Capítulo III:
Un financiero en la ciudad

Benjamín Franklin Shubrick miró protectoramente al propietario de la Posada del Rey Don Carlos.

—Me han dicho que éste es el mejor hotel de Los Ángeles —declaró—. Va a tener que hacer honor a su fama, señor…

—Yesares —se apresuró a decir el dueño de la posada—. Tal vez la fama de mi establecimiento sea algo exagerada; pero debo reconocer que hacemos lo humanamente posible por merecer la confianza de nuestros clientes.

—He estado en los mejores hoteles de Europa y de América —dijo Shubrick—. Nadie puede decir con mayor fundamento de causa que yo, lo que es un buen hotel. Ahora quisiera hacerle algunas preguntas. Soy Ben Shubrick. Benjamín Franklin Shubrick, y me dedico a comprar y vender casas, fincas y acciones.

Ben Shubrick vestía como un hacendado de Louisiana; levita y pantalón blanco, chaleco floreado, chalina negra y sombrero gris. Era muy alto, delgado, de rizado cabello negro y ojos también negros. Ricardo Yesares observó en seguida que Shubrick trataba de disimular con tinte las canas que poblaban sus aladares. También observó que los ojos de Ben Shubrick, que a veces brillaban con energía, en otros momentos acusaban un gran cansancio moral. El último detalle que observó fueron las manos de Shubrick. Eran las de un jugador profesional, capaces de servir los naipes con la velocidad de la centella. Eran las manos que ponen nervioso al jugador novato, porque su mirada es incapaz de seguir todos los movimientos que hacen y a cada momento teme que saquen una carta de la manga o la hagan brotar del aire.

—Creo que podrá hacer algún negocio en Los Ángeles —dijo Yesares—. La ciudad va creciendo y hay quienes aseguran que con el tiempo llegará a ser la más grande de California. ¡Quién sabe!

—Estoy seguro de que a Los Ángeles le aguarda un brillante porvenir —replicó Ben Shubrick—. ¿Llegan muchos forasteros?

—Bastantes; pero la mayoría sólo de paso. Van hacia San Francisco. Por ahora allí hay muchas más posibilidades de hacer fortuna que aquí.

En aquel momento se detuvo delante de la posada el carruaje de don César de Echagüe, quien descendió de él dejando a Lupe en el vehículo, entró en el edificio, dirigiéndose hacia el mostrador tras el cual se encontraba Yesares.

—Hola, Ricardo —saludó—. ¿Está ocupado?

—Puede usted atender a ese caballero, señor Yesares —dijo Ben Shubrick, haciendo intención de apartarse.

Don César le contuvo.

—No se retire usted, señor. Sólo quería anunciar al amigo Yesares que esta noche cenaremos aquí.

—Señor Shubrick, le presento a don César de Echagüe, uno de los más ricos hacendados de California. Don César, el señor Benjamín Franklin Shubrick, que se dedica a la compra y venta de tierras, haciendas y acciones.

Los dos hombres se saludaron con corteses inclinaciones. Shubrick, que había sacado una cigarrera de oro, la abrió, ofreciendo su contenido a don César y a Ricardo, antes de tomar también él un aromático Perfecto.

—Si es usted tan buen financiero como conocedor de tabacos, debe de ir acompañado siempre por el éxito —declaró don César, lanzando hacia el techo una azulada bocanada de humo.

—Me gusta el buen tabaco, el buen vino y las mujeres hermosas —replicó Shubrick; pero don César notó que la voz le fallaba un poco al decir esto.

Ben Shubrick no era un vividor tan alegre como trataba de aparentar.

—¿Sabe usted de alguna buena hacienda en venta? —preguntó luego Shubrick a don César.

—No, caballero —replicó éste—. Precisamente ahora tengo mucho interés en comprar tierras. He vuelto a casarme y quisiera aumentar mi hacienda.

—¿No tiene usted bastante con lo que posee? —preguntó Yesares.

—Para mí, sí; pero mi hijo heredará íntegro el Rancho Acevedo, que pertenecía a su madre. Las propiedades de los Echagüe también serán para él si de mi segundo matrimonio no nace ningún hijo, pero si hubiese otros herederos, tendrían que repartir con él lo mío y quiero que haya lo suficiente para que a ninguno le falte una buena fortuna.

