Capítulo V:
La fiesta de don César

Su hijo se retrasa mucho, don Rómulo —comentó César, deteniéndose junto al grupo que rodeaba al hacendado—. Dolores está pasando una tarde muy poco divertida.

—No comprendo cómo ha podido retrasarse tanto —replicó don Rómulo—. Claro que le envié a comprar unos trajes de mujer para aquella muchacha y supongo que se ha visto en el mayor apuro de su vida.

Don César tenía en aquel momento la mirada fija en Benjamín Franklin Shubrick y le vio estremecerse y hacer, en seguida, un esfuerzo por dominar su turbación. Ben Shubrick estaba en el grupo del hacendado y había estado discutiendo de asuntos comerciales con don Rómulo y sus amigos. La presentación que don César hiciera de él le había valido que se le recibiera sin prevenciones. Desde el momento en que un hombre de la importancia social de don César de Echagüe lo presentaba, todas las reservas se venían abajo.

—Bien, esperemos que Justo llegue pronto —comentó don César, alejándose hacia otro grupo desde el cual pasó a la ventana junto a la cual estaba Dolores Pabón.

Ésta era una muchacha de unos diecinueve años, de serena belleza, educada en un ambiente que se conservaba tal como era setenta años antes y en el cual sólo habían variado las modas del vestir. Don César dijo mentalmente:

«Es como una buena capa de recio paño. Con ella se puede hacer frente a las peores ventiscas. Habrá prendas más llamativas, más deslumbrantes; pero ninguna tan eficaz como ella».

En alta voz preguntó:

—¿Dónde está tu sonrisa, Dolores?

La joven, forzó la sonrisa.

—Aquí la tiene, don César —respondió.

—Me parece que no es legítima.

—Para usted lo es.

—¿Te preocupa que Justo tarde tanto?

—No. ¿Por qué habría de preocuparme? Pero no puedo estar alegre si él no se encuentra a mi lado.

—Pero tampoco debes mostrarte tan seria. Estás en casa de unos amigos.

De pronto Dolores murmuró:

—Tengo miedo, don César. Presiento que algo se acaba de interponer entre Justo y yo.

—¿A qué se debe ese presentimiento?

—A nada; tal vez porque aún no ha llegado y su padre me ha dicho que está con esa mujer que se les ha metido en casa.

—Fue don Rómulo quien la obligó a quedarse, Dolores. Yo lo vi. Por lo tanto, te pasas de lista…

—Ahora llega —interrumpió Dolores.

Justo Hidalgo acababa de entrar en la sala. Su alteración era tan clara que no pasó inadvertida para Dolores ni para don César, aunque éste trató de disimular cuando la joven que estaba junto a él le miró significativamente, diciendo:

—Hace como si no me hubiese visto.

—Creo que cierta vez Mahoma ordenó a una montaña que fuera hacia él. La montaña no le hizo caso y Mahoma echó a andar hacia la montaña, diciendo que el orden de los factores no altera el producto, y que para el caso tanto daba que la montaña fuese hacia él, como querer ir él hacia la montaña. Si es verdad que no se esfuerza en verte, tú debes hacer como si no lo notaras e ir a su encuentro.

Sin que Dolores pudiese protestar, don César la cogió del brazo y la arrastró hacia Justo. Antes de que éste se diera cuenta de que se acercaba su novia, se encontró frente a ella y oyó la voz de don César que comentaba:

—Ya casi no te esperábamos. Dolores ha estado tratando de conquistarme, sin acordarse de que soy ya casado. Por cierto que por allí viene otra persona que también se ha olvidado de mi matrimonio. Adiós, muchachos. Estoy seguro de que deseáis veros libres de mí.

Don César se apartó de los dos jóvenes y dirigióse hacia Guadalupe, huyendo, casi, de Dorotea de Villavicencio[2], quien aún no le había perdonado el que la hubiera rechazado como lo hiciera varios meses antes. Pero Dorotea se había propuesto algo y no había en el mundo nadie capaz de torcer su decisión.

Llegando junto a Guadalupe al mismo tiempo que don César, extrajo toda su sonrisa y la dedicó por igual a don César y a su esposa.

—Aún no les he felicitado —dijo.

—¿De veras? —respondió Lupe—. Estaba segura de haber recibido una felicitación y un obsequio. Tal vez me he equivocado.

