Antes de que los ecos de la explosión fueran devorados por la lejanía, dos hombres se detenían frente al rancho de don Jerónimo. Frank Christie, que a medio vestir había salido de su alojamiento, abrió la puerta, preguntando:
—¿Qué ha sido eso, don Teodomiro?
—Eso es lo que yo quiero saber —replicó el jefe de policía, volviéndose hacia el encargado de las máquinas agrícolas.
—Yo estaba durmiendo y me despertó la explosión —declaró Christie.
Él y su compañero desmontaron ante la puerta principal del rancho. El acompañante del jefe de policía era un hombre cuya agilidad estaba en desacuerdo con sus grandes barbas, blanca cabellera y arrugado rostro.
Cruzaron el vestíbulo y a mitad de él tropezaron con José Salas. El hijo del dueño del rancho estaba pálido como un muerto.
—¿Qué sucede? —preguntó Mateos.
José no pudo responder en seguida. Al fin tartamudeó:
—Ha estallado algo.
—Eso ya lo saben en toda la ciudad —gruñó Mateos—. ¿Dónde está tu padre?
José Salas acentuó su turbación.
—Es que… No es necesario que le estorbemos… Descansa…
—No pretenda decirme que sigue durmiendo a pesar de haber volado la mitad del rancho —replicó, mordientemente, Mateos—. Hágale salir.
—Está enfermo —tartamudeó el joven—. No es prudente sacarle de su habitación. Yo les acompañaré…
En aquel momento, a bastante distancia, sonaron tres disparos seguidos y luego otros dos más espaciados.
—Alguien está tratando de colaborar en los fuegos artificiales —dijo Mateos.
—Creo que nos interesa ver al señor Salas —dijo su compañero.
—¡Claro que nos interesa! —replicó Mateos—. ¡Vamos, no me haga perder más tiempo! —ordenó a José.
Éste aún vacilaba; pero al fin pareció rendirse ante lo inevitable.
—Está bien —dijo—. Les acompañaré.
Con lento paso les guió por un largo y amplio corredor y al final se detuvo ante una puerta y la abrió, invitando:
—Pueden entrar.
Sobre una cama, tendido cuan largo era, yacía don Jerónimo Salas. El aire estaba impregnado de un olor dulzón, que Mateos identificó en seguida.
—¡Opio! —dijo.
Junto a la cama, en el suelo, humeaba una pipa de bambú.
José Salas había inclinado la cabeza y murmuraba:
—Quería evitar que esto se supiese.
—No me extraña que se dijera que don Jerónimo estaba loco de remate —comentó Mateos—. ¿Cómo ha podido un hombre así caer en semejante vicio?
—Empezó al perder los cuatro dedos de la mano derecha —explicó José—. Cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. He intentado por todos los medios quitarle el vicio; pero no he podido. Siempre encuentra la forma de conseguir más opio.
—Bonito guante —dijo en aquel momento el compañero de Mateos, señalando uno que se encontraba caído en el suelo.
Mateos lo recogió y estuvo a punto de lanzar un grito. Luego dijo:
—Creí que los dedos estaban dentro.
Su acompañante se acercó y a su vez examinó el guante. Todos los dedos, menos el correspondiente al pulgar, estaban rellenos de aserrín.
—Con ese guante nadie le hubiera supuesto propietario de sólo seis dedos —dijo.
Mateos le miró.
—¿Qué sospecha?
Por toda respuesta su compañero se acercó a la mesita de noche y, abriéndola, sacó de ella un trozo de tela.
—El Encapuchado —dijo, volviéndose hacia Mateos y mostrándole la capucha.
—¿Qué quiere decir? —preguntó, inquieto, José.
—Que están recayendo sobre su padre unas sospechas muy graves —dijo Mateos.
—¿Qué significa eso del Encapuchado? —preguntó José—. ¿Quién es?
—Un asesino que ha matado a muchas personas —replicó el jefe de policía.
—No es posible que sospeche de mi padre —dijo José.
—Si no sospechamos de su padre, sospecharemos de usted. De esa panoplia falta un estoque. El mismo que encontramos en el cuerpo de Cecilio Castro. Y a juzgar por la colección de cuchillos que tiene su padre, hay que suponer que ha aprendido a tirarlos con la mano izquierda.
La inquietud de José Salas iba en aumento.
—Si ha hecho algo malo ha sido en estado de locura. ¡El maldito opio tiene la culpa de todo!
—Pues a ese opio le ahorcaremos aunque para ello tengamos que ahorcar también a su padre —replicó, brutalmente, Mateos.
José Salas retrocedió un paso.
—No es posible que hablen en serio —dijo.
—Puede estar seguro de que hablamos muy en serio.
