Don Rómulo Hidalgo se acabó de arreglar la delgada corbata y se ajustó la corta chaquetilla. Cuando iba a coger el sombrero de copa plana y ala ancha, enriquecido con abundantes bordados en oro, sonó una leve llamada a la puerta de la habitación.
—Adelante —ordenó con— fuerte voz el hacendado.
Abrióse la puerta y apareció Patricia Mendell. Vestía el mismo traje del día anterior, pero recién planchado y adornado con unas flores. El rostro de don Rómulo se suavizó.
—Hola chiquilla —dijo—. ¿Cómo te encuentras?
—Ya muy bien, don Rómulo. Quisiera poderle decir cuánto agradezco lo mucho que hace usted por mí.
—No hago nada, pequeña. Cualquier otro haría más que yo.
—Eso no. Nadie haría tanto.
—¿Te has encargado ya más ropa?
—No, señor.
—¿Por qué? ¿No te dije ayer que esta mañana te hicieses hacer un par de trajes?
—Sí; pero… no quisiera abusar de su bondad. Le agradecería que se encargara usted de comprarlos.
—Mujer… Tú eres la más indicada para adquirir lo que necesites. Yo no entiendo de ropas femeninas.
—Yo no puedo hacerlo. Si lo he de comprar yo, no compraré nada.
—Pero tú necesitas cosas. Con lo que llevas puesto no puedes pasar. Si no tuviera que ir a la fiesta de don César… Pero no puedo faltar. Sin embargo… Espera.
Don Rómulo salió de su cuarto y dirigióse al de su hijo.
—Justo, tendrías que ir con Patricia a comprarle algo de ropa. Quisiera ir yo; pero no puedo llegar demasiado tarde a la recepción en casa de los Echagüe. ¿Te importa hacerlo?
En la fiesta que se celebraría en el Rancho de San Antonio estaría Dolores Pabón, a quien todos consideraban como novia de Justo. Todos, incluso él. Los Pabón eran tan importantes como los Hidalgo, y ningún obstáculo se oponía a la boda. Sólo faltaba que el compromiso se fijara oficialmente. A pesar de todo esto, Justo aceptó la proposición de su padre.
—Como quieras, papá. Le acompañaré.
—Coge el dinero que necesites.
No fijó la suma que podía gastar, ni Justo lo preguntó. Cuando don Rómulo marchó en su jardinera hacia el Rancho de San Antonio, Justo y Patricia le siguieron en otro cochecillo. Justo miraba de reojo a la muchacha y empezaba a comprender lo que le había ocurrido con los hombres que, como ella decía, se cruzaron en su camino.
—Espero que se sentirá feliz viviendo con nosotros —dijo al cabo de un rato de marcha en silencio.
—Son ustedes demasiado buenos y nobles para que no me sienta feliz —replicó Patricia—. Si todos fueran como ustedes el mundo sería mucho mejor.
El asiento del cochecillo era estrecho y Justo sentía contra su cuerpo el calor del de la joven. El hecho de que ella no se apartara lo interpretó Justo como una muestra de su inocencia. Por ello quiso alejar de su cerebro los pensamientos que le asaltaban. No lo consiguió. Todos los pensamientos estaban fijos en la muchacha y su mirada buscaba repetidamente a Patricia Mendell, que no parecía advertir nada.
—Su rancho es muy hermoso —dijo de pronto la joven—. Parece muy antiguo.
—Lo es —respondió Justo—. Fue de los primeros que se fundaron en Los Ángeles.
—Está lleno de objetos valiosos. He visto muchos jarrones artísticos.
—Sí…, hay muchos.
Justo apenas podía coordinar las respuestas, porque sus pensamientos estaban, contra su voluntad, lejos de cuanto decía. Por fin llegaron al establecimiento de madame Leclair, que aseguraba ser francesa y estar en posesión de los mejores modelos de París. Lo de que era francesa lo dudaban todos, y algunos dudaban que sus modelos fuesen realmente de París. Pero lo que sí se daba por cierto es que sus trajes reunían todas las cualidades apetecibles en cuanto a elegancia y buena calidad.
Madame Leclair acudió presurosa al encuentro de Justo Hidalgo y su acompañante. La atraía la posibilidad de una venta y la seguridad de averiguar algo muy interesante que poder repetir luego a sus clientes. Todas las damas de Los Ángeles sabían que madame Leclair se enteraba de todo lo importante que ocurría en la ciudad. A veces, el deseo de averiguar la legitimidad de algún chisme las hacía comprar cosas que no necesitaban; pero que eran el pago que la madame recibía por sus informes.
Justo le expuso sus deseos.
—Quisiera comprar unos trajes para esta señorita; pero yo no entiendo de ropas y ella no quiere decir lo que desea. Usted sabrá mejor que nadie lo que le conviene.
Madame Leclair no podía apetecer nada mejor que la libertad de elegir entre sus modelos aquellos más indicados para una joven tan linda.
—Tiene un tipo muy aristocrático —declaró—. Precisamente he recibido una colección de modelos preciosos. Podríamos escoger un par de vestidos de mañana, otros dos de tarde, o quizá tres, y alguno de noche, o sea para las fiestas que se celebran en las haciendas.
—Será mucho —murmuró Patricia Mendell.
—No, no —protestó Justo—. No me parece mucho, señorita.
Madame Leclair se llevó a Patricia Mendell hacia el probador. No estaba dispuesta a que con sus escrúpulos aquella chiquilla le estropeara un buen negocio.
