Capítulo VIII:
Un encuentro en la llanura

Manuel Matoso miró, irritado, a sus yernos y a Luján.

—¿Os dio miedo disparar? —preguntó.

—No tuvimos tiempo de comprobarlo —replicó Mario—. El Coyote se nos echó encima y nos desarmó. A ellos, amenazándoles con sus armas, y a mí, dejándome sin sentido, a causa del golpe que me dio en el cuello. Alguien le informó muy bien de lo que pensábamos hacer.

Norrell Foster tomó la palabra:

El Coyote no lucha sólo contra nosotros. Si nos impidió cometer la barbaridad de envenenar a tres mil bueyes, también evitó que tres hombres enviados no sé por quién, incendiaran mi almacén.

—Tú sabes muy bien quiénes eran aquellos tres hombres, Norrell —dijo Manuel Matoso—. ¿Por qué insistes en afirmar que no eran los Rubiz?

—Porque no les vi la cara. Pero, en cambio, sí que sé que evitó mi ruina y luego evitó que cometieseis un grave delito.

—Pues si se sigue interponiendo entre nosotros acabaremos por unirnos todos contre él —dijo Manuel Matoso.

—Nos ha hecho más favores que perjuicios —insistió Norrell.

—Se está oponiendo a mi venganza… a nuestra venganza —replicó Manuel Matoso—. Eso ya es suficiente para que le consideremos enemigo. Ahora los Rubiz tendrán dinero de sobra y podrán comprar los pistoleros que quieran. ¿De cuánto dinero dispones, Norrell?

—De nada. Pasará mucho tiempo antes de que os pueda prestar ni un centavo.

—Está bien. Lucas Madurga, el capataz, será quien reciba el dinero y lo entregue a su amo. Es el hombre de confianza del viejo Víctor.

Manuel Matoso sonrió astutamente y, por fin, murmuró, con burlón acento:

—Pero el viejo Víctor no recibirá su dinero. Alguien lo impedirá. Va a ser divertido contratar pistoleros contra los Rubiz con el importe de la venta de sus propias reses.

—¿Qué piensas hacer? —pregunto Laureano Matoso.

Su cuñado le dirigió una despectiva mirada.

Manuel Matoso se levantó y dirigióse a su dormitorio. De un armario sacó sus armas y después de comprobar si estaban bien cargadas bajó en busca de su caballo.

Por su parte, Laureano Matoso salió lentamente de la casa, dirigiéndose hacia una fuente situada en la vertiente de uno de los montes que formaban la cordillera de San Bernardino. Durante mucho rato permaneció con la cabeza entre las manos, hasta que por encima del murmullo del agua escuchó el batir de los cascos de un caballo. Entonces levantó la cabeza y vio, a lo lejos, acercarse un caballo montado por una mujer.

Marta Rubiz acudía a la cita.

Laureano Matoso se arrodilló junto al manantial y bebió un poco de agua.

Unos minutos más tarde, Marta Rubiz se detenía frente al padre del que había sido su novio y, ayudada por él, saltaba al suelo.

—Creí que no vendrías, hija mía —dijo Laureano Matoso—. Has tardado.

Marta Rubiz dejó que su caballo bebiese en el abrevadero natural formado junto a la fuente.

—Estuve hablando con mi abuelo —replicó Marta—. Quisiera que terminasen esos odios de familia y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que eso es casi imposible. ¿No puede usted evitar que se cometan crímenes y atentados?

—Los dos clamamos en el desierto —replicó Laureano Matoso—. Tu abuelo y mi cuñado han hecho ley de la violencia y la están aplicando sin ver que la violencia acabará destruyéndoles.

—Yo también lo creo así —dijo la joven—. La violencia empezó cuando asesinaron a Santiago y continuará hasta que mueran los apellidos Matoso y Rubiz. ¿De veras no se puede hacer nada?

