Cuando el quinqué estuvo encendido, El Coyote preguntó con voz serena:
—¿Puedo volverme?
—Sí, con tal de que no olvide que el menor movimiento sospechoso le costará la vida —dijo Mario Luján.
El Coyote volvióse lentamente. Por su memoria pasó el recuerdo de otras situaciones comprometidas por las que antes había pasado; pero en todas ellas había sido, por lo menos, dueño de sus armas. En cambio en aquel momento, sólo podía oponer sus manos vacías, que de poco podían servir contra un revólver que era manejado por uno de los mejores tiradores de California.
—Está usted en una situación desagradable ¿verdad, señor Coyote?
—Desde luego. Muy desagradable para mí. En cambio, para usted debe resultar todo lo contrario.
Mario Luján sonrió más con los ojos que con los labios. Éstos eran duros, de luchador. En cambio, los ojos, tal vez porque eran de un azul verdoso, parecían más suaves, casi femeninos. Pero la firmeza con que mantenía su revólver dirigido al cuerpo del Coyote quitaba toda sugerencia femenina y suave. La historia de Mario Luján era la de un luchador incansable que había buscado por todo el Oeste y Sudoeste el peligro y la aventura, interviniendo en las luchas de los californianos contra los norteamericanos, de los colonos contra los pieles rojas, de los ganaderos contra los ovejeros. Con sus revólveres de seis tiros parecía perseguir, desafiador, a la muerte y hasta entonces siempre había salido vencedor.
—Sí, es muy agradable tener ante mi revólver al hombre que ha matado a Killer Ackers —replicó Luján—. ¿Pensaba hacer lo mismo conmigo?
—No deseé matar a Ackers. Le di muchas oportunidades de salvar su vida. Le ofrecí tres mil dólares para que se retirase de la empresa en que se han embarcado ustedes.
—¿También me los ofrece a mí? —preguntó Luján.
—A usted le ofrezco cuarenta mil.
—¿A qué obedece la diferencia? —preguntó Luján, con burlona sonrisa.
—Al revólver que usted empuña y a lo vacías que están mis pistoleras —respondió El Coyote—. En el caso de su amigo, si es que el asesino Ackers era amigo suyo, yo tenía un revólver en cada una de mis pistoleras.
—¿Sólo por esa pequeña diferencia me ofrece cuarenta mil dólares?
—No. Además le supongo enterado de que por mi cabeza ofrecen, exactamente, treinta y cinco mil dólares.
—¿Y sólo me ofrece cinco mil dólares más que sus enemigos?
—Le ofrezco treinta y siete mil dólares por mi vida y tres mil para que se abstenga de intervenir en el pleito de los Rubiz y Matoso.
Mario Luján soltó una grave carcajada.
—¿Y cuánto me ofrece por la gloria de capturar vivo al Coyote? ¿Se ha olvidado de este detalle? Si sólo me ofrece dos mil dólares más de lo que me darían si le entregase a la justicia de los Estados Unidos, no me ofrece ningún buen negocio. Son muchos los hombres que se juegan la vida a cambio de la fama, y en todo California y quizá en todo el Oeste no puede apetecerse fama más grande que la de ser el matador o el vencedor del Coyote.
—Tal vez exagera mi importancia —replicó El Coyote, cuyos ojos espiaban la menor oportunidad que le permitiera resolver a su favor aquella situación; pero estaba frente a un hombre que, como él, se había visto en situaciones muy apuradas, que había jugado su vida con todas las probabilidades en contra, que se había visto muchas veces al borde de la muerte y que, por lo tanto, no se dejaría sorprender como un novato. Además, la fama de Mario Luján como tirador era tan grande que quitaba la esperanza de que pudiese fallar si disparaba contra un enemigo que quisiera sorprenderle.
—No —respondió Luján—. Es usted famoso desde hace más de veinte años y cuando durante tanto tiempo se disfruta de una fama como la suya, es que esa fama es merecida. ¿Sabe en lo que estoy pensando desde hace un rato?
—¿En qué?
—En lo que hará usted para salir de este aprieto. Tiene que hacer algo; pero no imagino el qué. Todos los planes que pasan por mi imaginación me parecen descabellados o de imposible éxito.
