Timoteo Lugones dejó en el suelo la maleta que había recogido en la habitación de Carolyn. Estaba seguro de que nadie le había seguido; pero antes de llamar a la puerta de la casa de Adelia dirigió una mirada a su alrededor. No vio a nadie y al fin se decidió a llamar. Tres golpes seguidos y dos espaciados.
Al otro lado de la puerta se oyó el pesado caminar de Adelia. Luego su voz preguntó:
—¿Quién llama?
—Soy yo, Adelia. Timoteo.
Lugones empezó a oír girar la llave en la cerradura; pero ya no oyó nada más, pues, de pronto, el mundo estalló en millones de lucecitas centelleantes, la tierra se hundió bajo sus pies y luego todo fueron tinieblas.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Adelia, que había oído el golpe.
No pudo preguntar nada más, porque ante ella apareció un hombre, cuyo rostro quedaba oculto por una capucha y cuya mano derecha empuñaba con amenazadora firmeza un revólver de seis tiros.
—¡Cállate! —ordenó una ahogada voz. Al mismo tiempo El Encapuchado dio un paso hacia delante y entró en la casa.
Adelia hubiera querido poder gritar; pero el terror le cerró la garganta.
—No me mate —dijo en un susurro.
—Eso dependerá de ti —replicó El Encapuchado—. Vuélvete de espaldas.
Con gran rapidez y destreza, El Encapuchado la amordazó, atándola luego a una silla. Después arrastró dentro de la casa al inocente Timoteo Lugones. De no llevar el rostro cubierto, la india le hubiera visto sonreír duramente.
Cuando se hubo asegurado que Adelia no podía ayudar en nada a Timoteo Lugones, y de que éste tardaría bastante rato en recobrar el sentido, El Encapuchado comenzó a registrar la casa. No tardó en encontrar lo que buscaba.
* * *
Borax MacAdoo y Carolyn se volvieron al oír que se abría la puerta. La sonrisa que estaba en sus labios se trocó en mueca de espanto cuando, en vez de Adelia o de Lugones, vieron en el umbral a un hombre cuyo rostro quedaba oculto por un largo capuchón.
—Hola, señora de MacAdoo —dijo El Encapuchado, avanzando hacia Carolyn—. Veo que ha resucitado a su esposo.
Carolyn estaba demasiado asustada para replicar.
—Me traicionó usted dos veces, y eso no puedo perdonarlo —siguió El Encapuchado.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó MacAdoo—. ¿Las tierras del Valle de la Victoria? Se las venderé. Se las daré, incluso; pero no haga ningún daño a Carolyn.
—Es una buena proposición —dijo El Encapuchado—. Es posible que la tenga en cuenta. Pero, entretanto, deberán acompañarme. Y no cometan la tontería de querer escapar. Han sido muchos los que han pretendido correr más que una bala. Ninguno lo ha conseguido.
Borax MacAdoo cerró los puños y Carolyn comprendió que iba a intentar lanzarse contra El Encapuchado.
—No, Michael, no —pidió—. Te mataría.
—Su esposa acaba de salvarle la vida —dijo El Encapuchado—. Tiene usted una esposa muy inteligente. Eso es algo que debe agradecerme, aunque tal vez no me lo agradezca. Lamento que no esté con ustedes El Coyote. Por primera vez ha encontrado lo que se llama la horma de su zapato. Comparado conmigo no es más que un simple aficionado. Vamos.
Carolyn y MacAdoo salieron de la habitación, seguidos por El Encapuchado, cuya mano izquierda empuñaba el revólver amartillado, a punto de disparar.
Cuando pasaron junto a Adelia y Timoteo Lugones, Carolyn lanzó un grito de terror.
—No se asuste, señora —dijo El Encapuchado—; su amigo no está muerto, sólo atontado.
Luego explicó:
—Por un momento El Coyote me hizo pensar que me tenía derrotado; pero no es tan listo como yo. Sólo necesité permanecer cerca de la posada hasta que salió de ella un hombre cargado con una maleta que reconocí en seguida. Él me guió hasta aquí y por el favor que me hizo me he abstenido de matarle. No se debe ser desagradecido. Sigan calle adelante.
Durante casi una hora Carolyn y MacAdoo anduvieron delante del Encapuchado hasta llegar a la puerta de un rancho. Luego entraron en él y, siempre guiados por el misterioso hombre, fueron hacia la casa principal, entraron por una de sus puertas y descendieron hacia el sótano.
—Ésta será su casa hasta que se resuelva su situación —siguió El Encapuchado—. Entren.
Carolyn y Borax obedecieron y la puerta se cerró tras ellos.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó Carolyn cuando estuvieron solos.
—No creo que nos ocurra nada —dijo Borax, con forzada calma—. A ese hombre le interesan las tierras del Valle de la Victoria. No hará nada contra nosotros hasta que se apodere de ellas.
Pero MacAdoo no estaba muy seguro de que El Encapuchado se detuviera ante un obstáculo tan pequeño.
Aunque no confiaba gran cosa en encontrarlo, empezó a buscar un posible medio de huir de allí; pero no existía ninguna comunicación con el exterior, a excepción de la sólida puerta por la que habían entrado. Y en cuanto a las paredes, eran de dura roca, y aunque se lograse abrir un boquete, la situación no habría mejorado gran cosa.
Durante una hora y media, MacAdoo y Carolyn trataron de soltar alguno de los bloques de la pared, junto a la puerta. No consiguieron nada y cuando oyeron unos pasos que se acercaban cesaron en sus esfuerzos. La llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió. Luego, la voz del Encapuchado ordenó:
—Colóquense a un lado, donde yo pueda verles.