El acompañante de Mateos estaba examinando la mesita de noche y de ella sacó un papel doblado en cuatro. Después de desdoblarlo y leerlo atentamente se volvió hacia Mateos, anunciando:
—Aquí tenemos un detalle curioso. Una venta de las tierras de Borax en el Valle de la Victoria. Y parece recién firmado, pues la tinta aún está algo húmeda y no ha cambiado de color.
—¡Borax! ¡Eres un canalla, pero yo te… te mataré!
Don Jerónimo se había incorporado de la cama y miraba a su alrededor, sin ver nada más que aquello que estaba en su cerebro.
—¡Te mataré! —repitió.
Mateos miró a José Salas, que inclinó la cabeza, murmurando:
—Está delirando.
—Tal vez esté delirando —replicó Mateos—; pero lo cierto es que el señor MacAdoo y su esposa han desaparecido esta noche, raptados por un hombre a quien llaman El Encapuchado, porque usa una capucha como ésta, y que nunca utiliza la mano derecha.
—Es horrible —musitó José—. No es posible que sospechen eso de mi padre. Él es incapaz de hacer daño a nadie…
—Respecto al genio de su padre y a lo de si es o no capaz de hacer daño, su fama es muy distinta a la opinión que usted expresa de él —dijo el acompañante de Mateos—. Será mejor que examinemos el lugar de la explosión.
Dejando a don Jerónimo tendido nuevamente en su cama, Mateos y su compañero salieron precedidos por José Salas. Junto a las ruinas de la casa estaban reunidos los peones y criados del rancho. Entre ellos se hallaba Christie.
—¿Sabe usted algo de lo que hacía el señor Salas de noche? —preguntó el acompañante de Mateos, dirigiéndose a Christie.
Éste miró a Mateos, como preguntándole quién era aquel viejo.
—Puede responder —dijo Mateos—. Es uno de mis agentes.
—No sé qué decir —replicó Christie—. Y menos estando delante don José.
—¿Qué trata de insinuar? —preguntó, furioso, José Salas.
—Yo no insinúo nada, señor. Lo que digo es verdad.
—Aún no ha dicho nada —observó el viejo—. Pero yo voy a decir algo. Don Jerónimo Salas fuma opio. Se vuelve loco por él y lo paga a peso de oro, ¿no es cierto, don José?
—Por favor. Delante de los criados…
—Todo el mundo lo sabe —siguió el viejo—. No es preciso guardar ningún secreto respecto a eso. ¿No ha tratado nunca de averiguar quién surtía de opio a su padre?
—No he podido…
—Tal vez porque no ha mirado en cierta habitación…
El viejo se interrumpió y, sacando de un bolsillo tres cigarros, se los tendió a Frank Christie, diciendo:
—Tome uno. Le gustará. Los encontré junto al cadáver de un tal Morgan. Sólo quedaban tres.
Frank Christie vaciló un momento; luego, forzando una sonrisa, replicó:
—Tal vez lo fume más tarde.
—No tarde demasiado, pues quizá entonces no tenga tiempo de fumarlo. Permítame que examine su revólver. Es inglés, ¿verdad?
El viejo había desenfundado el revólver que Christie llevaba al cinto y lo examinaba atentamente.
—No, no es inglés, sino belga —dijo—. Es un arma muy curiosa. ¿Quiere acompañarnos, señor Mateos? Don José puede quedarse aquí descombrando hasta dar con un par de cadáveres que seguramente estarán entre los cascotes.
Mateos y su compañero se colocaron a ambos lados de Frank Christie. Cuando estuvieron a alguna distancia, el viejo preguntó:
—¿Le gusta la vida que lleva usted aquí, Fred Wister?
El encargado de las máquinas agrícolas se detuvo. Respirando profundamente, replicó:
—Creo que confunde mi nombre.
—Tal vez —replicó el viejo—. ¿Quiere encender su cigarro?
—Sí —murmuró el capataz—. Siento grandes deseos de fumar.
Encendió cuidadosamente el cigarro; pero no pudo disimular el temblor de su mano. El viejo, que le observaba atentamente, notó que los labios empezaban a teñírsele de verde.
—Díganos de una vez si es usted Frank Christie o Fred Wister —pidió Mateos.
—Es mejor que lo dejemos en Frank Christie —dijo el viejo—. Si todo hubiera ocurrido como él deseaba, hubiésemos revelado su identidad; pero desde el momento en que Borax MacAdoo y su mujer se han salvado…
—¿Cómo sabe que se han salvado? —preguntó Mateos.
—Aquellos cinco disparos fueron una señal de uno de mis hombres que fue a la «Casa de las Golondrinas». Debió de encontrar el pasadizo que la une con el rancho de don Jerónimo y pudo llegar a tiempo de sacar de su encierro a los dos condenados a muerte.
