La cena no tuvo nada de brillante aquella noche. Si Guadalupe y su marido comieron con regular apetito, mayor en el segundo que en la primera, en cambio. Jeremías Rubiz apenas hizo ningún honor a lo que fue colocado ante él. Un par de veces consiguió hablar, preguntando en una de ellas dónde estaba el hijo de don César.
—En el colegio —explicó César de Echagüe, agregando—: Aunque no creo muy acertada la política de dejar creer a los niños que vienen al mundo traídos por una cigüeña o que nacen debajo de una col, en este caso intervenía el pudor de mi esposa. Como si mi hijo hubiera permanecido en casa no habría dejado de notar la realidad, preferí enviarle al colegio hasta que nazca su hermana o hermano.
Jeremías Rubiz hizo la reflexión de que la gente se preocupa por cosas de muy poca importancia. Aquel don César se preocupaba mucho por la ingenuidad de su hijo y en cambio le proponía a él que se dejara matar… ¡Lo suyo sí que era grave e importante! ¡Y a don César le tenía sin cuidado!
Después de cenar subió en seguida a su cuarto y se encerró en él. Confiaba en pasar una noche tranquila. Tal vez la última de su vida.
Mientras él se revolvía entre las sábanas, que pronto quedaron empapadas en sudor, ya que Jeremías no se atrevió a abrir la ventana, don César y su esposa continuaban en el salón.
—¿.Piensas hacer algo por ese hombre? —preguntó al cabo de un largo silencio Guadalupe.
—Está muerto de miedo.
—Si no le matan a tiros se morirá de hambre —dijo Lupe—. No ha probado ni tres bocados.
—En parte le está bien todo cuanto le ocurre; pero es inocente y no merece que le asesinen. Además…
Don César quedó silencioso, meditabundo, hasta que su mujer le preguntó:
—¿Además, qué?
—Si le matan ya no habrá paz entre los Rubiz y los Matoso. Se trata de dos familias honradas y nobles que no merecen exterminarse entre sí.
—Sería horrible que oso ocurriera —murmuró Guadalupe—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Esta noche he de salir a resolver una parte del problema —dijo don César—. Esos dos pistoleros que han contratado los Matoso no deben actuar.
—Expondrás tu vida…
—Hace algo más de un año yo quise arreglar una cuestión. Lo hice tan bien que debido a mi intervención dos familias se han llegado a odiar hasta el punto de incendiarse mutuamente las casas y graneros. Y hasta han alquilado asesinos profesionales; pero si yo no hubiese intervenido habría ocurrido algo mucho peor. Mañana o pasado te lo contaré. Esta noche necesito disponer de todos los minutos.
Guadalupe no hizo más preguntas por temor a descubrir las inquietudes que la asaltaban. Descendió con su marido al sótano secreto donde El Coyote guardaba sus ropas, sus armas y su caballo y le vio marchar por la puerta disimulada entre la vegetación. Luego subió a su dormitorio y se encerró en él, en espera del regreso de don César de Echagüe.
El Coyote galopó a través de la protectora oscuridad en dirección a la ciudad de Los Ángeles, dirigiéndose una vez en ella al barrio mejicano, deteniéndose por fin frente a una casa a la que llamó, siéndole franqueada la entrada por la india Adelia. Doce minutos después marchaba al galope hacia una de las numerosas tabernas de la población.
*****
Killer (Matador) Ackers estaba rodeado por un grupo, de admiradores. A los cuarenta años disfrutaba de un prestigio que había empezado a ganar a los diecinueve. Habíase hecho famoso en las poblaciones que fueron naciendo a lo largo de las paralelas de acero del ferrocarril Unión Pacífico.
—He matado a veintinueve hombres de verdad —explicaba en aquellos momentos por encima de la copa de whisky que tenía en la mano izquierda. (La derecha no la utilizaba más que para disparar y, por lo tanto, siempre la mantenía libre).
—¿Y los chinos, negros y pieles rojas? —preguntó uno de los que le escuchaban.
—A esos no los cuenta ningún buen tirador. Chinos, negros, pieles rojas y mejicanos sólo sirven para practicar. Me desacreditaría si dijese que he matado a cuarenta y dos seres de esa clase. Sólo cuento los veintinueve, y antes de ir por el que hace treinta me gustaría verme las caras con un hombre a quien hasta ahora nadie le ha podido matar ni ver el rostro. Ése sería un buen número treinta.
Vació la copa de licor, que era la quinta que bebía, y se hizo servir otra.
—¿A quién te gustaría matar? —preguntó un antiguo ferroviario que había perdido un brazo durante un choque con los pieles rojas.
