Guadalupe descendió del cochecito en que había regresado al Rancho de San Antonio. Siempre que volvía a la casa del hombre que legalmente era su marido, sentíase dominada por una intensa tristeza. Mientras estaba lejos de allí podía forjarse muchas ilusiones y soñar soluciones hermosas de su problema; pero cuando llegaba ante don César y le veía sonreír irónicamente o excitarse por cualquier motivo, todos los sueños se desvanecían y la amarga realidad imponíase con toda su crudeza. Ya no era posible pensar que don César la amaba. Al principio le vio tan rabioso contra ella, contra sus formalidades, contra su negativa a ser realmente su esposa que durante algún tiempo alentó la esperanza de que Echagüe estuviese verdaderamente enamorado de ella; pero esta esperanza ya había muerto. Don César había acabado por acostumbrarse y aceptaba que su esposa le llamara de usted y siguiese siendo su ama de llaves. La volvía a mirar sin deseo. Durante las noches de insomnio, Guadalupe aguardaba en vano una secretamente anhelada reacción violenta del esposo que tratara de terminar de una vez con aquella equívoca situación.
—Hola, Lupita —la saludó don César cuando la vio entrar—. ¿Cómo ha ido la visita a Los Ángeles? —Y como si no le importara la respuesta de su mujer, siguió—: Precisamente ahora iba yo hacia allí. Si te has olvidado de algún recado, podré hacerlo por ti. Esta noche volveré tarde. Quiero ir a darle las gracias a Rómulo Hidalgo por el regalo que nos ha hecho. Tenía dos espantosos jarrones de plata. Primero le regaló uno a Leonor cuando nos casamos. Ahora te ha enviado a ti el segundo para que tengamos la pareja completa.
Don César sonrió irónico, terminando:
—El viejo ya consiguió librarse, a mi costa, de esos dos horrores.
Cuando don César de Echagüe hablaba así, Lupe se sentía furiosa contra sí misma. ¿Cómo podía estar enamorada de un hombre como aquél? Nunca le podría perdonar tantas humillaciones.
—No es costumbre en mí descuidar lo que debo hacer, don César —replicó con hiriente acento.
—Olvidaba que has sido siempre un ama de llaves modelo —replicó, indiferente, don César—. Adiós, Lupita. Creo que César quiere decirte algo. Te ha estado echando de menos.
El niño era el único que la quería de veras. Sólo él se había alegrado de aquella boda que le había asegurado la permanencia en el rancho de la mujer que ocupaba con toda perfección el puesto que su verdadera madre dejó vacante al morir.
—Quisiera pedirle algo, don César —dijo Guadalupe, bajando la mirada y privándose así de la expresión de alegría que bailó unos instantes en los ojos de don César.
Cuando levantó la cabeza, don César volvía a sonreír impertinentemente. ¡Cuánto le costó a Guadalupe seguir hablando! Pero lo hizo con expresión agresiva, como si en vez de pedirle un favor a su marido, lo hiciese a un enemigo y a costa de una terrible humillación.
—¿De qué se trata? —preguntó el dueño del rancho.
—Un hombre ha solicitado hoy mi ayuda.
—¿Y qué?
—Es un hombre a quien amenaza un peligro.
—¿Un peligro? ¿De qué clase?
—De muerte.
—Muy interesante. ¿Quién le quiere matar?
—No sé —musitó Guadalupe. ¡Odiaba a aquel hombre a quien estaba unida por unos lazos que nadie podía desunir! Pero ¿nadie podía romperlos? ¡Si era preciso iría a Roma para que allí la desligaran de…!
—¿No sabes? —preguntó don César, acentuando su impertinencia.
—Sé que corre un grave peligro, que quieren matarlo para robarle algo que le pertenece. Le aconsejé que se instalara en la posada de Yesares. Creo que se podría hacer algo por él.
—¿Quién puede hacerlo? —preguntó Echagüe.
Guadalupe le miró un momento a los ojos, esperando encontrar en ellos un calor que no apareció.
—El Coyote —dijo en voz baja.
—¿El Coyote? —replicó don César, acariciándose la barbilla—. No sé. Ahora está descansando.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lupe.
