Capítulo IV:
Los Rubiz y los Matoso

A Jeremías Rubiz le dolía el estómago y la cabeza cuando a la mañana siguiente bajó a desayunar. Estaba convencido de que le sería imposible probar ni un bocado de comida; pero no esperaba encontrarse con un desayuno tan apetitoso como el que le tenía preparado Guadalupe.

—Le estábamos esperando para empezar —dijo Lupe, destapando la fuente de sesos rebozados que aún crujían ligeramente.

Los sesos rebozados y los riñones al jerez eran dos debilidades de Jeremías Rubiz. Y por eso su agradecido asombro fue muy grande al ver que Lupe destapaba otra fuente llena de los más apetitosos riñones que jamás había visto. Al momento acudió a su paladar un gran apetito, ya que su desgana había sido, en realidad, para los vulgares desayunos que se suelen tomar en California.

A mitad del desayuno, cuando estaba atacando los riñones al jerez y los sesos rebozados eran sólo un apetitoso recuerdo, Jeremías Rubiz decidió hacer una pregunta a su huésped:

—¿No cree que El Coyote podría ayudarme?

Don César se echó a reír.

—Estoy seguro de que ya le ha ayudado —dijo. Y cual si comprendiera el asombro de Jeremías, agregó—: Me acaban de comunicar que ayer noche mató a Killer Ackers en una taberna.

Un trozo de riñón estuvo a punto de seguir el camino de los pulmones en vez del conducto que lleva al estómago. Durante varios segundos Jeremías tosió hasta congestionarse y al fin consiguió llevar al riñón por su debido camino; entonces necesitó unos minutos para descongestionarse, recobrar el ritmo de la respiración y descansar. Sólo entonces pudo preguntar:

—¿De veras?

—De veras. Dicen que Ackers, o sea, el pistolero de quien me habló, estaba en la taberna, bebiendo y fanfarroneando. El Coyote se presentó cuando menos se esperaba y le ordenó que se marchase muy lejos y no interviniera en las discusiones de los Rubiz y Matoso. Le ofreció tres mil dólares. Ackers trató de sacar su revólver y fue herido en un brazo, luego fue marcado en la oreja, y como a pesar de todo insistiera en querer utilizar sus armas, El Coyote le mató.

—No esperaba tan buena noticia —declaró con hondo suspiro Rubiz. Y en seguida se arrepintió de no demostrar cierta pesadumbre por la muerte de un ser humano. Al fin y al cabo, Ackers era eso, un ser humano. Pero antes de componer el rostro para el caso, preguntó, alarmado—: ¿Y Mario Luján?

—Dicen que salió ayer noche en dirección a San Bernardino… O hacia otro lugar del mundo. Si no fuese porque sé que no se ha movido de mi casa, creería que ha tenido usted una conversación con El Coyote; pero no es posible, ¿verdad, Guadalupe?

Lupe movió negativamente la cabeza. Luego con una incrédula sonrisa, preguntó:

—¿Qué iba a hacer en esta casa El Coyote? Además, ayer noche estuve mucho rato despierta y si El Coyote hubiese entrado le habría oído.

—Desde luego, le hubiera oído —replicó Rubiz—. El Coyote debe de hacer mucho ruido cuando entra en una casa. —Y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar la sonrisa que le subía a los labios y a los ojos. ¡Qué poco se imaginaba aquel par que El Coyote no sólo había entrado en su casa, sino que le había hecho una promesa y la había cumplido! Claro que él también tendría que cumplir su promesa; pero visto el poder del Coyote, no le importaba nada estar aliado con él. Seguramente se había entrevistado con Luján y le debía de haber ordenado que no molestase a ninguno de los Rubiz.

A partir de aquel momento Jeremías comió con triple apetito y recobró toda la alegría perdida durante los días anteriores. Alrededor del mediodía despidióse de don César y de su esposa y emprendió el regreso a Los Ángeles y a San Bernardino.

Cuando se hubo alejado el coche que conducía a Jeremías Rubiz, Guadalupe buscó el sombreado rincón de la terraza que ella utilizaba como sala de costura, cogiendo la tela que debería convertirse en ropita para su primer hijo, preguntó a su marido, que la había seguido hasta allí:

—¿Qué misterio hay en esas familias?