Ackers bebió un sorbo de whisky y, sonriendo burlonamente, contestó:
—Al Coyote. Dicen que ofrecen veinte o cincuenta mil dólares por su cabeza. Es el coyote mejor pagado de que he oído hablar.
—No hay otro tan peligroso —comentó alguien.
—Ningún coyote es peligroso cuando un jaguar se enfrenta con él. Por lo menos, no es peligroso para el jaguar —rió Ackers.
Todos volvían la espalda hacia la puerta y nadie se dio cuenta de que se había abierto hasta que una voz preguntó, burlonamente:
—¿Y dónde está ese jaguar, Matador?
—El jaguar está…
Killer Ackers se interrumpió bruscamente cuando al volver la cabeza hacia el punto de donde había llegado la voz, vio a un hombre vestido a la mejicana y cuyo rasgo más característico era un negro antifaz que le ocultaba el rostro.
—¡El Coyote!
El nombre brotó de todos los labios menos de los de Ackers, que estaban firmemente cerrados, en tanto que sus ojos parecían aguardar ansiosamente el menor movimiento del enmascarado, que estaba de espaldas a la pared, frente a él, con la mano derecha cerca de la culata de uno de sus revólveres y los dedos ligeramente curvados, como si ya se estuviesen cerrando en torno de la culata del arma, en tanto que el índice y el pulgar parecían anhelar cerrarse sobre el gatillo y el percusor, respectivamente.
Se hizo un profundo silencio, en el cual destacaba el correr de los pies que se alejaban de la trayectoria de las balas. Unos segundos después, Killer Ackers estuvo solo de espaldas al mostrador, tras el cual se había ocultado el camarero que había servido las bebidas. Los demás estaban a bastante distancia, esperando la consumación de la inminente tragedia.
—¿Qué quiere de mí El Coyote? —preguntó lentamente Ackers.
—Sólo pedirte un favor —replicó el enmascarado—. Me han dicho que habías aceptado dinero para intervenir en una lucha que nada te importa. ¿Cuánto te han dado?
Ackers no replicó. Su cerebro trazaba velozmente el plan a seguir. El Coyote guardaba enfundados sus revólveres. Por lo tanto, los dos estaban en igualdad de condiciones. El más veloz quedaría triunfante. Hasta entonces no había encontrado a nadie más rápido que él en el manejo del revólver. Ni más rápido ni más certero. Si mataba al Coyote ganaría el premio que ofrecían por su captura vivo o muerto.
—Matador, yo te daré el doble de lo que te han dado si me prometes retirarte de esa lucha. Deja que los leones se maten entre sí. Los jaguares no deben intervenir en sus cuestiones.
—¿Me daría tres mil dólares? —preguntó Ackers.
—Sí.
—Quisiera verlos antes de aceptar.
La mano izquierda del Coyote se hundió en uno de los bolsillos de su corta chaqueta y salió con un fajo de billetes de banco, que fue a dejar sobre la mesa junto a la cual se encontraba. Por un brevísimo instante su mirada se posó sobre el dinero. Ésta era la oportunidad que Ackers había estado aguardando sin esperanza de que se presentara; pero cuando ocurrió su reacción fue más veloz que el paso de una bala. Sin soltar la copa que sostenía con la mano izquierda, bajó la derecha hasta su Colt del 44, lo empuñó, lo desenfundó y quiso dispararlo; pero ya no pudo conseguirlo. Un rabioso moscardón de ardiente plomo se había hundido en su brazo derecho, inmovilizándolo. El revólver cayó al suelo, rebotando sobre el entarimado con el hueco sonido que produce un martillazo sobre un ataúd.
—Te has expuesto mucho, Matador —dijo El Coyote a través de la nube de irritante humo que había brotado de su revólver—. Pude haberte matado.
Se oyó otro ruido: el de una copa al romperse contra el suelo, y Ackers, pálido como un muerto, se llevó la mano izquierda a su herido brazo.
—No me mate —pidió con voz temblorosa.
—Ahora ya no es necesario —dijo El Coyote—. ¿Aceptas mi oferta?
—Sí; lo que usted quiera.
Sonó otra detonación y de la oreja derecha de Ackers brotó un hilo de sangre.
—¡La marca del Coyote! —exclamó alguien.
—Eso es por tu traición —siguió el enmascarado, guardando su revólver, después de haber soplado dentro del cañón, para extraer el humo que se apelotonaba dentro de él—. Aquí tienes los tres mil dólares. Recógelos cuando yo me haya marchado. Y no vayas a San Bernardino si no quieres ocupar la tumba que allí abrirán para ti.
