Capítulo VII:
Otra vez El Coyote

Don Víctor Rubiz dirigió una furiosa mirada a sus hijos y a sus nietos.

—No fuisteis capaces de hacer algo tan fácil como prender fuego al almacén de Foster. ¿Cómo podré confiar en vosotros?

—Si El Coyote se lo impidió, no es de extrañar que no pudieran hacerlo —dijo Alejandro Rubiz, saliendo en defensa de sus hijos.

—¿Cómo puede creerse que El Coyote, que nos ayudó una vez, nos haya impedido ahora vengarnos de los Matoso?

—Indudablemente, no quiere que luchemos con ellos —replicó Alejandro.

—¡Pues lucharemos y les venceremos! Con el dinero de la venta de las tres mil cabezas de ganado compraré treinta pistoleros profesionales y los lanzaré contra los Matoso. Mañana, en cuanto llegue Lucas Madurga con el dinero buscaré los hombres que necesito, ya que no puedo fiarme de mis nietos.

—Va a ser difícil encontrar quienes quieran enfrentarse con El Coyote —dijo Jeremías Rubiz—. En cuanto sepan que El Coyote lucha contra nosotros rechazarán todas las ofertas que se les hagan, por muy elevadas que sean.

—Todo hombre tiene un precio —replicó el viejo—. Y si El Coyote me aconseja paz, yo le daré mucha guerra. Aunque tenga que ir solo.

Víctor Rubiz calló un momento y luego, con semblante más hosco que nunca, siguió:

—Ahora me gustaría averiguar cómo ha podido saber El Coyote lo que se pensaba hacer contra Foster. No creo que si es verdad que os sorprendió lo hiciera por casualidad.

—Ninguno de los muchachos conoce al Coyote ni es fácil que aún en el caso de que le hubiera querido buscar le hubiese encontrado. Si El Coyote ha decidido intervenir en nuestras luchas habrá encontrado la forma de averiguar lo que planeamos. Creo que de ahora en adelante debemos ser más reservados que nunca. Tal vez algún involuntario descuido de alguno de nosotros fue captado por algún agente de ese hombre. Sin duda alguna debe de tener agentes que le informan de todo.

—¿Sabía Marta algo de lo que proyectamos? —preguntó, de súbito, el viejo.

Uno tras otro, todos movieron negativamente la cabeza, aunque comprendiendo lo acertadas que podían estar las sospechas de don Víctor. A pesar de todo, Marta Rubiz no había dejado de amar al que había sido su novio y tal vez sus simpatías fueran mucho más hacia los Matoso que hacia su propia familia.

—Estoy seguro de que Marta, aunque hubiera sabido algo, no nos habría traicionado —declaró Jeremías Rubiz.

—Por si acaso, hablaré con ella —decidió Víctor Rubiz.

Poniéndose en pie, marchó hacia la sala donde su nieta solía pasar la mayor parte del día. No la encontró allí y, saliendo a la terraza, recorrió con la mirada el jardín en el cual pasaba también Marta mucho tiempo, cuidando sus flores predilectas. No tardó en verla. Vestía de negro desde el día de su fracasada boda y su rostro tenía una rigidez que provenía de la ausencia total de la sonrisa.

Al oír acercarse a su abuelo volvióse lentamente, saludando:

—Buenos días, abuelito.

—Tengo que hacerte unas preguntas, que no te gustarán, tal vez.

—¿Qué sucede?

—Ayer noche, tus primos fueron a vengarse de un ataque lanzado contra nosotros por… por los Matoso.

—¿Y qué? —preguntó fríamente, Marta, clavando en su abuelo una serena mirada.

—Sólo Dios, tus tíos y yo sabíamos lo que iban a hacer. Sin embargo, un hombre les impidió realizar sus fines. ¿De quién recibió El Coyote el informe que le permitió impedir nuestra venganza?

—¿Fue El Coyote quien se lo impidió? —preguntó Marta.

—Si.

—Creí que os apoyaba a vosotros.

—Dices «vosotros» como si tú no te consideraras una Rubiz.

—Casi no lo soy —replicó Marta—. Desde que asesinasteis a Santiago…

—Ya te he dicho que no lo asesinamos —interrumpió don Víctor—. Fue alguien que tendría tal vez menos motivos que nosotros, pero que se nos anticipó. Además, no comprendo tu manera de ser. Se dice en San Bernardino que ese luto que vistes lo vistes por él.

—Por él y por mí —respondió Marta—. Cuando me quité aquel traje blanco encontré muertas todas las ilusiones que lo formaban. Ya nada me importaba. Vestí luto de mí misma. Y luego, cuando le asesinasteis seguí con mi luto por él y por mí.

—¿Olvidas la ofensa de que te hizo víctima? ¿Dónde está tu orgullo de mujer?

—Las mujeres sólo tenemos orgullo cuando dejamos de amar, abuelo. Entonces es fácil tenerlo y mantenerlo; pero cuando el amor llena el corazón, ya no deja sitio para nada más. Ni para odio, ni para rencor, ni para orgullo. Y, a veces, cuando creemos sentir odio, rencor u orgullo, en realidad lo que sentimos es amor. ¿Por qué he de querer engañarme a mí misma? Lo amo ahora tanto como le amé el día en que me pidió que fuera su esposa. Si me ofendió no lo hizo por su propia voluntad. Yo sé que mientras estrujaba entre sus manos mi corazón éste era, para él, como hecho de espinas, que llenaban, también, de sangre sus manos. Al herirme él se hirió mucho más. Algún día tal vez podremos comprenderle y tú le perdonarás como yo le he perdonado ya.

