Cuando el cuchillo cayó al suelo destrozado por el disparo, Marta Rubiz lanzó un grito de horror que repitió al volverse y ver confirmada su sospecha.
Laureano Matoso estaba de rodillas, con las manos contra el ensangrentado pecho. Junto a él, empuñando un humeante revólver, encontrábase El Coyote y detrás de él vio Marta a su abuelo y a Manuel Matoso.
—Ya les dije que les demostraría la verdad —dijo El Coyote, volviéndose hacia los dos hombres—. Y también les demostraré que no mentí al decirles que no había motivo para que se odiaran.
Laureano Matoso dirigió al Coyote una mirada cargada de odio.
—Me has vencido —dijo, con gran dificultad—. Pero no me impediste vengarme de quien yo más deseaba.
Clavando luego la mirada en Víctor Rubiz y en su cuñado agregó:
—Yo fui quien mató a Santiago. Y no me arrepiento de haberle matado.
—¡Está loco! —exclamó Manuel Matoso.
—No. Dice la verdad —replicó El Coyote.
—¿Es posible que un hombre sea capaz de asesinar a su propio hijo? —preguntó Víctor Rubiz.
—¡Mi hijo! —chilló Laureano Matoso.
Luego soltó una estridente carcajada, en medio de la cual le sorprendió la muerte, derribándole de bruces contra el suelo.
Marta se tapó los ojos con los puños y volvió la cabeza para no ver el cadáver que se hallaba tendido en el centro de la estancia.
—No era su hijo —explicó El Coyote—. Santiago Matoso era, en realidad, hijo de Clara y de Mateo Rubiz. Era nieto suyo, don Víctor.
El anciano y Manuel Matoso miraron, incrédulamente, al Coyote.
—Ése fue el motivo por el cual, a última hora, tuvo que negarse a ser el marido de… de su propia hermana —siguió el enmascarado.
Marta Rubiz volvióse muy despacio, y como atontada, hacia El Coyote.
—Ahora lo comprendo todo —dijo. Y en seguida agregó—: No… no comprendo nada. ¿Cómo pueden ser verdad cosas tan horribles?
—Clara Matoso y Mateo Rubiz se amaron mucho más de lo que todos creyeron —replicó El Coyote explicando a continuación la primera parte del misterio que hasta entonces habían ignorado los Rubiz y los Matoso.
Al terminar, agregó:
—Pero hubo alguien que, desde el primer momento, supo la verdad. Me refiero a Laureano Matoso. Él sabía, sin ningún género de dudas, que no podía ser padre de Santiago ni de ningún otro hijo. Los médicos le habían desengañado acerca de sus posibilidades de paternidad. A pesar de ello, porque amaba con locura a su prima, se casó con ella y… y no tuvo la más leve duda de que el hijo que pronto le fue anunciado no podía ser suyo. Y no siendo de él, sólo podía ser de un hombre: de Mateo Rubiz.
»Laureano Matoso dominó su ira. No se atrevió a confesar la verdad de su impotencia. Aceptó ante los ojos del mundo el hijo que nacía de su matrimonio; pero desde que Santiago nació fue odiado a muerte por su supuesto padre. Éste logró disimular su odio, porque, a pesar de todo, amaba a Clara. Sabiendo que si denunciaba su descubrimiento la perdería para siempre, prefirió callar. Así, por lo menos, podía conservar íntegro su orgullo. Mientras tanto, Mateo Rubiz se casó, tuvo tres hijos, el tercero de ellos una hija, y a partir de ese momento, en el perturbado cerebro de Laureano Matoso comenzó a germinar el plan de venganza. Cuando su esposa murió debió de encontrar las pruebas que le faltaban para demostrar, en el momento oportuno, de quién era hijo Santiago Matoso.
»Para compensarle por el dolor de la muerte de Clara, vino el suicidio de Mateo Rubiz. En seguida, Laureano comenzó a tejer su tupida red. Hizo que Santiago y su hermana intimaran, que se fueran haciendo a la idea de que algún día llegarían a ser marido y mujer. Les dio toda clase de facilidades y, por fin, logró lo que deseaba: que se anunciara la boda y se fijara el día de la misma.
—¿Cuál era su plan? —preguntó Manuel.
—Era diabólico —replicó El Coyote—. Un mes más tarde, o cuando se hubiera dado la noticia de que iba a llegar el primer hijo del nuevo matrimonio, habría entregado a Santiago Matoso y a su mujer las pruebas documentales de que eran hermanos. Ésa hubiese sido su venganza. Así habría calmado su complejo de inferioridad. Así hubiera vertido sobre dos inocentes toda la hiel acumulada durante más de veinte años.
—¿Y se enteró Santiago de la verdad? —preguntó Marta, estremecida aún por la horrible verdad.
—Yo se la comuniqué unos minutos antes de la ceremonia de su boda —siguió El Coyote—. No pude hacerlo antes. Por eso Santiago Matoso tuvo que dar aquel escándalo, y para salvar el buen nombre de su madre tuvo que callar y dejar que se le creyera un canalla.