—Temo que no. Además, ahora interviene El Coyote y su intervención complicará aún más las cosas, porque en lugar de ayudar a una de nuestras familias va contra las dos.

—Eso podría unirnos —sugirió Marta—. Desde el momento en que El Coyote se niega a tomar un solo partido y se divide entre dos, es que ve que la razón no está de parte de ninguno, o bien lo está de los dos.

—Si pudiésemos ponernos en contacto con ese misterioso hombre —dijo Laureano Matoso.

—Hoy he hablado con él —replica Marta.

Laureano la miró sorprendido; pero al fin, no dijo nada. Marta siguió:

—Si él quisiera ayudarnos a devolver la razón a todos los que parecen haberla perdido…

—Puede que ya lo esté intentando y… consiguiendo —replicó Laureano Matoso, poniéndose en pie y agregando—: Debo marcharme, Marta. Temo que nos vean juntos. Además, quiero evitar que ocurra algo que ya está proyectado.

—Hoy ya no somos como éramos —murmuró Marta—. Aún sin quererla sentimos la presencia del abismo que nos separa. Quizá sea mejor que no volvamos a reunimos aquí. Parece como si la palabras que antes eran tan fáciles resultan hoy imposible de pronunciar.

—Algo de eso ocurre. Adiós, hija mía. Te prometo que haré lo imposible por evitar que crezca el odio entre nosotros.

Laureano Matoso ayudó a Marta a montar en su caballo y la despidió con la mano, contemplándola desde la fuente hasta que la vio perderse tras la aguda proa de la vertiente de una montaña. Aún estuvo un rato junto a la fuente hurgando con un palo el remanso de agua que servía de abrevadero. Al fin tanto hurgó que el agua escapóse de allí sin que Laureano Matoso pudiera retenerla.

Entretanto, Marta Rubiz marchaba de nuevo hacia su casa. Su entrevista con el padre de Santiago no había tenido la cordialidad de otras veces, cuando los dos hablaban largamente de sus respectiva ilusiones. Ella, de Santiago, y él, de Clara.

De súbito, el caballo que montaba Marta dio un respingo y lanzó un relincho de dolor o de espanto. En seguida el animal rompió en un violento galope huyendo, tal vez, de alguna serpiente que su instinto había descubierto.

Marta intentó calmar a su caballo; pero el animal galopaba cada vez con mayor velocidad y no tardó en desbocarse, poniendo a la joven en la apurada situación de seguir montada en aquel animal, sin poder saltar al suelo, so pena de exponerse a perder la vida o a romperse algún miembro.

El caballo continuó huyendo de la causa de su sobresalto, insensible al freno y a los gritos de Marta, que, dándose cuenta del peligro que corría, intentaba recobrar el dominio de su corcel, sobre todo al ver que el animal corría directamente hacia una cortadura abierta en el suelo y por cuyo fondo corrían las fangosas aguas del Turbulento. En su locura, el caballo no se daba cuenta de que marchaba a la muerte y conducía también a ella a la mujer que lo montaba.

Cuando ya había abandonado Marta toda esperanza y se disponía a intentar lo último, o sea saltar de su caballo y exponerse a los daños que pudiera recibir, que siempre serían menos que si se veía precipitada al fondo del cauce del río, vio llegar, a galope tendido, cortando el terreno de forma diagonalmente para anticiparse al bruto que ella montaba, a un jinete que, sin duda, había trazado ya un plan para salvarla.

Marta comprendió en seguida lo que pensaba hacer el desconocido. Obligaría al desbocado animal a desviarse del peligroso camino que seguía y, o le detendría, o la arrancaría de la silla.

En efecto. El jinete intentó primero que el asustado animal se desviara por completo de su camino; pero el caballo sólo lo hizo parcialmente, reanudando en seguida el galope hacia el abismo. Entonces el hombre que galopaba paralelamente a ella, gritó a Marta:

—¡Agárrese fuerte a mí!

