Capítulo X:
Un pañuelo en el suelo

—¿Usted es mi mujer? —preguntó Borax MacAdoo, mirando, asombrado, a Carolyn Wister.

—Pero… usted ha muerto —tartamudeó Carolyn.

—No, puesto que estoy vivo —replicó Borax MacAdoo—. Claro que faltó muy poco para que me matasen.

—¿Le salvó El Coyote?

—Sí. De no seguir sus consejos, a estas horas no me tendría usted delante y sería, efectivamente, mi viuda.

Carolyn sonrió levemente.

—De no ser por El Coyote creo que a estas horas me encontraría con un cuchillo clavado en el corazón.

—¿Usted? Pero… ¿por qué?

—No lo sé; pero es así.

—Comprendo que quisieran matarme a mí; pero… a usted… No hay motivo.

—A veces en la vida cometemos errores que luego pagamos muy caros.

—¿Qué errores cometió usted? —preguntó MacAdoo. Y en seguida agregó—. Si le apura el contármelos, no lo haga. En realidad, eso a mí no debe de importarme mucho, aunque siendo su marido…

—No me lo recuerde —pidió Carolyn—. Yo le imaginaba un minero rudo, salvaje, casi un asesino. Así me lo pintaron. Por eso acepté…

Como Carolyn no siguiera, MacAdoo aconsejó.

—Tal vez fuese mejor que me contara lo ocurrido. Aunque hemos seguido caminos que nos parecían distintos, lo cierto es que al fin nos hemos encontrado. Tal vez nuestros caminos no eran tan distintos como creíamos.

—Tal vez no. De todas formas, creo que a usted le debo una explicación. Al fin y al cabo se ha encontrado con la desagradable situación de ser mi marido sin haber hecho nada para ello. Aunque nuestra familia procede del Maine, nos hemos criado en San Francisco.

—¿Tiene alguien más de familia?

—Mi hermano. No quisiera hablar de él; pero tiene mucha parte de culpa en todo lo ocurrido. Vivíamos en San Francisco y él trabajaba en el muelle. Allí conoció a algunos hombres de mala ley y pronto se convirtió en uno igual a ellos. Traficó en opio y en otras cosas; y un día cometió un desfalco terrible. Veinticinco mil dólares. Si hubiera trabajado para otros jefes, el desfalco no habría tenido demasiada importancia. Quiero decir que sólo le hubiesen metido en la cárcel; pero entre la gente del hampa las estafas se pagan con la vida. Fred me confesó, llorando, la verdad. Me dijo que su jefe le haría asesinar, pues era un hombre implacable. Sólo existía una solución: devolver el dinero. Y ni Fred ni yo teníamos la décima parte de aquel dinero.

»Eso ocurrió hace unos dos años. Fred salió en busca de una solución y al fin contó a su propio jefe lo ocurrido. Esperaba que le matase, pero El Encapuchado no lo hizo.

—¿Quién es El Encapuchado? —preguntó MacAdoo.

—Su enemigo. El hombre que quería hacerle matar para convertirme a mí en su viuda y heredera.

—¡Eh!

El Encapuchado le dijo a Fred que estaba dispuesto a perdonarle su estafa, a devolverle el documento que había falsificado, e incluso a ayudarle económicamente si se prestaba a realizar un plan muy audaz. Por último le pidió que yo fuese a verle. Fred no me obligó a nada; pero yo quería salvarle. Acepté. Fred y yo nos hemos criado juntos. Él siempre me protegió. Además, sé que es bueno, aunque va descarriado. Fui a ver al Encapuchado. Entré yo sola en la habitación en que él estaba. Me expuso brevemente sus deseos. Yo recibiría el documento falsificado por mi hermano. Me lo enseñó para que me convenciera de que dicho documento existía. Además, me enseñó otro documento firmado por Fred en el cual éste se declaraba culpable de aquel delito. No había falsificación alguna. Además de aquellos documentos yo recibiría quinientos dólares mensuales y veinticinco mil al terminar mi trabajo.

—¿Y qué le pidieron a cambio?

—Que fingiera casarme con usted, señor MacAdoo. Un hombre a quien no conozco, pero que tenía la documentación de usted, llegó a San Francisco hace un año y representó el papel de Michael MacAdoo ante el juez que nos casó. Todos los papeles estaban en regla, firmó como usted y legalmente ahora soy la esposa de Michael MacAdoo.

—Entonces… cuando el año pasado me metieron en la cárcel durante unos días fue para utilizar mi documentación para la boda.

—Seguramente. Luego, El Encapuchado me hizo escribir periódicamente cartas a usted en las cuales le hablaba de nuestro matrimonio y del hijo que esperábamos. Aquellas cartas debían guardarse para ser colocadas en su equipaje el día en que usted muriese.