—Lo mismo me ocurre a mí. Si estuviese más cerca de la mesa intentaría tirarle a la cara el quinqué.
—Le mataría antes de que pudiese hacerlo. O, por lo menos, le heriría gravemente. ¿Por qué no intenta saltar detrás del sillón que está a su derecha?
—¿Cómo ha adivinado que eso es lo que estoy tratando de hacer?
—Porque es lo mismo que yo intentaría si me hallase en su situación.
—Si lo hiciese no conseguiría nada. Una vez allí tendría que permanece acurrucado como un conejo esperando que usted se pusiera a tiro de mi Derringer.
—¿Le queda uno?
—Sí.
—Mentira. No lo creo.
El Coyote sonrió.
—Hace bien en no creerme. No tengo ningún Derringer.
—Ahora ya no estoy seguro de que no lo tenga. ¿Lo guarda en una de sus botas?
—Tal vez.
—¿Espera que vaya a comprobarlo?
—Lo estoy deseando.
—Eso quiere decir que no tiene ningún Derringer. Y no acerque su pie derecho al escabel que está a su lado. Un coyote cojo es muy feo.
—¿Cuánto quiere por dejarme escapar?
—¿Cuánto ofrece?
—Usted es quien debe pedir.
—Dicen que El Coyote es rico. Pero nadie mejor que él puede ponerle un precio a su vida. Yo podría pedir demasiado poco.
—No le daré ni un centavo más de doscientos cincuenta mil dólares —dijo fríamente El Coyote.
—Eso quiere decir que está dispuesto a dar un millón.
—Pide setecientos cincuenta mil dólares de más.
—No los he pedido; pero suponiendo que me conformase con los doscientos cincuenta mil dólares, ¿qué haría usted ahora? ¿Me los entregaría al momento?
—No; los depositaría en un lugar donde usted pudiera encontrarlos; luego le enviaría un mensaje explicándole dónde podría hallarlos. Nunca falto a mi palabra.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿En cuánto se podría valorar mi vida después de recibir ese dinero?
El Coyote volvió a sonreír.
—No sé —dijo—. Le buscaría y le daría la oportunidad de defender su vida revólver en mano.
—¿Cómo se la dio a Ackers?
—Ni más ni menos.
—¿Y me mataría si era posible?
—Sí.
—Entonces tendré que matarle ahora —suspiró Luján—. Al fin y al cabo haré más vivo con treinta y cinco mil dólares, más lo que lleve usted encima, que muerto con un cuarto de millón. ¿Dónde quiere que le meta la bala?
—Donde pueda.
—¿Por qué no da un salto de lado, tira la mesa, apaga el quinqué y procura tirarme aquel jarrón a la cabeza?
—Porque usted dispararía tres tiros hacia donde está el jarrón y yo tropezaría con una de las tres balas.
—Sin embargo, yo lo intentaría.
—Déjeme su revólver y pruébelo. Verá como no es posible conseguirlo.
—Lo creo. Si un coyote, cuya piel vale tanto y que tiene sobre su pista a tantos cazadores ha sobrevivido hasta ahora, es de suponer que sabe medir las posibilidades de éxito. Sin embargo, usted piensa salir con vida de este trance, ¿no?
—Por lo menos, lo deseo.
—¿En cuánto tiempo cree que puedo disparar seis tiros?
—En dos segundos.
—Empleo dos y medio y a veces tres. Me cree mejor de lo que soy.
—Le doy cien mil dólares y mi palabra de honor de no vengarme.
—Eso ya me gusta más.
—¿Me permite fumar?
—No. El truco es muy viejo.
—A veces, con trucos viejos se cazan zorros jóvenes; sin embargo, le digo de verdad que me gustaría liar un cigarrillo.
—Y como no tiene tabaco, yo le tendría que ofrecer del mío. Tabaco mejicano, muy seco, casi polvo, que tirado hábilmente a los ojos, me dejaría ciego un momento y entonces El Coyote tendría la oportunidad de desviar el revólver con que le estoy apuntando. ¡Pobre Mario Luján! ¡Qué poco viviría después de tener los ojos llenos de tabaco!