Don César no respondió en seguida, pero Lupe comprendió que la había oído perfectamente y que en su cerebro se estaba ordenando la historia de los Rubiz y de los Matoso.

*****

En el mes de octubre de 1767, un pequeño destacamento al mando del capitán Gaspar de Portolá desembarcó en Cabo San Lucas para iniciar la incautación de las misiones jesuitas ordenadas por el rey don Carlos III. Entre los soldados que acompañaban a Portolá se encontraban un Rubiz y un Matoso. Pertenecían a distinguidas familias españolas; pero cometieron el entonces grave error de venir al mundo cuando ya lo habían hecho otros hermanos suyos; por lo cual quedaban tan alejados de la herencia paterna, que hubiese sido una locura quedarse en España esperando que la muerte se llevara, oportunamente, a los hermanos que les precedían. Nueva España era un buen sitio para hacer fortuna si era verdad la décima parte de lo que allí se decía. Una vez en la actual Méjico se encontraron con que las minas de plata ya tenían dueño y los indios no se daban prisa por llenar de oro o perlas los bolsillos de los nietos de sus conquistadores. Al fin se vieron en una situación muy apurada, y como eran jóvenes, sabían manejar las armas y además tenían cierta amistad con el visitador general don José de Gálvez, quien con poderes sólo inferiores a los del rey, estaba en Méjico organizando la expedición que debía colocar en manos españolas la Alta California, antes de que pasara a manos de los rusos que desde Alaska iban descendiendo por la costa del Pacífico, el resultado fue que, a pesar de haber llegado por distintos caminos, un Rubiz y un Matoso se encontraron en los comienzos de la Historia de California. Cuando ésta fue conquistada y asegurada para España, Rubiz y Matoso se quedaron allí, en la vecindad de San Bernardino, como propietarios de las tierras que no fueron reservadas a la nueva misión.

Pasaron los años, que trajeron abundantes cambios en el sistema colonial. Los primeros Rubiz y Matoso se casaron, tuvieron hijos en gran abundancia, crearon una familia y acumularon riquezas, y mediante un hábil nadar y guardar la ropa consiguieron salvar indemnes la difícil época del dominio mejicano y luego la de los primeros tiempos de la ocupación norteamericana.

En sus tiempos más difíciles, la casa de los Rubiz estuvo gobernada por don Víctor Rubiz, en tanto que don Evaristo Matoso era el jefe de la otra familia. Jeremías, Mateo y Alejandro Rubiz eran los hijos de don Víctor, mientras que don Evaristo Matoso sólo tenía un hijo varón, Manuel Matoso, y una hija, Clara.

Las dos familias habían mantenido siempre un trato cordial, que fue acentuándose a consecuencia de las dificultades por las que iban teniendo que pasar en los alterados últimos tiempos de la dominación mejicana. No fue un secreto para nadie que Mateo Rubiz y Clara Matoso se enamoraron uno de otro, con mayor intensidad de la que permitían las costumbres que entonces regían la vida familiar en California. En un principio, don Evaristo no tuvo nada que oponer a la boda de su hija con Mateo Rubiz; pero de pronto presentóse la necesidad de reforzar la base económica de los Matoso devolviendo a ella la porción que se había llevado la otra rama de la familia. Don Evaristo dio a don Víctor Rubiz toda clase de satisfactorias explicaciones. Él no hubiera deseado nada mejor que dejar que los dos jóvenes se casaran y unieran en uno solo el apellido Rubiz-Matoso; pero las circunstancias mandan y no siempre se puede hacer lo que uno desea. Laureano Matoso, primo de Clara, estaba enamorado de ésta y había pedido su mano. Laureano era muy rico, y en aquellos momentos su fortuna era necesaria.

Don Víctor aceptó las explicaciones. Bien que se olvidara que extraoficialmente Clara y Mateo se querían, y como al fin y al cabo el compromiso no se había formalizado, ninguna de las dos familias salía malparada.

Mateo Rubiz era un muchacho impetuoso y luchador, que no se conformó con la misma facilidad que su padre. Al fin y al cabo, él era el enamorado y el que más perdía; pero al fin Clara le debió de convencer, pues la boda entre ella y Laureano Matoso se celebró y a su debido tiempo fue bendecida de un hijo: Santiago Matoso, único del matrimonio.