—Nada. Sólo eso. Que El Coyote descansa y piensa seguir descansando. Creo que ya es hora de que piense en él y no en los demás.
—Pero la vida de ese hombre peligra.
—¿Cómo se llama ese hombre que está en peligro?
—Le llaman Borax MacAdoo.
—¿Borax? Es un minero, ¿verdad?
—Sí.
—Debe de haber pasado mucho tiempo en el Valle de la Muerte. En ese lugar el sol calienta mucho, deshidrata a los hombres y les seca un poco el cerebro. Cuando salen de allí ven visiones; espejismos. Tienen ideas raras; se creen perseguidos por los fantásticos monstruos que ven en el desierto. No hagas nunca caso de lo que te cuente uno de esos hombres. A todos debieran encerrarlos en un manicomio. Adiós, Lupita. Olvídate de ese buscador de bórax. Seguramente ahora estará convencido de que se halla en alguna de las fantásticas ciudades que vio reflejadas contra algún acantilado. O se creerá perseguido por una manada de búfalos de doce cuernos o de indios comanches de seis pies. Adiós.
—¿Es que no va a ayudar a ese hombre?
—Si necesita dinero, dale el que te parezca. Seguramente eso debía de ser lo que buscaba.
Guadalupe sintió deseos de echarse a llorar. ¿Cómo podía ser tan odioso el hombre a quien ella tanto amaba? ¿Sería realmente don César como ella lo había imaginado? ¿No estaría ante un espejismo como los del Valle de la Muerte? No. Ella sabía bien quién era El Coyote. Y si don César se portaba así era porque… porque no la quería, porque nunca la había querido. Por eso pudo permanecer casi diez años a su lado sin sentir amor ni pasión por ella.
—Muchas gracias. Perdone que le haya molestado, don César.
Guadalupe hablaba con rencor mal disimulado. Iría a Roma, aunque tuviese que hacer el viaje a pie. ¡Y le concederían la separación de aquel hombre que la despreciaba, tal vez porque ella no era de su misma clase! Sí, eso debía de ser. Don César veía en ella a una criada con quien el azar le había hecho casarse[1]. Pero nunca le perdonaría aquel matrimonio impuesto por un bandido. Y ella tampoco le perdonaría sus desaires.
Cuando don César se hubo marchado, Lupe sintió que el rencor desaparecía. Volvieron viejos pensamientos. Si El Coyote no se hubiese querido casar, le habrían sobrado medios para evitarlo. Y, además, no habría ayudado al Diablo a escapar a la pena impuesta por la Ley. Si lo hizo fue en prueba de reconocimiento… No, no. Esto era lo que deseaba creer ella. La realidad era la que acababa de ver. Don César la despreciaba. De lo contrario se hubiera apresurado a aceptar la mano que le tendía. Si él la amase no habría vacilado ni un minuto en decirle que tomaría el partido de Borax MacAdoo. Al fin y al cabo, si ella se había interesado por aquel hombre, había sido tan sólo para que César, al apresurarse a ayudar a MacAdoo, le demostrara que la quería.
Escondiendo el rostro entre las manos. Guadalupe se echó a llorar. Era muy desgraciada. Iría a Roma a pedir la anulación. Sí que iría. Y ya se hubiera marchado si no temiera dejar solo al hijo de don César.
De súbito, una suave mano se apoyó en uno de sus hombros.
—¿Por qué lloras, Lupe?
El pequeño César estaba ante ella.
—¿Es por culpa de papá? —agregó.
—No, no. Es… Tú eres muy niño aún y no sabes que las mujeres lloramos por cualquier tontería.
No quería decirle que estaba en lo cierto al suponer a su padre culpable de aquellas lágrimas. Ella no debía interponer obstáculos entre César y su hijo.
—No quiero que llores —dijo el niño—. Yo te quiero mucho. Y papá también te quiere.
—Ya lo sé, pequeño mío. No me hagas caso. Cuando seas mayor comprenderás que no te he engañado al decir que las mujeres lloramos por cualquier motivo. Y a veces también reímos sin saber por qué.