El Coyote sonrió forzadamente. Luego preguntó:
—¿Por qué obra usted así? No le comprendo. Cualquier otro trataría de verme la cara, de descubrir lo que se oculta detrás de mi antifaz.
—Si llego a sentir esa curiosidad le miraré la cara cuando le tenga bien atado, o cuando le entregue a la justicia. Pero lo que no haré en ningún caso será acercarme a usted para arrancarle la máscara.
—Me está cerrando todos los caminos que podrían llevarme a la salvación. Empiezo a creer que es usted un zorro más viejo de lo que yo imaginaba.
—Me he criado entre zorros viejos y algo he aprendido de ellos.
—¿No acepta los cien mil dólares? Le prometo no hacer nada para vengarme de usted. Cien mil dólares es mucho dinero.
—Muchísimo —asintió Mario Luján, sin apartar la mirada del Coyote y sin dejar de encañonarle con su revólver—. Con cien mil dólares se pueden hacer un sin fin de cosas; pero ¿qué significa el dinero, señor Coyote? ¿Qué es en sí el dinero? Nada. El valor del dinero sólo está en relación con lo que puede proporcionar. Con cien mil dólares se pueden comprar muchas cosas; pero, a veces uno comete locuras, gasta el dinero en una joya, en un hermoso brillante. ¿Para qué sirve un brillante, señor Coyote?
—Creo que sirve tanto para adornar una mano o un cuello como para cortar un cristal —respondió El Coyote, cuya mirada acababa de fijarse en la alfombra que estaba a sus pies. En el otro extremo de aquella alfombra encontrábase, de pie, Mario Luján. Junto a los pies del Coyote la alfombra presentaba un desgarrón. Introduciendo una de las espuelas en aquel desgarrón y tirando con golpe seco, la alfombra se escaparía de debajo de los pies de Mario Luján, quien caería de espaldas sin tiempo de disparar. Lo demás sería cosa fácil.
Sin darse cuenta de la trampa que le estaba tendiendo, Mario Luján prosiguió:
—Ha dicho usted muy bien, señor Coyote. Un brillante adorna una mano, y por ello se pagan pequeñas fortunas por los brillantes. Pero las piedras preciosas tienen de malo que están expuestas a ser robadas. Y un brillante robado no adorna ya la mano para la cual fue adquirido. En cambio, con cien mil dólares rehusados se puede adquirir la gloria de ser el hombre que venció al Coyote. Por muchos años que transcurran, nadie me podría robar esa gloria. Siempre seré el hombre que venció al Coyote. Como en el caso de David, que a pesar de los siglos que han pasado desde entonces, aún sigue siendo el hombre que venció a Goliat. Creo que no me ofrece nada que valga la pena a cambio de la gloria de meterle una bala en el cuerpo. Porque al fin y al cabo eso es lo que debo hacer, ¿no?
—Si es usted prudente, así lo hará —replicó El Coyote, cuyo pie derecho movióse casi imperceptiblemente hacia el desgarrón de la alfombra.
—Claro —asintió Luján—. Mientras está vivo, un león es un león, o sea un animal muy peligroso; pero una vez muerto, ya no es más que un felino, o sea un gatito inofensivo al que se puede acariciar sin peligro; pero acariciar a un león cuando es todavía un león, lo juzgo una grave imprudencia. Lo malo, señor Coyote, es que no me da usted motivos para matarle. Debiera hacer algo que me forzase a disparar. Entonces le mataría sin remedio alguno.
La espuela derecha del Coyote estaba muy cerca del desgarrón de la alfombra. En cuanto quedara prendida en él sólo faltaría un tirón para que Luján perdiera el equilibrio y, tal vez, la vida.
—Usted se debe haber encontrado en situaciones parecidas a ésta, ¿verdad? Quiero decir que alguna vez se habrá visto ante un hombre al que no habrá sabido cómo matar noblemente. ¿Qué ha hecho en esos casos?
—Le he proporcionado una oportunidad para que se defendiese —replicó El Coyote, empezando a introducir la rodela de la espuela en el desgarrón de la alfombra.