Por su parte, Mateo Rubiz permaneció algún tiempo soltero, como aferrado a su juvenil amor; pero al fin también se casó y tuvo tres hijos: Celso, Cosme y Marta Rubiz.

Clara Matoso vivió, si no feliz por lo menos resignada, aceptando los cuidados de su marido, que cuidó siempre de ella como lo hubiese hecho de una hija, no porque su edad fuese mayor que la de ella, sino por su carácter sereno y afable. Durante doce años cuidó de su hijo y a los trece justos de haberse casado murió tras una brevísima enfermedad, durante la cual tuvo siempre a su lado a su marido.

El día en que Clara Matoso fue enterrada en el cementerio familiar, Mateo Rubiz, en un ataque de locura (por lo menos esa fue la explicación que dio la Iglesia para no poner dificultades al enterramiento religioso) detuvo de un balazo el corazón que siempre había latido impulsado por un intenso amor a Clara Matoso.

Se hizo el mayor silencio en torno al suceso, se enterró a Mateo y los años fueron pasando y borrando los tristes recuerdos. Los hijos de Mateo crecieron y se hicieron hombres. Marta Rubiz se convirtió de niña en mujer y debido a la gran amistad que reinaba entre las dos familias, fomentada especialmente por Laureano Matoso, llegó el día en que se anunció el matrimonio de Marta Rubiz y Santiago Matoso. Ya habían pasado los tiempos difíciles de la dominación mejicana y de la ocupación yanqui. Se podía mirar serenamente el porvenir. La unión entre los Matoso y Rubiz debía celebrarse con grandes fiestas que fueron anunciadas por toda California y a las cuales se invitó a la totalidad de las viejas familias californianas. Los novios, muy enamorados uno del otro, recibieron infinitos regalos. Uno de los mejores fue el de don César de Echagüe, no porque éste fuera el más amigo, sino porque era el más dadivoso y uno de los más ricos de todos los invitados. A su debido tiempo, don César de Echagüe abandonó Los Ángeles y trasladóse a San Bernardino.

Un lejano pariente que al morir se encontró sin mejores herederos le había legado una magnífica casa en la población. Por lo menos servía para utilizarla como posada en vez de alojarse en cualquiera de los malos hoteles de que por entonces disfrutaba San Bernardino. Una de las cualidades de la vieja California era la hospitalidad de que hacían gala sus habitantes. Cualquier californiano que llegara allí tenía la seguridad de ser acogido con los brazos abiertos por los hacendados de la región. Con sólo que permaneciese un cuarto de hora en la plaza hacía tantos amigos como gente pasaba, y lo primero que hace un amigo es informarse de si la nueva amistad ya tiene donde pasar la noche. Entonces le falta tiempo para ofrecerle su hogar y las comodidades que en él se encuentran. Esto ocurre en el caso de que el recién llegado sea persona sencilla o de poca importancia; pero si el que llega es un estanciero de otro punto de California, la cosa se complica mucho más, pues entonces todos los propietarios se consideran con derecho al honor de albergarle bajo su techo, y el interesado se ve en apuro de decidirse por uno de los alojamientos que se le ofrecen, con la seguridad de que en todos los que desprecie se considerarán ofendidos y le tendrán en cuenta el desaire. Sólo en el caso de que tenga algún pariente o casa propia se le perdonará que no se divida en tantos pedazos como haciendas haya en el lugar. Si no está en ese caso no le queda más remedio que irse a una posada y explicar que lo hace porque está sufriendo un ataque de viruela y no quiere contagiar a sus amables amigos, prefiriendo que la epidemia se concentre en la posada elegida. Esta cualidad de los californianos ha redundado en el defecto de que las posadas sean, sencillamente horrendas, incómodas, sucias y carentes de todo lo que hace agradable el hogar; al fin y al cabo están reservadas a los peones, indios y a la plaga de los viajantes norteamericanos.