—Entonces, ¿por qué no te ríes en vez de llorar?
Guadalupe no pudo contener una sonrisa.
—Tienes razón —dijo—. Soy una tonta muy tonta. Subamos a tu cuarto a ver si sabes bien tus lecciones.
César se movió inquieto.
—¿No sería mejor que te consolase? —propuso.
Guadalupe acentuó su sonrisa.
—¿No ves que ya me has consolado?
—Entonces… ¿por qué no vamos a jugar al jardín?
—Pero tus lecciones…
—Si hubieras seguido llorando no te habrías acordado de mis lecciones, ¿verdad?
—Puede que no. Pero ahora ya no lloro.
—¿Y quieres que llore yo, que no tengo culpa de nada?
—Tendrás la culpa de no saber bien tus lecciones.
El niño hizo un gesto de disgusto.
—Las mujeres sois muy extrañas —declaró—. Te hago un favor y tú me pagas con eso de las lecciones. Está bien. Ahora no te volveré a consolar nunca más. Aunque te pases las noches llorando, no te diré nada. Y tampoco te diré una cosa que me dijo papá.
—¿Qué te dijo? —preguntó Lupe, tratando, en vano, de disimular su ansiedad.
—No te lo diré.
—Por favor, dímelo. Te daré…
—¿Qué?
—Lo que tú quieras.
—¿No me tomarás la lección?
—Está bien, no te tomaré la lección.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Pues… me dijo que yo era un chico de suerte.
—¿Sólo eso? —preguntó, desilusionada, Lupe.
—Sí. Me dijo que era un chico de suerte porque había conseguido las dos mejores madres del mundo: mamá y tú. Y si mañana tampoco me tomas la lección, te diré otra cosa que yo le dije.
—César: vas a ser temible con las mujeres —sonrió Lupe—. Conoces instintivamente el arte de obtener de ellas lo que deseas. Dime lo que dijiste y mañana tampoco habrá lección. ¡Y que Dios me perdone por lo mal que te educo!
—Pues yo le dije que él tenía más suerte porque había conseguido las dos mejores esposas del mundo: mamá y tú.
—¿Y qué respondió él?
—¿Me darás chocolate con leche si te lo digo?
—Sí —rió Lupe.
—Pues me dijo que tenía mucha razón; pero que él era un…
El niño titubeó.
—¿Qué te dijo?
El pequeño César empezó a pensar qué podía pedir a cambio de aquella información; pero al fin decidió que era preferible no pedir nada más, pues la respuesta de su padre no le parecía de las más claras. Quizá Lupe se sintiera defraudada y olvidase sus promesas. Es cosa muy sabida que los mayores nunca se sienten ligados por lo que prometen a los niños.
—Pues… me dijo que él era… era… Dijo que era un borrico.
Indudablemente las mujeres son muy raras; porque el hecho de que don César de Echagüe se llamara a sí mismo borrico pareció colmar de felicidad a Guadalupe, quien abrazando al niño, le besó en las mejillas y prometió:
—Comerás bizcochos con el chocolate.
Y se fue muy contenta hacia la cocina, dejando a César con la seguridad de que había desperdiciado lamentablemente una información que podía haberle valido una semana de vacaciones.
—Pero ¿quién iba a suponer que le alegrase tanto el saber que papá es un borrico?
César no comprendía nada, y esto le molestaba. ¡Si al menos Lupe quisiera explicarle el misterio! Pero no… no se lo quería explicar. Las mujeres se alegran con dificultad, y cuanto más se alegran menos quieren decir por qué. Por el contrario, cuando lloran son más comunicativas, con lo cual demuestran su egoísmo. En seguida están dispuestas a echar sobre otro sus penas. En cambio, las alegrías se las guardan para ellas. Los hombres son muy distintos: cuentan sus alegrías y callan sus penas.
El heredero del Rancho de San Antonio marchó hacia la cocina muy satisfecho de pertenecer a un sexo lógico y no medio loco como el femenino, que es capaz de alegrarse porque un hombre dice que es un asno. ¿Se puede imaginar cosa más tonta?