—¿Es verdad eso, señor Coyote? —replicó Christie. Y volviéndose hacia Mateos, le preguntó—: ¿Sabía usted que ese hombre es El Coyote?
—Ya le he dicho que es uno de mis agentes. No trate de complicar las cosas.
Christie seguía fumando.
—¿Me ahorcarán? —preguntó burlonamente.
—Desde luego —respondió Mateos.
—Todo ha fallado —suspiró Christie—. Sin embargo, era un hermoso plan.
—En cierto modo nada más —replicó el viejo—. Cuando su hermana me contó lo que había ocurrido, lo vi todo claro. Y al conocerle noté que se parecía mucho a cierto Frank Christie que trabajaba para don Jerónimo. Eso fue el primer detalle que atrajo mi atención sobre usted. A partir de ese momento, todo quedó clarísimo. Fred Wister se enteró de que en el Valle de la Victoria había una gran fortuna en oro. Aquella parte del Valle pertenecía a don Jerónimo Salas, a quien él conocía de los tiempos en que le vendía opio. Fred Wister decidió instalarse en el rancho bajo nombre falso y seguir surtiendo de opio a don Jerónimo, burlando así la vigilancia de su hijo. Esto fue lo que hizo nuestro compañero, señor Mateos. Don Jerónimo, que no podía comprar el opio en ninguna otra parte, se lo compraba a Fred, pagando por ello sumas enormes que Fred utilizaba para sus planes. Cuando don Jerónimo se quedó sin dinero vendió su parte del Valle de la Victoria, con lo cual burló a su hijo José, que creyó que, privando a su padre de dinero, le salvaba del vicio en que había caído. Así, Fred se hizo dueño de medio valle que también tiene grandes yacimientos de oro. Pero la avaricia rompe el saco. La otra mitad del valle, propiedad de don Michael MacAdoo, contiene mucho más oro. Fred quiso apoderarse de ella. Así sería riquísimo. No tardó en idear un buen medio para conseguirlo. Casaría a Borax MacAdoo con su hermana, adoptando la personalidad del Encapuchado, que, por lo que pudiera ocurrir, seria adoptada de forma que todos creyesen que El Encapuchado era el loco de don Jerónimo. Por eso nunca utilizaba la mano derecha y por eso mismo se hizo un guante cuyos cuatros dedos mayores estaban llenos de aserrín. En cualquier momento en que dejase caer aquel guante en un sitio donde pudiera ser hallado por usted, las sospechas de todos caerían sobre don Jerónimo. ¿Me equivoco?
—No, don Coyote, no se equivoca usted. Don Jerónimo me necesitaba para que le sirviera el opio que le hacía falta; pero, fuera de esos momentos, me trataba como a un perro.
—Pero usted se iba vengando. Ya le había quitado la mitad del Valle de la Victoria, y le había cargado con la personalidad del Encapuchado. Si alguna vez se descubría todo, las culpas serían para él. Después convenció a su hermana para que fingiera casarse con MacAdoo, presentándose como víctima del Encapuchado. Luego todo sería cuestión de quitar de en medio a MacAdoo para que la herencia del valle pasara a su propia hermana, que se la traspasaría a usted. Y hoy, como última solución, al ver que MacAdoo no murió a consecuencia de la explosión del baúl, ha decidido matar a su hermana de una manera que usted apareciese como inocente, y luego, como tío del falso hijo de MacAdoo, se hubiera hecho cargo del Valle de la Victoria. Por anticipado había eliminado ya a todos sus cómplices. A unos, por medio del estoque; a otro, por medio del veneno, y a otro, mediante un cigarro puro envenenado…
—¡Eh! —gritó Mateos—. ¿Qué significa…? ¡Tire ese puro!
Quiso lanzarse sobre Fred Wister; pero en el mismo instante el cigarro cayó de entre los labios del criminal, cuyas rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo.
—Ya está casi muerto —dijo el compañero de Mateos—. Es mejor así.
—Pero no podré ahorcarle…
—Es lo menos que se puede hacer por su hermana —replicó El Coyote—. Ella no ha de saber que fue su propio hermano quien quiso asesinarla. Amargaría su vida. Vale más que crea que El Encapuchado era Frank Christie, un falso encargado de máquinas agrícolas. ¡Y que nunca vea el cadáver!
—¿Y usted sabía que el cigarro estaba envenenado?
—Se lo di yo mismo. Los recogí en el cuarto en que murió Morgan. Estaba seguro de que algún día me serían útiles aquellos cigarros. Aquí tiene otros dos. Si alguna vez no tiene cosa mejor que fumar…
Mateos tiró al suelo los cigarros, luego sonrió y, tendiendo la mano al Coyote, dijo:
—Tiene usted unas justicias terribles, pero acertadas. Así es mejor. ¿Dónde estarán MacAdoo y su esposa?
