Capítulo I:
Un hombre asustado

Borax MacAdoo miró fijamente al carcelero mientras éste abría la puerta de la celda. Había llegado el temido momento de ser puesto en libertad. Durante tres días había permanecido en la cárcel de Los Ángeles y, al revés que la mayoría de los presos, aquel instante se le antojaba el más peligroso de todos los de su vida.

—Ya estás libre, Borax —dijo el carcelero, haciéndose a un lado y evitando la mirada del preso.

—Cecilio: te daré cien dólares si me dejas encerrado unos días más —dijo MacAdoo—. ¿Sabes la cantidad de cosas que tú podrías hacer con cien dólares?

Cecilio Castro miró, temeroso, al preso. De tener valor para ello hubiera dicho que cien dólares son muy pocos dólares para vender por ellos su propia vida. Y la vida sería lo que perdería si llegaba a aceptar la oferta del minero.

—No puedo hacerlo, Borax —replicó—. Debes salir de aquí ahora.

—¿Ahora mismo? ¿Por qué no más tarde?

—Ahora se cumplen los tres días.

—Si a todos los borrachos de Los Ángeles los encerraseis tres días en la cárcel, necesitaríais una cárcel capaz para tres mil personas —dijo irónicamente MacAdoo—. Y veo todas las celdas vacías.

—Sólo se les encierra cuando arman escándalo como los que tú armas cuando te emborrachas.

—Es curioso que sólo me emborrache en Los Ángeles —dijo Borax—. Es decir, en el sitio donde menos bebo, un par de copas me tumban; en cambio, en otros sitios he bebido una botella entera sin que me ocurriese nada.

—Tal vez sea cosa del clima —sugirió Cecilio—. Vamos, sal de la celda.

Borax MacAdoo siguió al carcelero hasta el despachito de la pequeña prisión. Abriendo uno de los cajones de la mesa escritorio que se encontraba en un rincón de la estancia, Cecilio sacó una bolsa de papel y vació su contenido encima de la mesa.

—Aquí está todo lo tuyo —dijo—. Compruébalo por ti mismo.

MacAdoo examinó los documentos que contenía su cartera, así como los siete mil dólares que guardaba en ella. No faltaba ni un centavo.

—Eres más honrado de lo que imaginaba, Cecilio —dijo—. ¿Por qué no te aprovechas para quedarte una parte del dinero? Hubieses podido decir que me lo quitaron mientras estaba borracho. Yo te habría creído.

—No se me ocurrió esa solución —declaró Cecilio.

—Eso demuestra que eres más decente de lo que tú mismo supones. O acaso más tonto. Quédate con los siete mil dólares y envía a su destino una carta.

La frente de Cecilio se perló de gotitas de sudor. ¡Aquella tentación!

—No… no puedo hacerlo, Borax. Te aseguro que si me fuese posible lo haría.

—¿Y si te diera unos puñetazos? ¿No tendrías que encerrarme?

Cecilio negó con la cabeza.

—No… Debes salir. Coge tu dinero, tus documentos y… tus armas.

Al decir esto, Cecilio Castro empujó hacia el preso dos revólveres «Colt» con sus fundas y su cinturón canana. Cecilio había sido educado en la misión de San Luis Obispo. Casi todo cuanto allí le enseñaron fue olvidado totalmente; pero algo, muy poco, quedó en el alma del californiano. Por eso, no pudiendo resistir más, declaró:

Borax, tú has sido buen amigo mío. Me has ayudado alguna vez y… En fin, no puedo decirte nada más que esto: Quieren matarte y lo harán en cuanto salgas. Creo que ya lo supones, ¿verdad?

—Sí, ya lo supongo. Lo he temido desde que me encerrasteis aquí. ¿Es cosa de don Jerónimo?

—No puedo decírtelo —replicó Cecilio, en tanto que su rostro expresaba claramente que Borax MacAdoo no iba descaminado en sus sospechas. Luego prosiguió—: ¿Por qué no vendes tus denuncias en el Valle de la Victoria?