Don César tenía casa propia y así evitaba la posada y el hacerse antipático a los estancieros de San Bernardino. También evitaba el tener que ir a visitar uno tras otro a todos los amigos y conocidos. La visita no tenía de malo más que lo mucho bueno que en cada casa se le hubiese ofrecido. Rechazar el vino añejo que le hubiesen servido junto con los embutidos y pasteles caseros, habría sido una ofensa. Y, por mucho que fuese uno capaz de beber y comer, no podía dar abasto a los veinte litros de vino y el centenar de kilos de comida que los hubiesen acompañado. Beber menos de una botella de jerez seco o dulce hubiese sido una ofensa imperdonable. Y no se podía decir a los Gómez que ya se había vaciado una botella en casa de los Martínez, porque, en tal caso, la más elemental de las cortesías exigía que se concediera a los Gómez el honor de beberse botella y media o dos.

La casa de San Bernardino era mantenida por una serie de huertos y campos que, debidamente atendidos, proporcionaban lo necesario para que en ella no faltase absolutamente nada. Don César sólo había visitado la población un par de veces desde que heredó la casa. En aquella tercera ocasión lo esperaba todo menos lo que ocurrió en la mañana del día de la boda de Santiago Matoso y Marta Rubiz.

Estaba arreglándose para acudir a la capilla de la misión donde iba a celebrarse la ceremonia cuando, al abrir un cajón de la mesa que había utilizado como escritorio su pariente, encontró un paquete sellado con lacre azul y dirigido a don Clemente Vallejo, es decir, al pariente que, al morir, le nombró heredero de la casa.

Don César examinó curiosamente el paquete. Era ya viejo y la tinta había pasado de negra a rojiza, el recio papel amarilleaba y, sin embargo, no se advertían señales de que el paquete hubiese sido abierto. ¿Cómo era posible que se hubiese dejado sin abrir un paquete semejante? Luego, recordando que don Clemente Vallejo había sido un hombre carente por completo del vicio de la curiosidad, la cosa se hizo más lógica. Sin embargo, ¿a qué podía obedecer la falta de curiosidad llevada hasta aquel extremo? César de Echagüe estuvo a punto de dejar el paquete donde lo había encontrado, cuando, en la parte posterior del mismo, vio, escrita con lápiz y ya casi borrada, esta nota: «Me lo envió Mateo Rubiz antes de matarse. Estoy seguro de que contiene algo desagradable y creo que, a menos que sea imprescindible, es preferible no tocarlo o destruirlo. Las cosas malas es mejor ignorarlas». La letra era de don Clemente. Lleno de curiosidad, don César buscó por el cajón y encontró, entre otros papeles, una carta escrita con la misma mano y tinta que la dirección del paquete. Mateo Rubiz decía:

Amigo Clemente: Tú eres el único que conoce la verdad y que comprenderás por qué me mato. Tú sabes cómo la amaba. Y sabes también lo que ella no ha querido decir. Si ella calló, yo también debo callar; pero ¿no será algún día peligroso haber callado? Te envió las pruebas que he ocultado durante todos estos años. Tú eres el único que sabrás hacer buen uso de ellas si llegara a ser necesario. Cuando mi hija Marta se haya casado destrúyelas, pues ya no habrá ningún peligro. Me creerás un cobarde; pero muerta Clara ya nada me importa en la vida. Mis hijos me resultan odiosos porque no fueron hijos de ella. Adiós. Para ti es el último abrazo de

MATEO RUBIZ.

Don César quedó contemplando, perplejo, la carta y luego el paquete. Era indudable que Vallejo sabía lo que contenía aquel paquete sellado. Por eso no lo había abierto.

Faltaban dos horas apenas para la boda. Abajo aguardaba el coche que debía conducirle a la misión. Sin embargo, don César era tan curioso, aunque casi todo el mundo lo ignorase, que no vaciló en poner en peligro su puntualidad. Con un cuchillo cortó el cordel que ataba el paquete y lo abrió. Media hora más tarde había leído todos los documentos guardados dentro de él y su rostro tenía la lividez de un cadáver.

—¡Dios santo! —musitó, limpiando con el dorso de la mano el sudor que perlaba su frente—. ¡Dios santo!

Durante los años que habían transcurrido desde la muerte de Mateo Rubiz, aquel paquete había guardado su horrible secreto.

—¡Casi hubiese sido mejor que nunca lo hubiera revelado! —murmuró don César.

En seguida se arrepintió de sus palabras. No; más valía saberlo tarde que nunca.

