Capítulo II:
Una historia muy triste

Patricia Mendell era bellísima. Una figulina cuyo barro se hubiese transformado en carne. Su cabello era de un rubio casi blanco, y don César la comparó mentalmente con una princesa de cuento de hadas. No muy alta. Pero tampoco baja. Su cuerpo era una maravilla de proporción. Con algo más de carne sería perfecta; no obstante, tal como estaba en aquellos momentos, resultaba sumamente espiritual.

—Es usted muy bueno, señor —dijo Patricia Mendell fijando en don Rómulo la suave mirada de sus pupilas, que eran como dos purísimas aguas marinas.

El sol de California había bronceado algo su piel, que contrastaba atractivamente con su rubia cabellera. Vestía un sencillo traje de floreado percal. Don Rómulo pensó:

«Parece una reina disfrazada de, pastora». Y en voz alta preguntó:

—¿Desea algo más, señorita?

Patricia Mendell había comido con no fingido apetito. Varias veces se la vio contenerse para no echarse, materialmente, sobre los alimentos que eran colocados ante ella. Cuando esto le ocurría, y después de dominarse, dirigía una suplicante mirada a los que la observaban, cual si les pidiera que perdonasen su hambre.

Por primera vez en muchos años, don César vio emocionarse a don Rómulo.

—Debe de haber sufrido usted mucho, señorita Mendell —dijo.

Patricia inclinó la cabeza en mudo asentimiento. Luego contestó:

—Sí, señor. Pero ¿quién no sufre en este mundo?

—Eso es verdad —afirmó don César, limpiándose los labios con la servilleta—. En este mundo todos llevamos nuestra cruz.

De no temer causar mala impresión en la muchacha, don Rómulo hubiese replicado que la cruz de don César era envidiada por las tres cuartas partes de los habitantes de California. Sólo a él podía ocurrírsele hacer comparaciones semejantes.

—A veces, cuando confiamos a los demás nuestras penas, éstas pesan menos sobre nosotros —dijo el dueño de la hacienda, inclinándose hacia la joven—. ¿Por qué no nos confía sus pesares? Tal vez podamos aliviárselos.

Dos lágrimas resbalaron suavemente desde los ojos de la joven, que permaneció con la mirada fija en un punto vago, tal vez en su propia desdicha.

—Es usted muy bueno don… ¡Oh! Perdón. No recuerdo su nombre.

—Rómulo Hidalgo —contestó el hacendado.

—Hasta los ocho años fui feliz —murmuró Patricia Mendell, irguiéndose poco a poco y dejando perder su mirada en sus recuerdos—. Vivíamos en Nuevo Méjico, en un rancho. Mi padre era muy bueno, pero yo adoraba a mi madre. Tal vez porque teniéndola a ella me consideraba dueña de toda la dicha del mundo. Dios me la quitó a los ocho años. Mi padre tuvo que volverse a casar, pues yo era demasiado pequeña para poder reemplazar a mi madre en los trabajos de la casa. Mi madrastra me odió en seguida. Yo era para mi padre el recuerdo de su primera esposa, por eso la mujer trató de conseguir que su marido perdiese el cariño que sentía por mí. Durante siete años viví tantas amarguras como felicidades había disfrutado antes. Cuando estaba a punto de cumplir los dieciséis murió mi padre.

Mientras Patricia Mendell hablaba no dejaba de llorar. Era el suyo un llanto sin ninguna estridencia. Las lágrimas brotaban de los ojos como empujadas por una poderosa fuerza interna que ya había agotado las energías para proclamarse violentamente. Don Rómulo sentía que aquellas lágrimas fundían su rudeza, y miraba, asombrado, a la muchacha que las derramaba.

Patricia siguió:

—La única herencia que había dejado mi padre era el rancho. Mi madrastra y yo lo cuidamos como supimos. Por algún tiempo fuimos casi amigas. La necesidad nos unió; pero las labores del campo eran demasiado rudas para nosotras. Además, no estábamos preparadas para ellas. No sabíamos lo que se debía plantar y cuándo había que hacerlo. Mi madrastra se casó de nuevo en cuanto transcurrió el plazo que impone la ley. El dueño de otro pequeño rancho cercano la había estado pretendiendo desde que murió mi padre. Se celebró el matrimonio, y yo, que no sabía adonde ir, me quedé con ellos, pero…

Ahora Patricia Mendell ya no se contuvo y de su garganta brotó un ahogado gemido, que se clavó en el corazón de don Rómulo.

—Fue horrible —siguió—. Nunca hubiera creído que en el mundo pudiesen existir hombres como aquél. Era muy cariñoso conmigo, y a mi madrastra no le pasaron inadvertidas las muestras de afecto que me daba. Me compraba regalitos y yo creí que lo hacía como si se sintiera padre mío; pero mi madrastra comprendió enseguida la verdad. Un día… —Patricia escondió el rostro entre las manos y sollozó un rato en silencio. Don Rómulo sentíase el corazón en un puño. Su hijo respiraba con dificultad. Don César escuchaba con el mismo interés que hubiera puesto en oír una interesante conferencia. Lupe era la única que se mantenía fría y serena.

—Un día me encontró sola en el establo de las vacas —prosiguió la joven, sin levantar la vista del suelo—. Me habló de una manera extraña. Luego me quiso abrazar y yo huí. Él me persiguió y tuve que refugiarme junto a mi madrastra, que me defendió. Se pelearon mucho; mas, al fin, yo tuve que marcharme de mi casa. No sé cómo fue; pero el marido de mi madrastra figuraba como dueño de la tierra que había sido de mi padre. Se había fingido una venta o no sé qué, pero lo cierto era que mi casa ya no era mía.