—Porque tengo fe en ellas. Lo mismo le ocurre a don Jerónimo. Él también tiene fe en esas tierras.

—¿De qué te servirán si mueres?

—Aún no me han matado.

—Están más cerca de hacerlo de lo que tú crees. Vende.

—Cecilio: entrega mi carta al comandante del Fuerte Moore. Él enviará una escolta de soldados. Te daré diez mil dólares.

El carcelero movió negativamente la cabeza.

—No puedo hacerlo. No te ayudaría en nada y, en cambio, me perjudicaría mucho. Ya hago demasiado al advertirte. Además, no sé nada. Lo único que puedo hacer por ti es ir a anunciar que te desprendes de tus tierras del Valle. ¿Por qué no te decides a venderlas?

Cecilio hablaba suplicante.

MacAdoo sonrió. Si había llegado el momento de jugarse la vida a cara o cruz, estaba decidido a tentar la suerte, aunque sospechaba que sus adversarios utilizarían una moneda en que ambos lados serían idénticos.

—Ya veo que no puedo conseguir nada —dijo—. Si al menos supiese lo que pretenden… Bien; saldré de la cárcel. Cecilio, el que va a morir te saluda.

Cecilio Castro no se atrevió a aceptar la mano que le tendía MacAdoo. Con temblorosa voz, declaró:

—Te aseguro, Borax, que quisiera poder hacer algo por ti. ¿Por qué no vendes tus tierras? Eso sería lo prudente.

—No las venderé. Si yo me quedo sin ellas, don Jerónimo no podrá tampoco adquirirlas.

¿Era eso cierto? MacAdoo no estaba muy seguro de que don Jerónimo no hubiese ideado algún plan para quedarse como único dueño del Valle de la Victoria, que ahora compartía con él.

Se ciñó los revólveres al cinto, comprobó que seguían cargados, aseguróse de que salían fácilmente de las fundas, y, por último, dejó sobre la mesa quinientos dólares, diciéndole a Cecilio:

—De todas formas, te los regalo. Si me han de matar, tú podrás disfrutar de ellos mejor que yo.

Hasta mucho después de haberse marchado Borax, Cecilio no se atrevió a coger el dinero y guardarlo.

Por su parte, MacAdoo salió de la pequeña prisión, y al llegar a la calle se detuvo un momento a contemplar la gente que transitaba a aquellas horas por allí. Si lograba llegar a su hotel… Desde allí podría pedir ayuda al fuerte.

Mientras permanecía a la puerta de la prisión iba trazando y desechando diversos y audaces planes. Todo parecía tranquilo. Sin duda, nadie intentaría nada contra él mientras estuviese cerca de la cárcel y del edificio donde la escasa y poco eficaz policía de Los Ángeles tenía su cuartel general. ¿Y si subiera a pedir ayuda a Mateos? Mas, ¿qué le diría? ¿Que don Jerónimo deseaba quitarle sus tierras del Valle de la Victoria? Él sabía que esto era cierto; pero no tenía ninguna prueba tangible de dicha certidumbre.

De pronto vio avanzar por la acera a una mujer hermosa, vestida con discreta elegancia; joven, de expresión a la vez bondadosa y enérgica. Una súbita inspiración le asaltó. Quitándose el sombrero fue al encuentro de la mujer, cuya expresión se trocó en desconfianza.

—Perdóneme, señorita —dijo MacAdoo—. Quisiera pedirle un favor.

La mujer acentuó su desconfianza, acompañándola de altivez. Luego miró hacia la puerta de la cárcel, y de allí condujo su mirada hasta MacAdoo. Éste, comprendiendo lo que pensaba la mujer dijo:

—Sí; acabo de salir de la cárcel. Por eso necesito un favor.

La mano de la mujer fue hacia el bolso que pendía de su brazo. MacAdoo lo contuvo con un ademán.

—No, señorita, no es dinero lo que necesito —dijo—. Es su ayuda personal. Mi vida corre peligro. Quieren asesinarme.