MacAdoo había proyectado lanzarse sobre su adversario cuando éste entrara; pero aquella orden echó por tierra sus propósitos. Carolyn y él se colocaron frente a la puerta y ésta se acabó de abrir. De nuevo El Encapuchado apareció ante ellos. Seguía empuñando su revólver y debajo del brazo derecho traía un papel y una caja.
—Ahora podrá firmar la cesión de sus tierras, Borax —dijo.
Enfundó el revólver y tendió el papel y la caja a Borax MacAdoo.
—No tiene más que firmar —dijo—. En la caja encontrará un tintero y pluma.
MacAdoo cogió el documento y lo leyó. Cuando lo hubo terminado de leer miró al Encapuchado, diciendo:
—Esta cesión es a favor de don Jerónimo Salas.
—Ya lo sé.
—¿Es usted?
—¿Qué más da?
—Claro. ¿Qué más da? —sonrió MacAdoo—. ¿Y cómo sé que nos dejará libres después de firmar?
—No le queda otro remedio que confiar en mí —replicó El Encapuchado.
—¿Y si no quiero firmar?
—Si no quiere firmar será testigo de cómo muere una mujer. Su mujer.
—¡No se atreverá a hacerlo! —gritó MacAdoo.
—Me he atrevido a hacer cosas mucho peores y menos agradables. Además, no olviden que puedo hacer falsificar su firma, como se falsificó para su matrimonio.
Borax inclinó la cabeza. Desde el principio habíase sabido vencido. Abriendo la caja, sacó un tintero de cuerno. Desenroscó la tapa y humedeció la pluma. Apoyando el documento en la pared, lo firmó, tendiéndoselo en seguida al Encapuchado, que le ordenó:
—Déjelo en el suelo y vuelva junto a la pared.
MacAdoo obedeció, retirándose luego junto a Carolyn. El Encapuchado inclinóse hacia el suelo, y con la mano derecha, pero utilizando sólo el dedo pulgar, recogió el documento. Enfundando el revólver, cogió con la mano izquierda el papel y lo guardó en el bolsillo. Después sacó dos pares de esposas metálicas y dirigiéndose a Borax, le mandó:
—Vuélvanse de espaldas. Y usted también, señora. Los voy a unir para que no puedan seguir tratando de hacer agujeros en la pared.
Rápidamente esposó la mano derecha de MacAdoo a la izquierda de Carolyn; luego cerró una de las manillas de la otra esposa en torno de la muñeca izquierda de Borax, y obligándole a que apoyara la espalda contra la de Carolyn, cerró la otra manilla en torno a la muñeca de la mujer.
—Creo que así no podrán hacer nada —dijo—. No podrán verse la cara al morir. Lamento privarles de ese consuelo. Perdónenme.
—¡Canalla! —gritó MacAdoo.
—Puede insultarme si eso le consuela —dijo El Encapuchado—. No es la primera vez que oigo esas palabras; pero hasta ahora nadie puede vanagloriarse de haber vivido lo suficiente para contar a otro que me las había dirigido. Espero que la muerte les será leve.
Borax y Carolyn le vieron sacar de un bolsillo tres cartuchos de dinamita, cuyas mechas estaban unidas a otra mucho más larga. El Encapuchado metió una silla en la habitación, y de un gancho del techo colgó los cartuchos y prendió fuego a la mecha.
—Vivirán diez minutos —dijo El Encapuchado—. Aprovéchenlos, pues son los últimos que les quedan.
Rápidamente retiró la silla, dejando así los cartuchos fuera del alcance de los prisioneros. Luego salió de la habitación y cerró la puerta con llave y cerrojo.
—Temo que por mi culpa te encuentres en una situación de la que podías haberte librado —dijo MacAdoo.
Carolyn no respondió. El chisporroteo de la mecha era el único ruido que se escuchaba en la habitación. Por fin, la joven replicó:
—La culpa ha sido mía. De no haber aceptado la oferta que se me hizo…
—Cualquier otra mujer hubiera servido para ello —dijo MacAdoo, cuya mirada seguía el lento avance de la llama por la negra mecha, en dirección a los tres cartuchos. Cada milímetro quemado eran unos segundos menos de vida—. No comprendo por qué no nos ha matado de un par de tiros —dijo—. Hubiese sido mucho más humano y… y más seguro para él.
El paso del tiempo era marcado por el siseante chisporroteo de la mecha. Ésta habíase consumido ya en sus dos terceras partes.
—Lo peor es no poder hacer nada —dijo Borax—. Retirémonos hacia un rincón donde tal vez no nos alcancen los efectos…
—No podemos salvarnos —murmuró Carolyn—. Toda esta habitación se hundirá sobre nosotros. ¿Qué será del pobre niño que dejé en San Francisco?
—Por mal que lo pase, nunca lo pasará como nosotros.
—No sé. A nosotros sólo nos quedan unos minutos de sufrir. A él puede quedarle toda una larga vida.
—Me ha parecido oír pasos —dijo, de pronto, MacAdoo.
—Ha sido un trozo de mecha que ha caído —dijo Carolyn.
Otro trozo de mecha cayó al suelo y la llama alcanzó las tres cortas mechas de los cartuchos. Carolyn cerró los ojos y empezó a musitar una oración.
Dos minutos más tarde una terrible explosión conmovía el rancho de don Jerónimo, y una parte del mismo se hundía en la tierra, en medio de una nube de polvo y humo.