—Pero ¿usted sabía que pretendían matarme?

Carolyn movió negativamente la cabeza.

—No. No lo sabía. Me dijeron que estaba usted muy enfermo, que poseía unas tierras muy ricas que se perderían por falta de herederos. Al falsear nuestro matrimonio, cuando usted muriese, la herencia era para mí y, si daba tiempo, para nuestro hijo. No se perjudicaba a nadie y luego yo, al vender las tierras heredadas, recibiría veinticinco mil dólares que me permitirían salir de apuros.

—¿Y tuvo usted un hijo, incluso? —preguntó incrédulamente, MacAdoo.

Carolyn negó con la cabeza.

—No. Hace algo más de un mes me entregaron un niño recién nacido, cuya madre estaba dispuesta a tirarlo a la bahía. Más tarde fue inscrito en el registro civil como hijo de usted y mío. Él debía ser el heredero de sus tierras.

—¿Y su hermano toleró todo eso?

—Fred no podía evitar ya nada. Se marchó hacia Nuevo Méjico, en busca de mejor fortuna. Hace tiempo que no sé nada de él. Cuando me comunicaron la muerte de mi… «marido» creí, de buena fe, que la muerte se debía a un accidente; pero casi en cuanto llegué, El Coyote me informó de lo contrario, y al ir yo a decir algo acerca del Encapuchado, me tiraron un cuchillo que estuvo a punto de matarme. Entonces El Coyote me trajo aquí. Perdóneme por el mal que he podido hacerle, señor MacAdoo. No le conocía…

—Ya lo sé —dijo Borax, cuya mirada no se apartaba de la mujer—. Estoy seguro de que yo, en igualdad de condiciones, hubiera hecho lo mismo.

—El cariño que siento por mi hermano fue el que me obligó a aceptar. Además, yo nunca creí que se fuese a cometer un asesinato. Me dijeron que no tardaría en quedarme viuda y que, entonces, lo único que debía hacer era vender las tierras que me correspondieran como herencia.

—Se trata, indudablemente, de las tierras del Valle de la Victoria. Se dice que en ese valle hay muchísimo oro. Cantidades inmensas. Yo no he podido encontrarlo; tal vez porque no he sabido buscar en el sitio debido. Varias veces se me ha ofrecido mucho por esas tierras. Al principio estuve a punto de venderlas; pero luego, reflexioné y decidí conservarlas. Tal vez algún día encontrase el oro. Siempre he tenido la seguridad de poder hallar un tesoro fabuloso. Cuando, hace años, empecé a trabajar en este oficio, lo hice en el Valle de la Muerte; di con un valiosísimo yacimiento de bórax; pero, como trabajaba para la compañía, el contrato especificaba que todos mis hallazgos quedarían propiedad de ella. Yo no me fijé bien en esa cláusula, y cuando me creía riquísimo, me encontré con que sólo me correspondían unos cincuenta mil dólares. Era mucho; pero muy poco si se tiene en cuenta que aquellos yacimientos valían diez millones. En cuanto cobré mi dinero me marché de allí y compré tierras, yacimientos de oro o plata, y, por casualidad, pude adquirir por muy pocos dólares la mitad del Valle de la Victoria…

Carolyn escuchaba con verdadero interés las explicaciones del hombre con cuyo nombre estaba ella casada. Borax no hubiera sido humano si la atención de la joven no le hubiese cautivado. A todo ser humano le gusta que sus palabras sean escuchadas con atención e interés. Borax MacAdoo había intentado en vano, durante su vida, despertar con sus relatos de minería el interés de alguna mujer. Ni su propia madre podía escucharle más de diez minutos. En seguida bostezaba y le interrumpía para hablarle de sus preocupaciones domésticas, cosa que a él le tenía sin el menor cuidado. En cambio, Carolyn Wister, no sólo le escuchaba, sino que de cuando en cuando le interrumpía con alguna pregunta muy acertada, que demostraba que su interés no era fingido.

De súbito, Borax MacAdoo se sorprendió a sí mismo preguntando:

—¿De veras no es hijo suyo nuestro hijo?

—De veras —murmuró Carolyn—. Pero sígame hablando de la mina Comstock.

—No; no quiero hablar más de minas. Quiero que hablemos de nosotros. Usted es mi mujer y yo soy su marido, ¿no?

—Oficialmente, sí; pero en cuanto usted quiera se anulará todo y yo pagaré mi culpa…

—No se anulará nada —declaró Borax—. Usted seguirá siendo mi mujer. Puede que alguien crea que cometo una locura; pero yo sé que no lo será. Es usted buena e inteligente. Y ya que la suerte la ha colocado en mis manos, no pienso soltarla por todo el oro del mundo.