Mientras le probaba las distintas prendas intentó averiguar algo. Hasta sus oídos habían llegado rumores de que los Hidalgo tenían en su casa una forastera. Doña Lola, la madre de Dolores Pabón, ya había ido aquella mañana a su casa, con la excusa de comprar ropa interior, a ver si la modista sabía algo de aquella mujer. Al pensar en ropa interior madame Leclair decidió que la señorita Mendell también debía necesitarla. Mientras lo sugería y mostraba lo que Patricia podía precisar, acentuó sus ataques contra la fortaleza de reservas de la joven. ¿Era pariente de los Hidalgo?
—No.
¿Amiga acaso?
—No.
¿Llegaba recomendada por algún familiar?
—No.
Todo el sutil arte de madame Leclair falló frente a la firmeza de la señorita Mendell, quien con su fina vocecilla iba dejando caer sus suaves pero contundentes «no». Por fin madame Leclair conformóse con venderle cuatro trajes de mañana, otros cuatro para salir y dos para las fiestas de tarde y uno para las de noche. Además, la equipó con un regio surtido de ropa interior, incluidos varios camisones de dormir y batas de seda.
Cuando Justo vio el total de la cuenta de la modista parpadeó un momento; pero como había oído decir muchas veces que los trajes de mujer eran inverosímilmente caros, pagó la factura y ordenó que las enormes cajas en que fueron colocados los vestidos se llevaran al coche que aguardaba fuera.
—Pero usted tenía que haber ido a la fiesta de don César —dijo Patricia.
—No importa. La llevaré al rancho y luego iré a la fiesta. La de hoy durará hasta muy tarde.
Por el camino Justo preguntó si todos los vestidos eran de su agrado.
—¡Oh, sí! —replicó, fervientemente, Patricia—. Son bellísimos; pero yo no merezco tanto.
—Merece mucho más —aseguró Justo, que ya se había olvidado hasta de la existencia de Dolores Pabón y, sobre todo, de que le estaban esperando en el Rancho de San Antonio.
—Nunca me habían tratado así —musitó la muchacha, por cuyas mejillas corrieron dos lágrimas—. Son ustedes muy buenos.
—Ya es hora de que disfrute usted de un poco de alegría después de tanta tristeza. Para nosotros es una felicidad poderla hacer… hacer feliz.
Patricia Mendell volvió lentamente el rostro hacia su compañero. Estaban fuera de Los Ángeles, en la solitaria carretera por la que ya habían pasado los campesinos que regresaban de sus labores agrícolas. Justo vio tan hermosos los ojos de Patricia Mendell, tan bello su rostro, tan frescos los labios… Y como era joven y había estado sintiendo el firme contacto del cuerpo de la muchacha, arrancóse de la conciencia todas las trabas morales que se oponían a lo que estaba deseando y, soltando las riendas, rodeó con sus brazos a Patricia Mendell y buscó con sus ardorosos labios el frescor de los de Patricia. Ésta no hizo resistencia; pero cuando Justo la soltó, en los ojos de ella vio un doloroso reproche.
La muchacha no dijo nada, inclinó la cabeza sobre el pecho y las lágrimas cayeron silenciosas hasta el polvoroso suelo.
El joven sentíase enormemente culpable. Si al menos ella le hubiera dirigido alguna censura, si le hubiese permitido defenderse, explicarle por qué se había portado de aquella manera que él era el primero en repudiar…
Pero Patricia Mendell no decía nada, y callada permaneció hasta que llegaron al rancho. Entonces bajó del coche y marchó a su habitación, siempre sin pronunciar ni una palabra; pero también, sin dejar de derramar gruesas lágrimas. Cada una de las cuales era como una gota de plomo derretido en el corazón de Justo.
Éste caviló unos instantes; por último, ordenó que los paquetes fueran llevados al aposento de Patricia. Un cuarto de hora más tarde, también él fue hacia el cuarto de la joven. Llamó a la puerta y al entrar vio a la forastera vestida con el mismo traje de percal con que llegara. Había reunido los pocos objetos de su propiedad y parecía dispuesta a marcharse.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó.
Patricia le miró unos instantes en silencio y luego respondió con otra pregunta:
—¿Qué puedo hacer?
Justo inclinó la cabeza y Patricia siguió:
—Sólo maldecir mi belleza o lo que hay en mí que atrae a los hombres, incluso a los mejores. Si a todos les ocurre lo mismo, he de suponer que la culpa no es de ellos, sino mía.
—No, Patricia, no. Usted no es responsable de nada. Perdóneme.
—Ya ve que soy la primera en reconocer que la culpa es mía. No es culpa de la alondra cuando ella se ve atraída por el destello del espejo. El hierro no tiene culpa cuando el imán lo arrastra hacia él. Yo debo de ser espejo o imán. Es preferible que me vaya de esta casa donde creí hallar la paz.
—¡No quiero que se marche, Patricia!
—Debo hacerlo antes de que turbe la tranquilidad en que hasta ahora han vivido. Déjeme marchar.
—No, Patricia. Si quiere me casaré con usted. La haré mi esposa, la heredera de nuestra hacienda, la dueña de todo esto.
—Yo soy una pobre campesina y usted un hombre rico, de familia noble. Seguramente, su matrimonio con una mujer de su misma clase, ya está convenido.
—Romperé con todo; pero, por favor, no se marche.
—Está bien —cedió al fin Patricia—. Me quedaré; pero sé que no hago bien. Sé que los problemas que ahora nos conmueven volverán a surgir. Y entonces no encontraremos ninguna solución. Ahora márchese. Le esperan en el rancho de don César.
—¿Me perdona?
—¿No comprende, hay algo más fuerte que yo que me obliga a perdonarle?
—¡Patricia!… —exclamó Justo, dando un paso hacia ella.
—Por favor, ahora márchese.
—¡Patricia, la amo; quiero que sea mi esposa!
—Por favor…
La voz de Patricia era apenas un susurro que de nuevo fue ahogado por los labios de Justo.
Y esta vez, Patricia Mendell devolvió el apasionado beso.