Se puso en pie y guardó en un bolsillo las cartas y documentos. Iría a hablar con Santiago Matoso… No, no podía hacerlo. No era propio de don César de Echagüe dar un paso como aquel. Además, a Santiago le humillaría que uno de sus amigos supiera aquello. El golpe le resultaría mucho más rudo que si se lo daba… ¿Quién le podía dar la noticia con la promesa de que nadie más la sabía? Él tenía fama de escéptico, incluso de algo chismoso. Con semejante fama, Santiago Matoso no sentiría la seguridad de que el secreto se mantuviese encerrado en sí mismo. Y no era probable que Santiago deseara la publicidad de lo que se había encerrado dentro del paquete que antes de matarse había enviado Mateo Rubiz a su amigo.

Sólo una persona podía comunicar a Santiago Matoso la noticia y darle, al mismo tiempo, la seguridad de que dicha noticia no sería divulgada.

¡El Coyote!

Bruscamente, don César inició los preparativos. Era ya muy tarde y no cabía esperar que Santiago Matoso estuviera aún en su casa. Sin duda, se hallaría camino de la misión.

En efecto, Santiago Matoso, que había esperado ansiosamente el momento de unirse a Marta Rubiz, se encontraba ya en la misión de San Bernardino, a la cual había llegado con la anticipación propia de un verdadero enamorado. Faltaba muy poco para que llegase la novia y ya casi todos los invitados se encontraban en la nave de la capilla, cuando fray Erasto se acercó con demudado semblante a Santiago Matoso y le dijo unas palabras al oído.

—¿Está seguro? —preguntó el novio, asombrado.

—Le espera en la sacristía —replicó el franciscano—. Insiste en que debe verle en seguida.

—¿No le ha dicho para qué? —preguntó en voz baja Santiago.

—No. Dice que tiene que verle a solas.

Aún quedaba tiempo, pues ni siquiera habían llegado todos los invitados. Santiago fue con rápido paso hacia la sacristía y cuando hubo cerrado tras sí la puerta, volvióse hacia el enmascarado, que estaba en el rincón más oscuro, preguntando:

—¿Qué desea de mí?

—¿Le ha dicho fray Erasto quién soy? —preguntó el enmascarado.

—Me ha dicho que es usted El Coyote. ¿Qué desea de mí?

—Vengo a darle una gravísima noticia —respondió El Coyote—. Los documentos que voy a poner en sus manos han llegado a mi poder hace apenas una hora. Sólo su importancia me ha movido a dar este paso, que va a destruir todas sus ilusiones.

—¿Qué quiere decir?

Por toda respuesta, El Coyote tendió a Santiago Matoso el contenido del paquete que Mateo Rubiz enviara a Clemente Vallejo, explicando:

—Se trata de unas cartas de su madre. Creo que reconocerá usted la letra.

Santiago tomó los documentos y comenzó a leer el primero de ellos. Apenas hubo llegado a la mitad vaciló como si hubiera recibido un fuerte golpe en el pecho, y tartamudeó:

—¡No es posible! ¡Dios mío!

—Es verdad —replicó El Coyote—. El resto de los documentos lo demuestran sin lugar a dudas. Si quiere abreviar el tiempo le contaré la historia completa.

Santiago no dijo nada; pero dejó sobre la mesa que ocupaba el centro de la sacristía las cartas que le había entregado El Coyote. Éste prosiguió:

—Cuando su madre se casó con su primo Laureano Matoso, a quien usted ha creído siempre su padre, ya le llevaba a usted en su seno. Fue una locura cometida, tanto por el apasionamiento de Mateo Rubiz, como por el gran amor que ella le profesaba. Nueve meses después de la boda nació usted. Todos creyeron que era hijo de Clara Matoso y de su marido. Todos menos Clara y Mateo Rubiz que sabían la verdad. Entre las cartas hay un relato de su verdadero padre. Agregue usted a su rostro el bigote y la barba que él llevó y verá cuan grande es su parecido.

Tras un esfuerzo, Santiago consiguió decir:

—Marta Rubiz es mi hermana…

—Sí —respondió con voz suave El Coyote—. Son hijos del mismo padre. Ha estado a punto de casarse con su propia hermana.

Pasaron varios minutos sin que Santiago pronunciara ni una palabra más. Por fin, El Coyote continuó:

—De haberlo sabido antes se lo habría comunicado a tiempo de evitar el escándalo que va a producirse; pero sólo he podido evitar la consumación de algo mucho más grave. Lea las cartas y compruebe por sí mismo la verdad de cuanto le he dicho.