Killer Ackers, con el rostro contraído por el dolor, se iba palpando el brazo, cual si quisiera convencerse de si lo tenía o no roto.
—Retírate a la vida privada —siguió El Coyote—. Y no pretendas completar la cifra de treinta hombres de verdad muertos por tus revólveres.
Hizo como si fuera a volver la espalda y en seguida se dejó caer de rodillas, a tiempo de que la primera bala del Derringer que Ackers había sacado de la manga derecha pasara con seco zumbido sobre su cabeza.
El pistolero fue a apretar el otro gatillo; pero cuando lo hizo sus ojos ya estaban cubiertos por el velo de la muerte que sobre ellos había extendido la bala que El Coyote clavó en su corazón. Ackers permaneció aún en pie durante dos segundos y luego cayó de bruces sobre el Derringer que había resbalado de entre los dedos de su mano izquierda. Tras una breve convulsión, quedó inmóvil.
—No matará a treinta hombres de verdad —comentó El Coyote, poniéndose en pie—. Debía haberlo comprendido.
Siguió retrocediendo hacia la puerta y en cuanto ésta se cerró tras él todos los que estaban en la taberna se precipitaron hacia la mesa sobre la cual estaban los tres mil dólares que El Coyote había dejado. Durante unos cinco minutos se desarrolló una feroz lucha a puñetazos y patadas por la posesión del dinero. Algunos billetes quedaron hechos pedazos, pero al fin, cada uno tuvo lo bastante para quedar satisfecho de su suerte. Sólo entonces se acordaron del Coyote y, como le supusieron ya muy lejos, salieron a la calle gritando sus falsas ansias de enfrentarse con el famoso enmascarado.
Un hombre que iba a entrar en la taberna preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Han matado a Killer Ackers. El Coyote le deshizo un brazo, luego le destrozó la oreja y por último le metió una bala en el corazón. Vamos a perseguirle…
El recién llegado repitió varias veces la pregunta y al fin se enteró de todo cuanto había sucedido.
Cuando se alejaba, después de haber oído las distintas versiones del suceso, uno de los testigos del drama preguntó a otro:
—¿Ése no era Luján, el compañero de Ackers?
—Creo que sí. Seguramente se dará prisa en salir de Los Ángeles. Por lo menos yo, en su lugar, eso es lo que haría.
*****
Las sombras habían ido ganando todos los pasillos y rincones del hotel Fuentes. En él reinaba ese silencio denso que parece tener forma, propio de los lugares donde, por haber mucha gente, el silencio nos resulta anormal y a cada momento se espera verlo estallar en potentes susurros.
Entre aquella oscuridad movíase una sombra. A veces un destello de luz de ignorada procedencia prendía a ras del suelo en el metal de unas espuelas. Ésta era la única señal de la presencia de un hombre en los corredores del hotel.
Ningún sonido, ninguna respiración, ningún roce denunciaba la materialidad de aquella presencia. Una sombra hubiera hecho más ruido al desplazarse lentamente a lo largo de las dos hileras de habitaciones entre las cuales discurría el pasillo.
Finalmente aquella sombra se detuvo frente a una de las puertas. Permaneció varios minutos junto a ella, como escuchando. No llegaba ningún ruido del otro lado de la delgada madera de la puerta. Al fin la sombra se fundió a través del rectángulo de media luz que quedó visible al ser abierta la puerta.
El Coyote avanzó un paso y luego, con la misma suavidad y silencio con que la había abierto, cerró la puerta. Tendría que esperar. El inquilino de aquella habitación no podía tardar mucho…
Los pensamientos se inmovilizaron en el cerebro del enmascarado. Todos sus sentidos concentráronse en el punto de su espina dorsal contra el que acababa de apoyarse fuertemente el cañón de un revólver, en tanto que una voz murmuraba en español:
—Su visita me honra señor Coyote, pero no se vuelva para darme las gracias ni haga el menor movimiento si no quiere convertirse de coyote vivo a coyote muerto.
Estas palabras fueron acompañadas del chasquido del percusor al ser levantado. A partir de aquel momento, una levísima presión bastaría para introducir la muerte en el cuerpo del Coyote.
Éste no se movió. Esperaba un descuido de su adversario para aprovecharlo contra él; pero el descuido no se produjo. Con rápido movimiento una mano le despojó de sus dos revólveres. Luego la misma mano le palpó diestramente el cuerpo en busca de otras armas ocultas, despojándole de un pequeño Derringer y de un cuchillo.
—Ahora vaya hacia la mesa que tiene frente a usted y encienda el quinqué. Antes de matarle quiero hablar con usted señor Coyote. Hace mucho tiempo que Mario Luján deseaba verle.