—Eso es lo que voy a tener que hacer yo —suspiró Mario Luján—. Aquí tiene uno de sus revólveres, señor Coyote.
Al decir esto, Mario Luján tendió por el cañón uno de los revólveres que había quitado al Coyote.
Fue tan inesperado este acto que El Coyote retiró el pie de la alfombra y quedó unos segundos completamente desconcertado, ya que Mario Luján había guardado su revólver y no parecía dispuesto a tender ninguna celada. Lentamente, guardó también El Coyote su revólver y preguntó:
—¿Por qué hace usted eso?
—No podía disparar sobre usted teniendo de mi lado todas las ventajas.
—Si tarda diez segundos más, las ventajas hubieran estado de mi parte —replicó El Coyote—. Al fin había hallado la forma de vencerle.
—¿Cómo lo habría hecho? —replicó, interesado, Luján.
Señalando la alfombra, El Coyote explicó el plan trazado en su mente. Cuando hubo terminado, Mario Luján comentó:
—Casi debe de lamentar que le haya devuelto su arma, ¿no? Le he impedido demostrar su listeza.
—Pero me ha dado la oportunidad de conocer a un hombre desconcertante. Hasta ahora nadie me había colocado en una situación tan apurada.
—¿Da usted por descontado que si luchásemos en igualdad de condiciones usted me vencería? —sonrió Mario Luján.
—Lo que doy por descontado es que usted no desea luchar conmigo. No creo que desconozca usted el viejo aforismo de que el fin justifica los medios. Lo importante para usted era matar al Coyote. Pudo hacerlo. No lo hizo. Eso quiere decir que no es el pistolero profesional que se supone. Por lo tanto, me va a ser fácil llegar a un acuerdo con usted.
—¿Va a intentar comprarme para que deje de luchar por los Matoso contra los Rubiz? —preguntó, con fruncido ceño, Mario Luján.
El Coyote movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. A un caballero no se le puede tratar como a un mercenario. Lo que yo voy a ofrecerle es, tan sólo, que se aliste a mis órdenes, que sea uno de mis servidores, que obedezca mis mandatos.
—¿Debo decir a todos que sirvo a las órdenes del Coyote?
—No debe decirlo a nadie. Por el contrario, todos deben creer que incluso lucha contra mí. Ésa será la mejor manera de luchar a mi favor. Ahora explíqueme por qué ha hecho todo eso. ¿Cómo adivinó mi llegada?
—Estuve en la puerta de la taberna donde mató usted a Ackers poco después de su huida. Contaron lo que había hecho, lo que había dicho y cómo había escapado y supuse que después de terminar con Ackers trataría de hacer lo mismo conmigo. Por eso le aguardé aquí.
—Pero no me mató.
—Creo que no —sonrió Luján—. Hace muchos años, siendo yo un niño, comenzó a hablarse del Coyote. Sus hazañas corrían de boca en boca, era usted el héroe de todos los californianos. Y fue también mi héroe. Cuando me hice hombre quise seguir su camino. Quise luchar contra las explotaciones de los extranjeros. Sin darme cuenta me convertí en un pistolero profesional. Luché a favor de unos y de otros y pronto me convencí de que no siempre estuve acertado al elegir partido. A veces los que yo creí honrados se me demostraron, luego, unos canallas. Acabé por no tener confianza en mi juicio. Tal vez ahora, al tomar el partido de los Matoso, he cometido otro error.
—No. No ha cometido un error muy grande; pero sí un pequeño error. Cuénteme por qué se alistó usted en su partido.
—Porque era el de los menos contra los más. En caso de duda siempre tomo ese partido.
—Cuénteme cómo le convencieron.
—Manuel Matoso me mandó llamar y me contó lo que había ocurrido entre su familia y los Rubiz. Ya debe de saberlo, ¿no?
—Sí. En realidad soy quizá el único que conoce toda la verdad. Continúe.
—Manuel Matoso me contó el asesinato de su sobrino Santiago. Me dijo que aquel asesinato no estaba justificado desde el momento en que todos los Matoso, incluyendo al padre de Santiago, le habían repudiado y expulsado de su familia. Los Rubiz se entrometieron en un asunto que ya había sido resuelto por los Matoso. Lo hicieron porque ellos son los más y tienen más fuerza que los Matoso. Por eso acepté.