—Ya he leído bastante —replicó Santiago—. Ya sé lo que es verdad y lo que no lo es. Quisiera decir algo; pero no podría decir nada que no fuese insultante contra mi madre.

—Ella no fue culpable más que de un gran amor hacia un hombre que también la amaba y con el cual no se pudo casar debido a la incomprensión de su padre.

—Pero si ella no hubiese… ¡Oh! ¿Por qué no morí al nacer o antes de enamorarme de una mujer hacia la cual me empujó el hombre que me cree su hijo?

El Coyote movió negativamente la cabeza.

—No es tiempo de lamentaciones, sino de soluciones. ¿Qué va a hacer?

—No sé… Usted ha tenido más tiempo que yo para reflexionar sobre esto. Además… Usted puede ver las cosas con mayor serenidad o frialdad. Al fin y al cabo usted es ajeno a mi… a mi apuro.

—Las soluciones son muy pocas, por desgracia. Puede usted reunir a sus parientes y a los de Marta y enseñarles estas cartas. Así todo se arreglará.

—¿Con un terrible escándalo? ¿Echando por el suelo el nombre de mi madre? ¿Destrozando el corazón y el orgullo del hombre que me ha tenido por hijo?

—Entonces, cásese con Marta Rubiz y cuando estén solos enséñele esos documentos. Ella lo comprenderá y le ayudará a encontrar la mejor solución para el problema. Pueden vivir como marido y mujer, en apariencia, y como hermanos en la intimidad.

—Es que yo la amo con toda mi alma —replicó Santiago—. Hasta ahora no he sabido que es mi hermana. Y quisiera no saberlo. No sé si tendré valor para confesarle esa verdad ni si podría llegar a olvidarla.

—¿Se da cuenta de lo que dice?

—Sí; pero es la realidad. Si no pongo una barrera infranqueable, no tendré la seguridad de no cerrar los ojos y precipitarme en un sacrílego abismo.

En aquel momento sonaron unos golperitos en la puerta y la voz de fray Eraste anunció:

—Ya llega el coche de la novia.

—Debo salir —musitó Santiago.

—Sí.

—Déjeme uno de sus revólveres y solucionaré para siempre este problema.

—Debe buscar una solución menos fácil y más sensata —replico El Coyote—. Adiós y no olvide que están en juego muchos buenos nombres. No sacrifique a los demás, pues ellos no tienen ninguna culpa.

—¿Tengo yo alguna?

—Usted es el heredero de dos culpables y de una culpa. Nadie más indicado que usted para resolver ese problema.

Sonó una nueva llamada en la puerta y Santiago fue hacia ella, sin saber aún lo que iba a hacer. Vaciló un momento antes de contestar a lo que se le decía desde el otro lado y que era algo relativo, según creyó entender vagamente, a la llegada de su… novia… de su hermana… Angustiado se volvió hacia donde estaba el hombre que le había llevado la noticia. ¡El Coyote había desaparecido!

Sintiéndose el cerebro vacío, Santiago Matoso abrió la puerta de la sacristía y, como un sonámbulo, fue hacia el pie del altar en el momento en que el coro saludaba la entrada de la novia vestida con un vaporoso traje blanco, luciendo encajes más valiosos que si hubieran sido tejidos con oro, sonriendo su felicidad, ignorante de la horrible verdad.

Detrás de los últimos invitados llegaba don César de Echagüe, que ocupó, lleno de inquieta curiosidad, uno de los últimos asientos.

Don Víctor Rubiz llevaba del brazo a su nieta, y todas las miradas estaban fijas en ella, sólo don César advirtió la cadavérica lividez que denunciaba el íntimo drama de Santiago Matoso.

La novia ya estaba al pie del altar y había dejado el brazo de su abuelo. El sacerdote que debía unir aquel hombre y a aquella mujer avanzaba hacia donde estaban los dos jóvenes.

Santiago Matoso no veía nada con sus ojos. Tan sólo su cerebro funcionaba con vertiginosa rapidez, y las ideas, como un animal acorralado, se revolvían, furiosas, buscando una solución, sin encontrar ninguna.

—Puede que no sea mi hermana.