—¡Pobre Santiago! —murmuró Marta.
—Él fue quien más sufrió; pero hubo alguien que ni en aquel momento consiguió disimular su despecho al ver derrumbarse sus planes. Laureano Matoso descubrió ya en aquel momento la ruindad de su alma. Pero entonces, yo no pude adivinar la verdad. No imaginé que estuviese enterado de que su hijo no era suyo ni imaginé, tampoco, que sabiendolo, fuera capaz de permitir el matrimonio entre dos hermanos.
»Al fallarle su venganza, Laureano Matoso proyectó otra. Asesinaría a Santiago. Al fin y al cabo era el hijo de Mateo Rubiz, a quien él tanto había odiado. Fue a San Francisco y cometió el crimen. No le resultó difícil, pues aunque ya Santiago Matoso sabía que él no era su padre, no imaginaba que este hecho fuera conocido también por Laureano.
»Con ese crimen proyectaba hacer estallar una guerra entre los Matoso y los Rubiz. Quería terminar con Marta, con Cosme y con Celso Rubiz, hijos del hombre que le había humillado.
»Estuvo a punto de conseguir sus propósitos y sólo la oportuna intervención de Mario Luján evitó que se cometieran los tres crímenes».
—Pero… mi caballo se desbocó —dijo Marta.
—Se desbocó a causa de los dolores que le causó el veneno ingerido al beber el agua del abrevadero —explicó El Coyote—. Sus hermanos también fueron salvados por Mario. A usted la salvé ahora por verdadero milagro, pues no esperaba que Laureano Matoso se atreviera a asesinarla con sus propias manos.
Volviéndose hacia los dos hombres, El Coyote declaró:
—Supongo que ahora ya no habrá motivo para que continúe la lucha entre ustedes, ¿verdad?
—No, ya no —contestó Víctor Rubiz—. Si yo hubiese imaginado que Santiago era mi nieto…
—Aquí tiene el dinero que debía traerle Lucas Madurga —interrumpió El Coyote, dejando sobre una silla los sesenta mil dólares que había arrebatado al capataz de los Rubiz—. Espero que ahora lo empleará mejor que en comprar pistoleros profesionales.
—Desde luego —sonrió el viejo. Y volviéndose hacia Manuel, agregó—: Lamento que no tengas ninguna hija casadera para alguno de mis nietos.
—Se ha acordado demasiado tarde —sonrió Manuel.
De pronto, los dos hombres se miraron asombrados. Silenciosamente, como lo hubiera hecho una sombra, El Coyote había desaparecido, dejando como única huella de su paso el cadáver de Laureano Matoso y encima de una silla sesenta mil dólares y un fajo de documentos.
—Creo que es mejor que todo esto quede entre nosotros —dijo, al fin, don Víctor.
—Yo también lo creo —replicó Manuel—. Publicarlo sería remover un fango amasado con sangre.
—A pesar de todo, siento una gran alegría —dijo de pronto, Marta—. Ahora comprendo porqué amaba a Santiago y, también, por qué se portó como lo hizo. ¡Cuánto debió de sufrir!
—Los hijos pagan muchas veces las culpas de los padres —dijo don Víctor— y ése debe de ser el castigo de los padres que cometen esas culpas.
Señalando, luego, el cadáver de Laureano Matoso, el viejo preguntó:
—¿De qué diremos que ha muerto?
—De un ataque de locura —replicó Manuel—. Ésa será, al fin y al cabo, la verdad.
*****
Era domingo, Marta Rubiz descendió al jardín y juntando unas flores se las prendió en el talle. Luego fue hacia la parte donde el jardín lindaba con los corrales y las cuadras, y esperó.
Mario Luján llegó muy poco después. Sus ojos recorrieron, con asombro, la figura de Marta Rubiz. Ésta ya no vestía el severo traje de la primera vez. En realidad llevaba el mismo traje; pero le había agregado un blanco cuello de encaje y unas flores. Sólo esto. Y, sin embargo, era totalmente distinto de la otra vez.
También había una variedad. El cabello de Marta estaba peinado de otra forma. Con más coquetería. Y en sus labios florecía una sonrisa.
—¿Viene a buscar su caballo? —preguntó la joven.
—Sí. Vengo a causarle el dolor de privarlo de su compañía. Estoy seguro de que por eso solo me odiará toda la vida.
—¿Se marcha de San Bernardino? —preguntó Marta.
—Aún no —respondió Mario Luján, recordando la orden que le había dado su jefe—. Debo permanecer algún tiempo aquí.
—Entonces… no es necesario que se lleve su caballo, a menos que lo necesite.
—Si pudiese verlo todos los días no me lo llevaría.
—Puede venir a verlo. —Y Marta sonrió de nuevo. Luego agregó—: Quiero darle las gracias por lo que ha hecho por mis hermanos y por mí.
—Lo hice por usted y, sobre todo… Pero ¿quién le ha dicho…?
—Su jefe. ¿No trabaja usted para El Coyote?
—Eso es algo que no puedo decir.
—¿Ni a mí?