—Pero… si no nos conocemos…

—Sí que nos conocemos. Yo sé que puedo estar durante toda mi vida a su lado y sentirme feliz. Eso es lo que buscan los que se casan, ¿no? Poder estar la vida entera al lado del esposo o la mujer y sentirse siempre dichosos. Por no poder soportar la presencia de los otros es por lo que los hombres y las mujeres se divorcian… ¿Qué me contesta?

—No sé; no esperaba esto.

—Yo tampoco. Cuando me dijeron que tenía una esposa y un hijo, me enfadé, sin adivinar que cuando conociera a mi mujer me iba a sentir muy feliz y alegre. Ya ayudaremos a su hermano a salir de sus apuros…

—¿Y El Encapuchado?

—A ése déjenlo de mi cuenta —dijo una voz, detrás de ellos.

Al volverse, Carolyn y MacAdoo vieron al Coyote que les sonreía desde el umbral de la puerta.

—He escuchado lo que decían —siguió el enmascarado—. Creo que el señor MacAdoo ha tenido un gran acierto al decidirse a conservar la esposa que le ha caído en suerte. Y cuando todo lo malo de hoy no sea más que un lejano recuerdo, es posible que incluso piensen en El Encapuchado como en un amigo que les hizo un gran favor.

—Pero de momento sigue siendo un enemigo temible —dijo Carolyn.

—En efecto —asintió El Coyote—, aunque pronto dejará de serlo.

—Ahora le temo más que nunca —murmuró la joven.

—Eso se debe a que ahora empieza a creer en su felicidad, señorita —respondió El Coyote—. Mientras somos desgraciados y no tenemos nada que perder, nos sentimos valientes. Cuando, además de la vida, nos jugamos la felicidad, entonces nos volvemos cobardes. Dígame todo cuanto sepa acerca del Encapuchado.

—No sé absolutamente nada de él. Mi hermano tal vez sepa algo; pero se encuentra en Nuevo Méjico.

—Demasiado lejos. ¿Recuerda si El Encapuchado utiliza para algo la mano derecha?

Carolyn quedó pensativa.

—No sé… ¡Sí, ya recuerdo! No, no la mueve para nada. Todo lo hace con la izquierda. La derecha siempre la deja sobre la mesa, inmóvil. Como… como si no fuera de verdad.

—Gracias. Creo que ya es suficiente, Ahora cenen, y, entretanto, yo enviaré a uno de mis hombres a la posada del Rey Don Carlos para que recoja algo del equipaje de usted, señorita. Aunque tengo la esperanza de que mañana todo quede resuelto, hasta entonces usted necesitará más ropa. Adiós, les aseguro que he conseguido mucho más de lo que esperaba.

El Coyote abandonó la habitación, y un momento después le decía a Timoteo Lugones:

—Ve a la posada y trae el equipaje de la señora MacAdoo. Yesares no te pondrá ninguna dificultad. Pero ve con mucho cuidado y evita que te sigan.

Cuando Timoteo Lugones se alejó en dirección a la plaza, El Coyote montó a caballo, y, después de recomendar a Adelia que no abriera la puerta a nadie sin antes asegurarse de la identidad del que llamara, partió al galope hacia el centro de la ciudad.

* * *

Teodomiro Mateos miró boquiabierto al hombre que estaba ante él, sentado en su propia cama, haciendo girar en torno del dedo índice un largo revólver de seis tiros.

—¡El Coyote! —exclamó.

—Hola, Teodomiro —sonrió el enmascarado, dejando de hacer girar el revólver, que quedó apuntando al corazón del encargado de la ley y el orden en la ciudad de Nuestra Señora de Los Ángeles.

Mateos hizo intención de levantar las manos; pero El Coyote le contuvo.

—No es necesario —dijo—. Ya sé que no va usted armado y usted sabe que no puede disparar más de prisa y más certeramente que yo. En realidad, estaba jugando con mi revólver. Vea; lo guardo.

Al decir esto, El Coyote enfundó su arma.

—¿A qué ha venido? —preguntó Mateos.

—A hacerle una visita de amigo. Ya sabe que usted y yo no somos tan enemigos como algunos creen. En más de una ocasión le he ayudado. Y usted hubiese podido capturarme en más de dos ocasiones si se lo hubiese propuesto de verdad.

—Varias veces me lo he propuesto de verdad —sonrió Mateos, sentándose en el borde de la cama.

—Sólo se lo ha propuesto de verdad cuando todas las ventajas estaban de mi parte. Bien, le diré a qué he venido.