—Tú puedes perdonar el daño que te hicieron a ti; pero yo no puedo perdonar el que han causado a mi nieta.

—Lo creo. Quizá a mí me costaría mas perdonar una ofensa contra ti que un daño contra mí. ¿Qué venías a preguntarme?

—Ya no creo que tenga importancia. Alguien contó al Coyote lo que pensábamos hacer contra Norrell Foster, el marido de Asunción Matoso. Tú eres muy amiga de ella.

—¿Qué pensabais hacer?

De pronto, Víctor Rubiz sintió vergüenza de lo que había ordenado hacer contra Norrell Foster. Frente a su nieta sentía que todas las cosas cambiaban y que, de seguir al lado de ella, todo su odio se fundiría bajo la serenidad y comprensión de aquella mujercita que, a los veintiún años, parecía infinitamente mayor.

—¿Por qué queréis plantar odios en esta tierra? —siguió Marta Rubiz—. Cuando llegue la hora de la cosecha no encontraréis paz y comprensión, sino rencores e incomprensiones. Y no os podréis quejar.

—Si yo los sembré, no me quejaré a la hora de cosecharlos —replicó don Víctor—. Ahora sólo quería hacerte una última pregunta. ¿Es verdad que a veces vas a ver a Laureano Matoso, el padre de Santiago?

Marta miró fijamente a su abuelo. Luego asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. A veces voy a verle. Ya sé que no hago bien; pero él me comprende.

—¿No encontrarías también comprensión en mí?

—Tú hablas el idioma del odio. Él, en cambio, me habla de Clara. La amaba mucho.

—Mateo también la amó más que a su propia vida. Y, que Dios me perdone; pero de todos mis hijos, a ninguno quise tanto como a Mateo. Tal vez porque le vi sufrir muchísimo. Un Matoso me lo quitó. Y luego otro Matoso quitó la alegría de tu alma, dejándote como una flor sin perfume. No te extrañe que les odie. Pero si tú encuentras la paz hablando con Laureano Matoso, sigue haciéndolo. Te prometo que nada intentaré contra él.

—Esta tarde iré a verle. No te disgustes conmigo. Después de Santiago tú eres lo que más quiero.

—¿Después de él?

—Sí —murmuró Marta Rubiz, dejando perder la mirada—. La familia de la sangre es la que se nos da hecha, sin que nosotros elijamos. En cambio, a él lo elegí yo. Y él me eligió a mí. Fueron nuestras voluntades las que forjaron aquel querer. Por eso es tan fuerte que jamás morirá.

—Jamás… es un plazo muy largo. Eres joven… Por lo menos no me quites la esperanza de volverte a ver reír.

—Por ti quisiera hacerlo; pero si me notase capaz de olvidar lo que prometí recordar siempre… Me despreciaría. Y me sentiría desgraciada.

—Adiós, Marta. Perdona si te he entristecido.

—Hablar de él es lo único que no me entristece.

Don Víctor marchó lentamente hacia la casa y Marta siguió cuidando las flores; pero, a los pocos instantes, una voz comentó, junto a ella.

—La fe a la palabra dada es siempre admirable, señorita Rubiz.

Marta volvióse velozmente y vio, ante ella, a un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un antifaz. De su cintura pendían dos revólveres.

—¡Oh! —exclamó, llevándose la mano a los labios. Luego, más serena, preguntó—: ¿Es usted El Coyote?

—Sí; pero no diga que me ha visto. He llegado hace un momento para oír lo que usted decía.

—¿Desde cuándo El Coyote se dedica a espiar lo que dicen las mujeres?

—Creí que conocía los motivos que impulsaron a Santiago a contestar negativamente a las preguntas que le hicieron el día que debía ser de su boda.

—¿Los conoce usted? —preguntó, amistosamente, Marta.

—Dicen que El Coyote lo sabe todo. Ayer supe las malas intenciones de su familia, y también supe las intenciones de los Matoso.

—Fue por culpa de otra mujer, ¿verdad?

—En cierto modo sí. Un hombre y una mujer tuvieron, involuntariamente, la culpa de que su boda, señorita Rubiz, no pudiera celebrarse.

—¿Amaba a otra?

—Sí; pero era sin saberlo. Amaba a otra mujer a la cual no podía amar.

—¿A quién?

—Algún día se lo diré; pero no ahora. Cuando sepa la verdad le aseguro que su dolor crecerá aún más; pero luego irá descendiendo. Y ahora, adiós, señorita. Perdone que, me haya detenido a escuchar lo que hablaban su abuelo y usted.

—¿Sólo vino a eso?

—Y a algo más que no puedo decirle. Hasta pronto.

El Coyote retrocedió, perdiéndose entre los arbustos en dirección hacia donde aguardaba Jeremías Rubiz con los más recientes informes.