—A usted… tal vez sí.
—¿Le ha contado El Coyote toda la verdad?
—Sí. Por eso me he atrevido a venir y me atreveré a decirle que la amo.
—Es muy pronto para decir eso. Casi no nos conocemos. Además… —Marta dejó perder su mirada por el cielo sin nubes.
—¿Qué? —preguntó Mario Luján.
—Un hombre que sólo dispone de su revólver…
—El Coyote me ha prometido un empleo en la hacienda que don César de Echagüe posee en San Bernardino. Dice que le descubrirá que su actual administrador es un ladrón.
—No me extraña que lo sea —sonrió Marta—. Si conociera a don César de Echagüe no se asombraría de nada. Es un escéptico que no se quiere tomar ninguna molestia, porque dice que no hay nada que pague el tomarse esa molestia. Seguramente si se enterara de que su administrador de San Bernardino le roba bostezará y le dirá a su mujer que el mundo es muy desagradable. Luego decidirá tomar nota de aquel hecho y ya no volverá a acordarse de él.
—¿Cómo puede ser tan rico un hombre así? —preguntó Luján.
—Ése es el misterio más grande de la vida de don César. En realidad es el único misterio que hay en él.
—¿Por qué no me habla ahora de usted?
—De mí se puede decir mucho menos que de don César.
—Pero lo poco que se pueda decir será más interesante.
—Mañana le hablaré de mí —sonrió Marta—. Tengo que pensar lo que puedo contarle y lo que no. Ahora estoy un poco avergonzada de mí misma.
—Es que deseaba usted vivir y su voluntad se lo impedía. Ahora ya no hay motivo para que no vuelva a ser la que debiera haber sido siempre.
*****
—¿Crees que se casarán? —preguntó Lupe a su marido.
—Estoy seguro. Ese muchacho vale. Es el único que ha tenido en sus manos al Coyote. Y aún no estoy seguro de que yo hubiera salido vencedor.
—¿Y no sospechará de ti si le ofreces el puesto de administrador?
—No pienso hacerlo. Creo que será mejor enviarle un préstamo de veinticinco mil dólares. Con ellos podrá…
—No —interrumpió Lupe—. Si tu administrador de San Bernardino es un sinvergüenza, lo mejor que puedes hacer es despedirlo y darle la plaza a ese Luján.
Don César sonrió.
—Ya he despedido a mi infiel administrador —dijo.
—¿Tú? ¿Cuándo?
—Antes de volver a Los Ángeles. Fue a verle El Coyote, le descubrió unos cuantos de sus trapicheos y… el pobre hombre le entregó veinticinco mil dólares y se dio por satisfecho con escapar con vida y con orejas.
Guadalupe soltó una alegre carcajada.
—A veces te creo demasiado dadivoso y en otras ocasiones descubro que lo eres mucho menos de lo que pareces.
—El Coyote es dadivoso y don César ahorrador. Entre los dos nos completamos.
—¿Y la lucha entre los Matoso y los Rubiz?
—Ya ha sido olvidada. Las dos familias se aprecian y los yernos de Manuel Matoso son los que más se alegran de que ya no corran peligro sus cabezas. Aunque parezca mentira, el odio contra El Coyote fue lo primero que los unió.
—Y ahora deben de bendecirte.
—Tal vez —sonrió don César—. Pero si hubieras oído lo que opina Marta Rubiz de tu marido…
—Si alguna vez me dice algo de ti, yo le diré…
—¡Cuidado! —sonrió don César—. No olvides que por hablar demasiado de su marido, Crimilda fue la causa de que mataran a Sigfrido. Confórmate con ser ante el mundo la esposa de don César y, en la oscuridad, la mujer del Coyote; porque si eres imprudente sólo conseguirás ser la viuda del Coyote y eso no te gustaría, ¿verdad?
—Perdería mucho; pero en cambio me haría famosa, ¿no? —sonrió Lupe.
—¿Es que piensas denunciarme para ganar los treinta y cinco mil pesos que dan por mi cabeza?
—Tal vez. Tu cabeza no me interesa. Sólo tu corazón, y por él creo que no dan nada, ¿verdad? Y aunque dieran algo… yo soy su dueña y no lo cedería por nada.
—No está mal. Me parece que al fin acabaré enamorándome de ti. Debe de ser muy curioso notarse enamorado de la propia mujer.
—Casi tanto como enamorarse del marido. Y ahora ayúdame a devanar una madeja de lana. Tengo que hacer…
Don César se echó a reír.
—Viéndome nadie pensaría en El Coyote, ¿verdad?
—Ahora no eres más que don César de Echagüe, futuro papá de una hermosa niña.
—¿Y si fuese un niño?
—Será una niña. Para niño ya hay bastante con uno.
—¿Te refieres a mi hijo?
—No. Me refiero a ti. Sólo un niño es capaz de andar por el mundo haciendo El Coyote.
—Acabas de decir una verdad que tendré en cuenta —dijo don César—. Hasta ahora no se me había ocurrido eso. Lo tendré en cuenta, te lo aseguro.