Al mismo tiempo se inclinó hacia ella y le pasó un brazo por el talle. Marta le tendió los brazos y se sintió arrancada de la silla de montar. Durante unos segundos fue colgada de aquel hombre, que, al fin, detuvo su caballo y la dejó en tierra, a tiempo de que pudiese ver cómo su caballo se lanzaba de un salto al fondo del Turbulento, llenando el aire con un postrer relincho.

—Me ha salvado la vida —jadeó Marta.

—He tenido esta suerte —replicó Mario Luján contemplando con no disimulado interés a la mujer que estaba ante él—. ¿Puedo preguntarle su nombre?

—Soy Marta Rubiz —respondió la joven—. ¿Y usted?

—Yo Mario Luján.

Marta le miró, sorprendida.

—No parece usted… —empezó. En seguida se contuvo.

—¿Iba a decirme que no parezco un pistolero? —preguntó Mario.

—No lo he dicho, pero su nombre es famoso.

—Ya ha visto usted que no soy tan malo como dicen.

—Le debo la vida y yo no olvido nunca un favor.

Mario Luján observaba, interesado, a la joven. ¿Era en realidad la novia de Santiago Matoso? ¿Por qué vestía con tanta sencillez? ¿Por qué se peinaba como la que cumple una obligación, sin tratar de dar a su rostro el menor atractivo? Y al mismo tiempo era indudable que los esfuerzos para apagar su belleza resultaban inútiles.

—Es usted muy hermosa, señorita.

Marta miró, disgustada a Mario Luján.

—Le agradeceré que no me hable así —dijo—. Me molesta.

—Perdone —replicó Mario—. Ha sido un comentario que no he podido contener. Sin embargo, es usted, realmente; muy hermosa, a pesar de que se esfuerza en no parecerlo. Pero yo no volveré a hablarla de ello si es que la ofende mi franqueza.

Marta sintióse menos ofendida de lo que hubiera querido estarlo y esto la disgustó. Era la primera vez que se dejaba dirigir la palabra por un hombre joven. Sólo lo había hecho porque hubiera resultado incorrecto despedir de cualquier forma al hombre que acababa de salvarle la vida; porque eso era lo que había hecho Mario Luján: salvarle la vida.

—Le ruego que no vuelva a hablar de cosas que trato de olvidar —dijo Marta; pero, a su pesar, notó que las palabras no le fluían con la deseada facilidad. Por más que ella la deseaba, la compañía de Mario Luján no le molestaba. Y tampoco la molestaba la adoración que leía en sus ojos. No es que olvidara todo lo pasado y lo prometido; era que se estaba produciendo el fenómeno del que tantas veces había oído hablar sin llegar a creer en él: estaba renaciendo a la vida y a la esperanza. Y aquél era el primer destello de vida que advertía en su cuerpo y en su alma.

Esforzándose en dominar su alterado corazón, pidió:

—¿Puede buscarme un caballo para volver a mi casa?

Mario Luján trajo el suyo, diciendo:

—Llévese éste. Yo lo pasaré a recoger cualquier día por su casa. Si me lo permite.

—¿No puede ir a buscar otro?

—Tardaría demasiado tiempo.

—Entonces lo aceptaré —replicó Marta Rubiz, con una leve sonrisa, que era la primera en muchos meses—. Vaya a recogerlo cuando usted quiera…

—El próximo domingo por la mañana —replicó Mario Luján, ayudando a la joven a montar en su caballo. Una vez en él, Marta dijo con suave acento:

—Muchas gracias por todo, señor Luján. El domingo le tendré preparado el caballo.

—Iré a buscarlo —prometió Mario—. Y aprovechare la oportunidad para decirle…

—Por favor, no hable así. Me arrepentiría de haber aceptado su oferta.

Marta palmoteó luego el cuello del caballo y marchó al galope hacia el rancho Rubiz.