—En la «Casa de las Golondrinas». Espero que no estén heridos.
—¿A cuánta gente ha matado ese hombre? —preguntó Mateos, indicando el cuerpo de Wister.
—A mucha. Tiene bien ganado el infierno; pero confiemos en que se arrepintió de corazón antes de morir. Tuvo tiempo.
—Y valor. Yo no me habría fumado tan tranquilamente un cigarro como ése.
—Tenía que elegir entre la horca y el cigarro. Además, desde que le quité el revólver y pronuncié su verdadero nombre, comprendió que estaba perdido. Es lo bueno que tienen los hombres muy malos. Saben darse cuenta de cuándo el barco se hunde sin remedio. Su hermana es igual; pero en mucho mejor.
—La noticia de este suceso va a correr por todo Los Ángeles y quizá por toda California.
—Ése es mi mayor deseo. Que todo el mundo lo sepa. Y en especial una persona.
—¿Quién?
—Si se lo dijera sabría usted tanto como yo, y sabiendo lo que sabe El Coyote, sabría usted quién es El Coyote.
—Me dan ganas de arrancarle esa máscara.
—Le aconsejo que en lugar de eso se fume uno de esos puros que ha tirado. Siempre es mejor morir mediante un dulce veneno que hecho pedazos por un coyote.
—Bien. Le haré caso; pero no me fumaré el cigarro ni le arrancaré la máscara.
—Veo que se vuelve prudente. Adiós, Mateos. Buena suerte.
—Adiós, don Coyote. Buena suerte.
El Coyote se acercó a donde estaba su caballo, y montando de un salto, partió al galope. Media hora más tarde entraba don César en su habitación. El pañuelo de Guadalupe aún estaba en el suelo; pero ya amanecía y no era el momento más oportuno para decir palabras de amor a una mujer. Esperaría a la noche siguiente, cuando el aroma de los nardos y de la madreselva embalsamara el aire. Un cuarto de hora más tarde dormía con el pañuelo cerca de los labios.
* * *
Anita subió el desayuno a don César, en respuesta a su llamada.
—¡Hola, chiquilla! —rió don César—. Hermosa mañana, ¿verdad?
—Muy hermosa, señor —respondió, con voz ahogada, Anita.
—¿Y Lupe? Bueno, quiero decir mi mujer.
—Ha salido, señor.
—Vaya. ¿Tardará mucho?
—Unos diez días…
—¡Eh! —gritó don César—. ¿Qué estás diciendo? ¿Acaso ha ido…?
—A San Francisco, a comprar.
—¿Estás segura?
—Sí, señor. Se marchó a primera hora. Nos dijo que no le despertásemos antes de la una.
—¿Y qué hora es ahora?
—Las dos, señor.
—¡Malditas mujeres! ¡Al diablo se le ocurre irse hoy a San Francisco!
—Tal vez ella no sabía que usted deseaba verla —sugirió Anita—. Se marchó llorando. Y…
—¿Qué?
—No me atrevo.
—¡Pues cállate!
Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Anita.
—Ya me callo —gimió.
—¡Vaya por Dios! ¿Se puede saber por qué lloras?
—Me ha hablado usted así… Y yo sólo deseo servirle…
—Perdóname; pero… ¿por qué demonios se habrá marchado Lupe?
—Quizá… porque cree que usted no la quiere.
—¡Pero si estoy loco por ella!
—Como el señor sabe disimular tan bien… A lo mejor…
—¡Claro! Eso es. A lo mejor la he convencido. ¡Pronto! Que arreglen mi equipaje más ligero.
—¿Se marcha el señor?
—Sí. Me voy a San Francisco.
De nuevo las lágrimas llenaron los ojos de Anita.
—¿Puedes decirme por qué lloras ahora, criatura?
—Porque… porque… Porque pienso en lo feliz que será la señora cuando le vea llegar.
Y sollozando por todo lo alto, Anita salió del cuarto, dejando a don César recapacitando, como antes lo hiciera su hijo, acerca de lo extrañas que son las mujeres.
—Ahora comprendo por qué en las fuentes siempre que pueden colocan estatuas femeninas. Una mujer sin humedad en los ojos es algo incomprensible e inaudito.
Pero ¿por qué se habrá marchado Lupe? ¿Cómo no se había dado cuenta de que él estaba loco por ella? ¡Pero si todo estaba tan claro! Él se había dado cuenta desde el principio de que estaba enamorado. Y ella, en cambio…
Saltando de la cama, don César empezó a dar grandes voces, orden tras orden, y una hora después marchaba en pos de Guadalupe hacia San Francisco y, sin sospecharlo, hacia una de sus más peligrosas aventuras.