—¿Debía asesinar a Jeremías Rubiz?
—No lo sé. No se me dijo nada. Desde luego, yo no habría asesinado a sangre fría a nadie. A ese Jeremías Rubiz le hubiera dado la oportunidad de defenderse si se me hubiese ordenado que le matara.
—Bien. La muerte de Ackers será un trastorno para Manuel Matoso. Seguramente intentara contratar a otro pistolero o vengarse. Quiero estar enterado de todo cuanto ocurra. Quiero evitar que dos familias honradas se destruyan mutuamente en beneficio de otros. Usted me informará y hará lo que yo le mande. Si los Matoso descubrieran su traición, no se detendrían a pensar en si al traicionarles intentaba beneficiarles o no. ¿Comprende el peligro a que se expone?
—Sí.
—¿Y lo acepta?
—Claro.
—¿Entonces queda usted a mi servicio?
—Sí.
—Exijo fidelidad ciega.
—Se la prestaré.
—Pues bien, marche a San Bernardino, cuente que El Coyote ha matado a Ackers y espere mis noticias. Yo me pondré en contacto con usted lo antes posible.
Cuando terminó de hablar, El Coyote tendió la mano a Mario Luján, que la estrechó fuertemente.
Desde aquel momento entraba al servicio del Coyote. Podría ganar mucha gloria; pero también se expondría a los más grandes peligros. Sin embargo, no le importaba, porque al fin veía realizarse una de sus más caras ambiciones.
*****
Jeremías había hecho el propósito de no dormirse, pues mientras permaneciera despierto tenía la seguridad de que sus perseguidores no le podrían sorprender. Facilitaba su propósito el sofocante calor que reinaba en el dormitorio, calor que se hizo tan irresistible que, por fin, Rubiz tuvo que levantarse de la empapada cama y abrir la ventana para que entrase un poco de aire. Al cabo de un rato la atmósfera se fue aclarando y desapareció el calor, que fue sustituido por una profunda sensación de bienestar, que culminó, antes de que Jeremías Rubiz lo sospechara, en un profundo y reparador sueño.
De aquel sueño fue arrancado por unos metálicos golpecitos que recibió en el dedo gordo de su pie izquierdo y por la luz que hirió sus pupilas. Al abrir los ojos, Jeremías Rubiz sintió que el mundo se hundía a su alrededor, dejándole a él destacado lejos de todo protector obstáculo que lo pudiera hacer pasar inadvertido a los ojos que brillaban tras el antifaz que cubría el rostro del hombre que estaba a los pies de su cama, entreteniéndose en golpearle los dedos con el cañón de su revólver.
—¿Quién es… usted? —tartamudeó. Y en seguida la luz se hizo en su cerebro, haciéndole exclamar—: ¡El Coyote!
Como su conciencia no estaba muy tranquila, Jeremías sintió que se aumentaban sus temores y con voz estrangulada preguntó:
—¿De veras es usted El Coyote?
—De veras —replicó el enmascarado, con una leve sonrisa.
—Y ¿qué hace aquí?
—He venido a verle. He entrado por la ventana, aprovechando que el calor le obligó a abrirla. Estaba temiendo que la necesidad me forzara a romper los cristales.
—Pero… esta casa es de… de…
—Es de don César de Echagüe, ya lo sé —replicó El Coyote—. Y él tendría un gran disgusto si supiese que yo he venido a molestar a uno de sus huéspedes; pero no es probable que usted se lo diga, ¿verdad?
—¿Es que… que piensa matarme?
El Coyote sonrió.
—En cierto modo tiene usted muy merecida la muerte, señor Rubiz; pero yo no le mataré, por la sencilla razón de que en Los Ángeles hay dos hombres que ya han cobrado el precio de su cabeza.
Jeremías Rubiz lanzó un profundo gemido.
—¿Lo sabe? —preguntó, casi sin voz.
—Claro que lo sé. ¿Le gustaría que le matasen?
—No… no me gustaría.