El interés apareció por primera vez en los ojos femeninos.

—¿Por qué quieren asesinarle? —preguntó.

—No lo sé; pero no me cabe duda alguna acerca de las intenciones de mis enemigos.

—¿Quiénes son sus enemigos?

—Sólo tengo sospechas. No puedo acusar a nadie.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—Quisiera llegar hasta mi hotel. Una vez allí estaré algo más seguro. Si usted me acompañara, creo que no se atreverían a intentar nada contra mí.

—¿Por qué no iban a intentar nada contra usted yendo conmigo? ¿Es que sabe quién soy?

—No, señorita; pero…

—Soy casada.

—Perdone mi error, señora. Como no vi ninguna alianza en sus manos…

La mujer se turbó. Haciendo un esfuerzo, dijo:

—Soy la esposa de don César de Echagüe.

—¿El propietario del Rancho de San Antonio y del Rancho Acevedo?

—Sí.

—No sabía que estuviese casado. Perdone mi ignorancia.

Guadalupe respiró profundamente. Sentía un amargo placer en decir a quienes lo ignoraban que ella era la esposa de don César; pero ¿lo era en realidad? No… no lo era. Su matrimonio era una burda… Haciendo un esfuerzo alejó aquellos pensamientos. No quería amargarse.

—Dígame todo lo que desea —murmuró.

—Siendo usted una persona importante en Los Ángeles, mi vida estará más segura; pero, al mismo tiempo…, quizá ponga en peligro la suya. Su esposo no me perdonaría nunca si le ocurriese algo malo.

—Mi esposo es muy comprensivo —sonrió Guadalupe—. Le acompañaré a su hotel.

Al expresar esto, Lupe se dijo mentalmente que tal vez si César se enteraba de aquello se despertaran sus celos y todo se arreglara, al fin.

—Tengo que cruzar toda la ciudad —explicó MacAdoo—. En algún sitio habrá unos hombres esperándome para disparar sobre mí. Creo que, si me ven acompañado de usted, no lo harán. Esperarán unas horas y, mientras tanto, yo buscaré la ayuda que necesito.

—Le acompañaré —repitió Lupe.

—No olvide que correrá usted un riesgo, señora. Tal vez sea mejor que no me acompañe.

—Ahora ya estoy decidida —sonrió Lupe—. ¿Adónde quiere ir?

—Mi hotel es el Morgan. Allí tengo mi equipaje.

—¿Y no teme que le esperen allí para… para atacarle?

MacAdoo quedó pensativo.

—Es posible —dijo, al fin—. Pero no puedo hacer otra cosa.

—¿Por qué no se instala en la Posada del Rey don Carlos? —sugirió Guadalupe, mientras echaba a andar al lado de Borax MacAdoo.

—¿Por qué en la posada?

—Tiene fama de ser un lugar donde sólo se aloja gente decente.

En aquel momento Guadalupe se dio cuenta de que podía haber dicho algo incorrecto. Por todo cuanto ella sabía, el hombre a cuyo lado iba caminando acababa de salir de la cárcel. Tal vez los que pensaban matarle eran sus compinches en algún negocio fraudulento o delictivo.

—Me parece que comprendo lo que está usted pensando —dijo Borax MacAdoo.

Guadalupe se dio cuenta, por el camino recorrido, de que había ido un buen rato en silencio, en tanto que su rostro expresaba sus pensamientos.

—No soy ningún delincuente —prosiguió MacAdoo—. Claro que cuantos salimos de una cárcel decimos lo mismo: fuimos encerrados injustamente.

—¿Usted no lo fue?

—De acuerdo con las apariencias, me encerraron con pleno motivo. Tres días en una celda de la cárcel es lo menos que necesita un borracho para salir de su borrachera, darse cuenta de que ha obrado mal y hacer el propósito de no volver a beber para no verse de nuevo en semejante situación. Yo estaba borracho. Muy borracho, a pesar de que sólo bebí dos tragos.