—¿A qué ha venido?

—A hacer un favor que redundará en mi propio beneficio, o, mejor dicho, en beneficio de un hombre y una mujer a quienes protejo.

—¿Quiénes son?

Borax MacAdoo y su esposa.

—Para hacerle favores a Borax MacAdoo debiera ir a ver a fray Andrés. Creo que sólo las misas y las indulgencias le pueden servir de algo.

—¡Borax MacAdoo no ha muerto!

—¡Eh! Pero si yo mismo vi…

—Usted vio un cadáver que lo mismo podía ser el de Borax MacAdoo que el mío. En realidad era el cadáver de Manuel Tejedor.

—No comprendo…

—Manuel Tejedor era un ratero, ¿no? Abrió un baúl que no era el suyo y se encontró con lo que iba destinado a otro. Pagó con la vida su curiosidad. Lo mismo que la mujer de Lot…

—Comprendo. Pero si MacAdoo está vivo, ¿por qué no se presenta y desmiente su fallecimiento?

—Porque no se quiere exponer a que El Encapuchado lo mate más eficazmente que la primera vez.

—¿Quién es El Encapuchado?

—Un peligroso reptil en forma humana al que tenemos que aplastar mañana, antes de que haga más daño.

—¿«Tenemos»?

—Sí. Yo podría matarle sin necesidad de su ayuda, Mateos; pero la resurrección de Borax MacAdoo ha de ser explicada de alguna manera. Yo no puedo dar explicaciones. Usted sí. Y todo el mérito será suyo. Sólo unos pocos sabrán que he intervenido en el asunto. Ninguno de ellos hablará. Se lo aseguro.

—¿Qué he de hacer?

—En cuanto reciba mi aviso se dirigirá al rancho de don Jerónimo Salas. Irá solo. Yo estaré allí.

—Voy a sentir tentaciones de llevar conmigo un regimiento de soldados y policías.

—Sería una locura.

—Bien, le obedeceré; pero… ¿qué placer encuentra usted en hacer lo que hace? ¿Por qué no deja que nosotros resolvamos todos los problemas del mantenimiento de la Justicia?

—Porque hay muchas cosas que ustedes no podrían resolver. A veces, las leyes no tienen previstos ciertos casos. Y a veces la solución que dan es contraproducente.

—Pero eso no ocurre siempre.

—En este caso ocurre así.

—¿Y qué pasa en el rancho de don Jerónimo?

—Mañana lo sabrá. Buenas noches, Mateos. Espero que, en adelante, seremos buenos amigos.

—Pero no se lo diga a nadie —sonrió el jefe de la policía de Los Ángeles—. Me desacreditaría.

—Y usted tampoco lo diga. Los admiradores del Coyote se sentirían defraudados.

Un momento después, El Coyote llegaba a la calle, y, montando en su caballo, partía al galope hacia el rancho de San Antonio. Antes de llegar a él se detuvo en una pequeña cabaña para cambiar de ropa, y una hora después entraba en su habitación.

Lo primero que vieron sus ojos fue un fino pañuelo caído en el suelo. Extrañado, don César se inclinó a recogerlo. Al ser movida, la tela despidió un suave perfume.

—Emperatriz Eugenia —murmuró don César. Y luego—: Lupita.

Aquel pañuelo decía tantas cosas que don César sintió que se olvidaba de los problemas de Borax MacAdoo y de Carolyn Wister. Llevándose el pañuelo a los labios lo besó suavemente. Ella había estado en su habitación. ¿Habría comprendido la verdad? ¿Habría adivinado que él estaba haciendo lo que ella le había pedido? ¿Sabría que cuando le dijo que no había hecho nada por salvar al hombre que murió en la posada del Rey Don Carlos le había dicho, exactamente, la verdad? Tal vez fuese mejor no esperar ya más y correr a contárselo todo, a decirle que estaba a punto de salvar definitivamente a Borax MacAdoo; a comunicarle que el hombre que murió a causa de la explosión y por quien nada quiso hacer era un vulgar asesino.

Don César se disponía a ir hacia la puerta cuando en la ventana de su habitación sonaron unos golpecitos y al volverse vio, a través del cristal, el rostro de Ricardo Yesares.

—¿Qué sucede? —preguntó, abriendo la ventana.

—¡El Encapuchado! —replicó, jadeante, Yesares—. Ha vuelto a vencer. Borax MacAdoo y Carolyn han desaparecido.

El pañuelo de batista se cayó de entre los dedos de don César. Guadalupe quedó olvidada. Un nuevo problema y un gravísimo peligro le arrastraban lejos de ella.