—Aún no he empezado a trabajar —dijo Shubrick—. Puede decirse que acabo de llegar y que todavía no conozco el mercado. Sin embargo, si usted quiere que me ocupe de ese asunto, lo haré con mucho gusto.

—Desde luego. ¿Por qué no va mañana por la tarde a mi casa? Es el día en que recibo a mis amigos. Le presentaré a muchas personas que tal vez deseen vender alguna finca. El señor Yesares le indicará dónde está el rancho. Y ahora, si me lo permite, haré una lista de lo que deseo cenar.

Tomando un papel y un lápiz don César comenzó a escribir. De cuando en cuando se interrumpía como para reflexionar. Al fin, tendió la lista a Yesares. Éste leyó:

Prepáranos lo que quieras, y haz lo posible por averiguar qué hace y quién es ese Shubrick.

Ricardo estudió atentamente la nota y después de guardarla en el bolsillo declaró:

—No sé si el guisado podrá prepararse, don César. No tenemos la carne que necesitamos y a estas horas en las carnicerías ya no queda nada selecto.

—Haga lo posible por servirnos todo lo que le pido; pero si no hay manera de conseguirlo, prepáreme otra cosa. Hasta luego.

Volviéndose hacia Ben Shubrick, don César se despidió:

—Encantado de conocerle, caballero. Hasta mañana por la tarde.

—No faltaré —prometió Ben Shubrick, saludando a don César.

Éste regresó al carruaje. Cuando se puso de nuevo en marcha hacia el rancho, sacudió la ceniza del cigarro y comentó:

—Guadalupe, hay tres cosas a las cuales un hombre no puede renunciar si alguna vez han constituido un vicio en él.

—¿Cuáles son esas cosas? —preguntó Lupe, que no estaba de tan buen humor como su marido.

—El hombre que gusta de los buenos vinos, nunca puede beberlos malos. Y si ha fumado excelentes cigarros, los seguirá fumando mientras tenga el suficiente dinero para adquirirlos. Y otra de las cosas de que no puede privarse, si fueron su pasión dominante, es de las mujeres bonitas. De las tres cosas, ésta es la más inofensiva —y don César aspiró el aroma del cigarro—. El buen vino y las mujeres hermosas son dos venenos peores que la nicotina.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada. Es un desahogo filosófico. ¿No estás de acuerdo conmigo?

—No bebo vino, no fumo y no siento ninguna emoción cuando estoy al lado de una mujer hermosa —replicó Guadalupe—. En esa materia tú debes ser mejor juez que yo.

—Cuando un hombre cambia de nombre debiera cambiar, también, de vicios. Si un lobo quiere dejar de parecerlo del todo, no basta con que se ponga piel de cordero, además debe comer hierba.

—¿Y qué?

—Acabo de ver un lobo que lleva una blanca piel de cordero, dice «bééé», pero sigue comiendo carne.

Nuevamente aspiró don César el aroma del Perfecto. Luego explicó, sin explicar nada:

—Y me ha invitado a un trocito.

—¿Te refieres al cigarro?

—Sí. Le gustaba mucho el champán. Le llamaban Champagne Charlie. Fumaba cigarros habanos y los llevaba siempre en una cigarrera de oro. Y si no le hubieran gustado tanto las mujeres, habría sido rico y feliz.

Guadalupe comenzó a sentirse interesada.

—¿A quién te refieres? —preguntó.

—A un tal Benjamín Franklin Shubrick que ha llegado a Los Ángeles en el día de hoy para comprar tierras, haciendas y todo lo que se le ofrezca. Mañana nos visitará. Procura ser amable con él.

—Lo seré —dijo Guadalupe.

—Pero no demasiado —sonrió su marido—. No olvides que sus vicios son el buen vino, del cual puedes darle tanto como quieras; el buen tabaco, del que le ofrecerás las mejores muestras de mi colección; y las mujeres hermosas…

—¿Y qué? ¿No puedo ofrecerle ninguna mujer hermosa?

—No; porque la única mujer hermosa que mañana habrá en mi casa serás tú, y creo recordar que tienes dueño.