—Depende de la longitud de los tragos —dijo Guadalupe—. Hay quien sólo ha necesitado uno para caer fulminado.

—No me bebí dos botellas de ron ni de whisky. Fueron dos vasitos corrientes, y no llenos del todo. Por lo menos hubiesen sido necesarios cincuenta para llenar una botella. Sin embargo, después de beber el segundo perdí la noción de las cosas; ya no supe dónde estaba y debí de hacer algo terrible, pues al despertar me encontré en la cárcel, cumpliendo la condena de tres días que recae sobre todo borracho que turba la paz pública.

—Ignoraba que nuestras autoridades fuesen tan rígidas en el cumplimiento de las ordenanzas municipales.

—Dos veces he estado en Los Ángeles en un año, y por dos veces, dos copas han bastado para derribarme. Y las dos veces pasé en la cárcel tres días por borracho.

—¿Y por eso teme que le maten?

—Señora; si no le importa, le explicaré un poco de mi vida. Me llamo Michael MacAdoo; pero todos me conocen por Borax. Fui de los primeros que se dedicaron a sacar bórax del Valle de la Muerte. Allí aprendí minería. Durante unos años estuve buscando oro por diversas partes de California. Un día hice un favor a unos indios y ellos, en pago, me dijeron que en el Valle de la Victoria encontraría mucho oro. Incluso me indicaron el lugar exacto y me ayudaron a denunciar la mitad justa del valle, es decir, la parte más árida. La otra parte estaba ya en manos de don Jerónimo Salas. Registramos las tierras y los indios simularon que me las vendían y quedaron todas para mí; pero mis esfuerzos por encontrar oro fueron inútiles. Al fin desistí de seguir buscando y me dediqué a otras cosas en las que gané bastante dinero. Hace un par de años don Jerónimo Salas me propuso que le vendiera mi parte del valle, que él necesitaba para instalar graneros y otras dependencias agrícolas. Me ofreció veinte mil dólares; pero como yo, entonces, no necesitaba dinero, no quise aceptar. Durante aquel año insistió en comprar mis tierras y llegó a ofrecerme cincuenta mil dólares. Yo seguí sin quererlos. Hace un año empezaron a ocurrirme cosas extrañas. La primera fue una borrachera incomprensible y tres días pasados en la cárcel. Don Jerónimo no volvió a ofrecerme dinero por mis tierras. Hasta hoy no he sabido que aún le interesa comprarlas. Dos o tres veces he recibido avisos para que me presentara en San Francisco para entrevistarme con importantes personajes de los negocios mineros; pero siempre me he encontrado con que las citas eran falsas. Sin embargo, nunca se intentó nada contra mí. Quiero decir que aquellas llamadas no fueron ninguna trampa. Más bien una burla.

—Todo eso es muy raro —dijo Lupe.

—Lo es. Y más raro son las dos borracheras que he pillado con dos copas de licor.

De pronto Guadalupe preguntó:

—¿De veras cree que le estoy haciendo un favor acompañándole?

—Uno muy grande —replicó MacAdoo.

—¿Quiere hacerme otro favor a cambio?

—Desde luego.

—Instálese en la Posada del Rey don Carlos.

—¿Por qué?

—Porque así estaré segura de que mi favor ha sido completo. Si después de acompañarle hasta su hotel supiera que le había ocurrido algo malo, me sentiría culpable de lo que sucediera.

—Recogeré mi equipaje.

—No es necesario. Envíe a alguien de la posada a recogerlo.

—Bien. Le haré caso. Me gustaría conocer personalmente a su esposo. Le felicitaría por el acierto que tuvo al elegirla a usted. Pocas mujeres deben de igualarla en belleza, y ninguna en prudencia, bondad e inteligencia. Hasta ahora, todas las mujeres de verdadera valía que han pasado por mi vida, o eran demasiado viejas, o estaban ya casadas con otro.

