estaba nervioso. No le gustaba nada de cuanto sucedía. Mateos le había interrogado muy a fondo acerca de lo que había hecho Borax MacAdoo desde que llegara a su hotel. Le había tenido que mentir, y si Cecilio Castro perdía la serenidad él se encontraría metido en un apuro del que no le sería nada fácil salir.
Cuando entró en su cuarto, después de haber cerrado ya las puertas del hotel, los pensamientos de Morgan eran muy amargos. La culpa de todo la tenía su mala suerte. Aquella mala suerte que nunca le había abandonado, que se había pegado a él como se pegan las pulgas a un perro flaco, sin soltarle ni un solo momento. Si hubiera tenido un poco de buena suerte todo habría sido fácil; pero incluso en las ocasiones en que la suerte parecía sonreírle, lo hizo con una media sonrisa que en seguida se trocó en mueca.
Había comprado aquel hotel e inmediatamente encontróse con que se le estaba terminando el dinero, y ese suceso le colocó en manos de un hombre a quien no conocía —porque jamás había visto su rostro— que le dio todo cuanto le hizo falta; pero ni un centavo más. Que le mantuvo a flote, pero dejándole siempre con el agua a punto de invadir la cubierta de su maltratado buque. En cualquier momento en que El Encapuchado le retirase su apoyo, volvería a naufragar. Y para vivir aquel no vivir, había tenido que convertirse en un delincuente, culpable, ahora, de la muerte de un hombre.
Entró en su habitación, que se componía de una sala y una alcoba. Cerró con llave y dejóse caer en una mecedora. Luego con cansado ademán, alcanzó uno de los cigarros que guardaba en una caja de cedro, encima de la cercana mesita, lo encendió, y cuando lanzaba la segunda bocanada de humo su mirada tropezó con un hombre que acababa de salir de la alcoba.
El antifaz que le cubría el rostro y los dos revólveres que pendían de su cintura, indicaban tan claramente las intenciones de aquel hombre, que Abel Morgan estuvo a punto de dejar caer el cigarro que tenía entre los labios. Vióse obligado a sostenerlo con los dedos, al mismo tiempo que preguntaba con estrangulada voz:
—¿Quién es usted?
—Me llaman El Coyote. ¿No ha oído hablar de mí?
—Sí…, sí… pero creí que… que no era verdad.
—Ya ve que lo soy —replicó El Coyote, avanzando hacia Morgan—. ¿Le importaría contestar a algunas preguntas?
—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó el hotelero.
—No se preocupe por ese detalle; —replicó El Coyote—. Carece de importancia.
—Para mí la tiene… —contestó Morgan—. Esta habitación se hallaba cerrada…
—¿Se acuerda de Borax MacAdoo? —preguntó El Coyote.
Morgan se atragantó con el humo de su cigarro. Sus dilatados ojos miraron aterrados al enmascarado, que siguió:
—Usted sabe quiénes colocaron la carga explosiva que destrozó a Borax MacAdoo.
—No.
—Fueron Pío Ruiz y Fernando Ochoa —siguió El Coyote—. Recibieron una buena paga; pero ya no les sirve de nada, porque los dos han muerto.
—¿Les ha matado usted?
—No —sonrió El Coyote—. Les mató El Encapuchado.
—¿Le conoce?
—No. Quiero que usted me diga qué sabe de él.
—Yo no sé nada —declaró, con lívida rostro, Morgan.
—¿Prefiere que venga el señor Mateos a preguntarle por qué dijo que Borax MacAdoo había estado en San Francisco, cuando, en realidad, sabía usted que se encontraba en la cárcel, detenido por borracho?
—¡No! —gritó Morgan—. No diga eso. ¿Se lo ha revelado Cecilio?
—Lo sabía antes de ver a Cecilio. Han hecho ustedes grandes favores al Encapuchado; pero ahora ya no les necesita y de la misma forma que mató a Pío Ruiz y Fernando Ochoa, mató luego a Cecilio y le matará a usted si no se anticipa a él y me dice lo que sepa de su persona.
—¿Ha muerto Cecilio? —preguntó, en un susurro, Morgan.
—Sí. De una estocada. Una muerte muy californiana.
—¡Dios mío! Pero… yo no sé nada. Hace algo más de dos años me encontraba a punto de arruinarme. Recibí una carta en la cual se me ofrecía el dinero necesario para salir de mis apuros más grandes. Acepté, y al devolver la carta recibí dos mil dólares. He ido recibiendo sumas de pequeña importancia que me han permitido sostenerme a flote. A cambio de eso, he tenido que hacer lo que El Encapuchado me mandaba. Lo último fue que dejara que Pío y Fernando metiesen algo en el baúl de Borax.
Mientras hablaba, Morgan fumaba nerviosamente.
—¿Cómo es El Encapuchado? —preguntó El Coyote.
—No sé. Nadie le conoce…
Era lo que había dicho también Cecilio y, sin duda, lo que no tuvieron tiempo de decir Pío y Fernando.
—¿No hay en él algo que le distinga de los demás?
Con cierta dificultad, Morgan pudo responder:
—Sólo hay algo que me ha extrañado… Nunca emplea la mano derecha. Todo lo hace con la izquierda… con la izquierda. La derecha la deja sobre la mesa… Allá en la Casa de las Golondrinas… ¡Oh, cómo me duele la cabeza! Este cigarro era demasiado fuerte…
De pronto dejó caer la cabeza hacia adelante y la barbilla le chocó contra el pecho. El cigarro se escapó de sus labios, en los que apareció una espuma verdosa.
El Coyote se puso en pie de un salto. Por tercera vez en unas horas El Encapuchado le burlaba, hiriendo ante sus propios ojos a los únicos que podían ayudarle.
Un leve examen bastó para que El Coyote se convenciera de que Abel Morgan había muerto. Cogiendo el cigarro que Morgan había fumado hasta un momento antes, lo olió. El aroma no tenía nada de anormal; pero… Allí donde los labios de Morgan habían entrado en contacto con el cigarro, se veía una mancha verdosa.
El Coyote examinó los restantes cigarros que se encontraban en la caja de cedro. Sólo había tres más y cada uno de ellos presentaba huellas bastante claras de haber sido sumergidos por su extremo inferior en un potente veneno, del que estaban impregnados. La humedad de los labios había bastado para matar al dueño del hotel.
El Coyote se guardó los cigarros envenenados. Tal vez algún día le fuesen útiles contra el misterioso encapuchado, que en las primeras batallas reñidas contra El Coyote había llevado la mejor parte.
«Pero una lucha sólo termina cuando uno de los dos enemigos ha muerto —murmuró El Coyote—. Y cuando llegue ese momento, yo cuidaré de que el muerto seas tú, Encapuchado».