La réplica de Lupe llegó a su destino; pero la de Villavicencio era maestra en disimular las estocadas que recibía. Además, si bien no esperaba que Guadalupe le lanzase aquélla, en cambio, el motivo de la misma no había dejado de estar presente en su pensamiento. Incluso había decidido ser ella quien lo tocara. Por ello pudo contestar.

—Sí, se ha equivocado, señora. Mi madre ya hizo un regalo a don César cuando se casó con la señorita de Acevedo. No es costumbre repetir los obsequios, y como la nueva señora de Echagüe no figuraba entre el número de nuestras amistades… tampoco le pudimos hacer ningún regalo. Por eso debe de sufrir usted un error, señora.

El rostro de Lupe se nubló tormentosamente. Don César empezó a temer que la tempestad descargara allí, y aunque por una parte no le hubiera disgustado del todo, por otra sabía que las conveniencias sociales son muy severas; mas pronto se tranquilizó al ver la sonrisa que florecía en los labios de Guadalupe; pero sólo en los labios, porque los ojos eran como dos flamígeras lanzas que se hundían en Dorotea.

—Tiene usted razón, señorita; no he tenido jamás el honor de contarme entre sus amistades, y después de las íntimas relaciones que ha habido entre mi esposo y usted, hubiera sido de mal gusto que nos hiciera regalo; pero tengo tan mala memoria que estaba segura de que nos había enviado algo. Espero que me perdonará, ¿verdad? Y, como no soy celosa, la invito a que siga frecuentando esta casa. Al fin y al cabo, usted y yo tenemos algo de común: el amor a César. Como he sido la más afortunada, me siento generosa. Aunque tal vez en su caso lamentaría también haber perdido tanto para conseguir tan poco.

Dorotea de Villavicencio respiró hondo y clavó la mirada en la cabeza de Lupe, en tanto que ésta cerraba la mano en torno a la cabeza y los hombros de una figurilla de bronce. Las dos mujeres se miraron unos segundos. Al fin, Dorotea, sonriendo como podría hacerlo una navaja de muelles, declaró:

—Puede que siga visitándoles. Su caso me interesa mucho. He oído decir muchas veces que los hombres maduros suelen acabar casándose con sus sirvientas. Veo que eso es cierto, aunque me interesa saber cómo termina.

Don César apoyó una mano sobre aquella que Lupe tenía cerrada en torno a la figura de bronce, que ya se había empezado a mover.

—Cuidado —dijo, con una sonrisa—. Podrías estropear una figurita que es una obra de arte.

Guadalupe hizo como si no hubiera oído; pero soltó poco a poco la estatuilla, y dijo:

—Seguramente terminará en que el marido se cansará de su esposa y volverá a alguna de las mujeres que, como usted confesó en cierta ocasión, en otros tiempos recibieron en la intimidad de su alcoba. Tal vez si se ha casado con la criada ha sido porque encontró cerrada la puerta de su cuarto.

—Más bien creo que nunca se molestó en empujar aquella puerta —dijo Dorotea.

De nuevo la mano de Lupe buscó la figurilla de bronce; pero don César la apartó a la vez que hacía disimuladamente seña a Ricardo Yesares y a su esposa, que se acercaran en seguida.

—La fiesta es muy divertida —dijo Ricardo Yesares.

—Mucho más de lo que usted puede imaginarse —replicó don César—. ¿No es cierto, señorita Villavicencio?

—Sí, es tan divertida como una de barrio. Adiós, muchas gracias por la merienda. Sin duda la preparó con sus propias manos la señora, ¿no?

Cuando Dorotea estuvo algo lejos, don César comentó:

—A su lado, una serpiente de cascabel resulta una mansa ovejita.

—Me habría gustado estropearle los cascabeles —declaró Lupe—. Y como vuelva a llamarme señora con ese retintín…

—Lupita, no olvides que estuviste un poco dura con ella. Ya sabes que si declaró que ella y yo habíamos sido algo más que amigos, fue porque deseaba salvarme de la cárcel.

—Sí; te quiso librar de una cárcel para meterte en otra. Lo que lamenta es que las cosas se resolvieran de forma que no te vieses obligado a rescatar su honor convirtiéndola en la señora de Echagüe.

—Lupe, cálmate un poco con Serena mientras nosotros vamos a charlar de cosas más divertidas —dijo César, llevándose a Ricardo Yesares hacia un lado del salón.

Durante casi media hora estuvieron hablando animadamente. De cuando en cuando sus miradas coincidieron en Ben Shubrick.