Un rictus de amargura cruzó por los labios de Guadalupe. Borax, que le estaba mirando, comprendió que los problemas sentimentales de su acompañante eran mucho más complejos de lo que él había supuesto. Y la ausencia de alianza… En fin, era preferible no insistir. Seguramente el marido de aquella mujer sería el que menos comprendiera el valor de la joya de que era dueño.

—Ya estamos llegando a la posada —dijo Guadalupe cuando desembocaban en la plaza.

Ricardo Yesares miró, incrédulamente, a Guadalupe cuando ésta entró en compañía de Borax. El hombre no presentaba un brillante aspecto. Vestía un no muy limpio traje de pana, botas altas, un sombrero orlado de sudor y lucía una barba de cuatro o cinco días. Tal vez sin todo aquello fuese atractivo; pero en aquellos momentos no lo resultaba, ni mucho menos.

—¿Qué hay, Lupita? —preguntó Ricardo yendo al encuentro de la esposa de don César.

En voz baja, Lupe replicó:

—Este hombre que viene conmigo corre peligro, Ricardo. Dele alojamiento por unos días y procure que no pueda sucederle nada.

—¿Lo quiere… «él»? —preguntó significativamente Yesares.

—No; pero cuando lo sepa seguramente lo querrá. De momento, es un favor que yo le pido.

—Haré lo posible por complacerla.

Yesares dirigióse hacia Borax, que se había retirado a un lado del vestíbulo de la posada.

—Le acompañaré a su habitación —dijo—. ¿Desea comer algo?

—Una buena merienda me iría muy bien —replicó Borax—. Le abonaré por anticipado unos días de hospedaje.

—No es necesario —sonrió Yesares—. Viene usted recomendado por una persona a quien debo demasiado para ofenderla cobrando por anticipado a un cliente enviado por ella. Le serviré lo mejor en comida y en bebida. ¿Prefiere usted cerveza mejicana, vino español o licores ingleses?

—En cualquier sitio pueden encontrarse la cerveza y el licor; el vino es mucho menos corriente. Dejo en sus manos la elección del menú.

—Muchas gracias por su confianza —sonrió Yesares—. Cuando usted quiera.

Antes de seguir al dueño de la posada, Borax se dirigió a Guadalupe, diciendo:

—Muchas gracias por todo, señora. Si salgo con bien de ésta, sabré a quién debo agradecérselo. Adiós, señora.

—Buena suerte —deseó Guadalupe.

Cuando Borax MacAdoo quedó encerrado en su cuarto, su rostro expresó una viva inquietud. El haber conservado la vida hasta entonces no le tranquilizaba. Tenía la seguridad de estar luchando con grandes peligros que se cernían sobre él desde las sombras. Quizá ni allí estuviese totalmente seguro. Necesitaba un auxiliar, y si sus sospechas eran ciertas, podría pagar un millón de dólares por la ayuda; pero ¿cómo ponerse en contacto con el hombre a quien había ido a buscar a Los Ángeles? Le habían dicho que aquel hombre siempre sabía llegar a tiempo en auxilio de quienes le necesitaban. Pero ¿podría ayudarle a él? ¿Llegaría antes que los asesinos que proyectaban su suerte? ¿Sería lo bastante poderoso para vencerlos? ¿Y si, al fin y al cabo, no era más que uno de tantos mitos?

—¿Conoce usted al Coyote? ¿Puede ponerme en contacto con él? ¿Puede decirle que un hombre que teme por su vida le necesita urgentemente?

Borax MacAdoo se echó a reír al pensar en la expresión del posadero si él llegaba a hacerle semejantes preguntas. Seguramente le creería loco de remate, o tan borracho como cuando le encerraron en la cárcel. ¿Qué podía saber aquel hombre del fabuloso Coyote?

Dejándose caer en la cama, Borax MacAdoo dijo en voz alta:

—Don Coyote, si existes realmente, ven a verme. Te necesito.

Luego se echó a reír de su propia tontería. Aquello era como invocar a un fantasma que en modo alguno podía responder a la llamada.