Pero la mano que había escrito aquella carta fue la de su madre. Y decía: «El primer hijo de mi matrimonio será tuyo, no del hombre con quien me han casado. Y en él viviré la ilusión que no me han dejado realizar. Debo de ser muy mala, porque no me arrepiento de nada de cuanto he hecho. Al contrario, me siento infinitamente feliz, porque tendré algo tuyo que nadie podrá quitarme jamás». ¡Esto lo había escrito su madre!

De súbito notó que toda la atención de los que estaban en la iglesia se centraba en él. Fue como una fuerza física que llamara a su cerebro.

Un infinito terror le asaltó, arrollador. Había estado ausente de sí mismo y tal vez había cometido ya el sacrilegio. Pero no. La bondadosa voz del sacerdote preguntaba, sin duda por segunda vez. ¡Sí, por segunda vez, porque en algún rincón de sus sentidos aún vibraba su primera pregunta!:

«Santiago Matoso: ¿Aceptas a Marta Rubiz por tu legítima esposa?».

—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No!

No fue un grito, sino un alarido de locura que retembló contra las paredes de ladrillo y piedra de la vieja iglesia.

Todos le miraban asombrados, y Marta, además, le miraba como asustada, herida en pleno corazón; con el alma sangrante y la carne estremecida por el impacto de la negativa inesperada.

Luego, cuando las palabras de Santiago Matoso todavía vibraban en las llamas de los cirios y en los cristales de las lámparas, el joven cruzó como un loco el pasillo central, por entre dos muros de atónitas miradas, y llegó a la plazoleta que se extendía frente a la misión y montando en un caballo cualquiera partió al galope, queriendo huir de su angustia y de su drama, y no pudiendo escapar de ellos porque los tenía dentro de sí mismo y ya nunca más podría librarse de sus garras.

*****

—¿Y fue por eso por lo que Santiago abandonó a Marta Rubiz en el mismo instante en que iban a casarlos? —preguntó Guadalupe, cuando don César terminó su relato.

—Sí; por eso fue. Las dos familias procuraron echarle tierra al asunto. Se dijo que Santiago estaba loco y los Rubiz perdonaron, a pesar de que era ya la segunda vez que los Matoso les hacían un desaire. Por eso, cuando Santiago Matoso fue asesinado en San Francisco, casi un año después del escándalo, y en ocasión de que Jeremías Rubiz se encontraba allí, se dio por descontado que los Rubiz se habían vengado. Pero los Matoso, que habían presentado sinceras excusas por el comportamiento de Santiago, se ofendieron cuando éste fue asesinado, y ahora están al borde de la lucha armada. Por parte de ellos, Manuel y Laureano Matoso son los principales fomentadores del rencor. Manuel, como heredero de la jefatura de la familia, y Laureano, aunque con menor vigor, por creer que es el padre de Santiago.

—¿No habría sido mejor explicar la verdad a los jefes de las dos familias? —preguntó Guadalupe.

—No sé. Además, eso debía haberlo hecho Santiago. Si él prefirió huir y callar, no era yo el más indicado para seguir interviniendo en la cuestión. Él era quien debía resolver aquel asunto.

—¿Y ahora?

—Ahora soy yo quien debo evitar que corra la sangre de los Matoso y de los Rubiz.

—Ya ha corrido, ¿no?

—Creo a Jeremías Rubiz cuando dice que él no mató a Santiago Matoso.

—¿Quién le mató?

—Si pudiésemos descubrir la identidad del asesino, seguramente todo se arreglaría y quizá se descubrieran ciertas cosas que…

—¿Qué? —preguntó Lupe.

—Aquella mañana, en la capilla de la misión de San Bernardino, vi a alguien que si se sorprendió como los demás cuando Santiago Matoso se negó a casarse con Marta, en cambio, luego reaccionó de muy distinta manera.

—¿Qué hizo?

—Descubrió su despecho. ¿Qué motivos le impulsaron a ello? No lo sé. Pero alguien tenía un gran interés en que se casaran Marta y Santiago, y cuando su boda no se pudo celebrar, sus planes fueron echados por tierra.

Guadalupe sintió la tentación de preguntar el nombre de la persona a la que se refería su marido; pero se abstuvo de hacerlo porque comprendió que César no respondería. Había cosas del Coyote que la esposa de don César de Echagüe no podía saber o, por lo menos, no debía preguntar.