—Pues lo más probable es que uno de los dos hombres que han cobrado su cabeza se la corte. El más temible es Killer Ackers. Ése no se detiene ante ningún obstáculo ni ante ningún escrúpulo.
—¡Dios mío! —sollozó Jeremías—. ¡Dios mío!
—Hace bien en pensar en Él. Es usted uno de los cadáveres más seguros que he visto.
—¡Sálveme! —pidió, de pronto, Jeremías Rubiz—. Usted puede hacerlo.
—Son muchas las cosas que puedo hacer; pero no todas me interesa hacerlas. ¿Qué ventajas sacaré yo de salvar su vida?
—Le daré… le daré lo que me pida.
—¿Un millón de pesos? —preguntó burlonamente El Coyote.
Jeremías Rubiz se había sentado en la cama y trataba de cubrirse con la sábana. Parecía un gato recién sacado de un lavadero. El Coyote no había visto nunca a un ser de aspecto tan desvalido.
—No tengo tanto dinero —replicó, abatidamente.
—Sin embargo, puede ganarlo —sugirió El Coyote.
—Tardaría muchos años…
—Valoremos su vida en un millón. Si yo evito que Ackers y Luján le maten le haré un gran favor, ¿no?
—Sí.
—No olvide que puedo ser más peligroso que Ackers y Luján.
—Lo… lo sé.
—Entonces le salvaré la vida y usted hará lo que yo le mande. Quiero saber todo cuanto intentan los Rubiz contra los Matoso. Desde este momento entra a mi servicio. Las traiciones las pago con la muerte. ¿Acepta?
—¿Y si… no acepto?
—¿Cree estar en condiciones de rechazar mi oferta?
Jeremías Rubiz permaneció callado unos instantes. Por fin movió negativamente la cabeza.
—No… no puedo; pero si he de traicionar a mi familia en favor de los Matoso…
—No olvide que alguien que no era usted asesinó a Santiago Matoso. Sin embargo, usted dejó creer que su mano había descargado aquel golpe fatal. ¿Por qué lo hizo?
—¿Cómo sabe eso?
—Sé que no mató usted a Santiago. Lo demás no le importe. Pero no olvide que suya es la culpa principal de cuanto ocurre y alégrese de la oportunidad que le concedo de reparar esa culpa. Si usted no hubiese dejado creer que era el autor de aquella muerte, no habría ocurrido nada. Ahora los Matoso han recurrido a los pistoleros profesionales, hay una guerra casi declarada y usted debe ayudarme a evitar que los males sean mucho mayores de lo que ya lo son.
—¿Y usted me salvará?
—Evitaré que le maten Ackers y Luján. Mañana comprobará que no falto a mi palabra. Procure no faltar a la suya.
Antes de que Jeremías Rubiz pudiera hacer ningún comentario, El Coyote apagó la luz, y antes, también, de que Jeremías Rubiz pudiese, si es que semejante cosa pasó por su imaginación, buscar un arma, el enmascarado había salido por la ventana. Cuando Rubiz llegó a ella no vio el menor rastro del Coyote, que parecía haberse fundido con la oscuridad exterior.
Durante unos momentos, Jeremías Rubiz debatió en su cerebro la idea de si convenía o no dar la voz de alarma, anunciar a todos que El Coyote le había visitado, organizar su persecución; pero desistió de ello, porque recordó a tiempo que El Coyote era el único que podía salvarle de Killer Ackers y de Mario Luján, y si por una casualidad conseguía deshacerse de él, también se desharía, al mismo tiempo, del escudo capaz de defenderle.
Jeremías Rubiz volvió a la cama; pero ya no pudo dormir, porque continuamente creía oír pasos, ruidos, susurros y amenazadores murmullos. Varias veces preguntóse si sería conveniente explicarle a don César lo ocurrido. Al fin decidió que no valía la pena decirle nada a un hombre que por toda ayuda le había propuesto dejarse matar a cambio de que también muriesen los que habían pagado a sus asesinos.
Más tarde, al pensar de nuevo en don César, sintió una profunda envidia. ¿Quién pudiese vivir tan apaciblemente como él? Seguramente que su sueño no habría sido truncado por la aparición del Coyote.