La joven hablaba con dificultad. La pena debía de atenazarle la garganta con su recia mano. A pesar de ello aún pudo seguir:

—Abandoné la casa en que había nacido y marché hacia California. No tenía dinero y tuve que ofrecerme como criada en un rancho. Su dueño me pareció un hombre bondadoso y comprensivo, pero… También tuve que huir de allí al comprender que entre aquel hombre y el marido de mi madrastra no había ninguna diferencia. Para huir de él cogí un caballo. Entonces él me hizo perseguir y detener por ladrona. Estuve varios días en la cárcel. Hubiera podido salir en seguida si hubiese aceptado las proposiciones que mi patrón me hizo varias veces.

—¿Es posible que puedan ocurrir semejantes cosas? —preguntó don Rómulo—. ¿Cómo se libró usted de la situación aquella?

—El juez que me juzgó era un hombre muy bueno. Se dio cuenta de la verdad del caso e hizo que se me declarase inocente. Me cedieron el caballo como pago al tiempo que había servido a las órdenes del denunciante. Durante todo este tiempo, mi vida ha sido una repetición de los mismos incidentes. Siempre en lucha con los hombres. Acabé por evitar el paso por las poblaciones, y aún más evité acercarme a los ranchos y a las haciendas solitarias. Mi deseo era llegar a Los Ángeles, con la esperanza de poder hallar un empleo en algún sitio donde pudiese trabajar en paz; pero he sufrido tantas privaciones que antes de llegar a la ciudad creo que me desmayé.

Don César se arrancó con la punta de una uña la lágrima que acababa de brotar de su ojo derecho. Con voz temblorosa declaró:

—Lo que han hecho con usted es odioso, señorita Mendell. Es indignante. En California y en Nuevo Méjico se ha perdido ya el espíritu de nuestros antepasados. Por fortuna, aún quedamos algunos californianos que, antes que hombres, somos caballeros. Su padrastro merece un castigo. Dígame dónde vive y yo conseguiré que mi abogado le obligue a devolverle su hacienda.

Patricia Mendell dirigió su cristalina mirada hacia don César y con resignada voz replicó:

—¿Para qué remover tanto fango, señor? Yo he olvidado ya las ofensas que me hicieron. Además, prefiero perder mi hacienda antes que verme de nuevo ante aquel hombre. ¡Incluso preferiría la muerte!

—Pero tenemos que hacer algo por usted, chiquilla —insistió don César, librándose de otra lágrima que acababa de surgir de su ojo izquierdo.

—Yo sólo pido un trabajo honrado que me permita ganarme la vida —replicó Patricia Mendell, volviéndose hacia don Rómulo.

Éste ya no pudo resistir más y ofreció:

—Si usted lo desea, en esta casa hallará lo que hasta ahora ha buscado en vano. Somos hidalgos de apellido y de hecho. Aquí será respetada como merece y podrá ganarse la vida con su trabajo.

Justo Hidalgo miró, orgullosamente, a su padre. En aquellos momentos sentía una inmensa satisfacción por ser hijo del criticado don Rómulo.

—Acepte usted, señorita —pidió.

Patricia Mendell dudó aún unos instantes, pero, al fin, con los ojos todavía nublados, dijo:

—Son ustedes muy buenos. Dios debe de haberme conducido a su puerta.

—No lo dude —declaró don César—. Ha llegado usted a casa de unos hidalgos como no los hay en California. En todo el país no encontraría otros que hicieran más honor a su apellido. Verdaderamente, Dios guió sus pasos cuando la trajo hasta aquí. Ha sido usted muy afortunada. Por eso no le digo que si alguna vez se encuentra en un apuro acuda a mí. Sé que al lado de don Rómulo no le ocurrirá nada que la obligue a buscar otro amparo mejor. Adiós, señorita Mendell.

Inclinándose ante ella le besó respetuosamente la mano. Luego, estrechando la de don Rómulo, declaró, con voz altisonante:

—Don Rómulo, es usted todo un caballero. Nunca lo he dudado, pero celebro que la realidad confirme una vez más mi opinión.

—Muchas gracias, don César —respondió, algo turbado, don Rómulo—. Y muchas gracias por su visita. Dispense que no haya podido dedicarle todo mi tiempo.

—Su tiempo de hoy, don Rómulo, ha sido dedicado a algo mucho más importante y digno que el intercambio de cumplidos entre un Hidalgo y dos recién casados. Adiós, don Rómulo. Adiós, Justo. Adiós, señorita Mendell, en el Rancho de San Antonio tiene usted, también, su casa.

Los Hidalgo y Patricia Mendell invirtieron un par de minutos más en agradecer las palabras de don César y en despedirse de Guadalupe, que no parecía satisfecha, aunque lo disimuló hasta que el coche que guiaba don César, y en el cual sólo iba el matrimonio, estuvo a medio cuarto de legua del Rancho Hildalgo. Entonces Lupe comentó un poco agriamente:

—Te has mostrado muy amable con la señorita Mendell. Estoy segura de que la habrás causado una buenísima impresión.

Mentalmente, don César soltó una divertida carcajada, mientras que con expresión muy seria replicaba:

—Siempre me ha gustado causar buena impresión, Lupita.

—Sobre todo a las mujeres.

—¿Por qué dices eso? —preguntó don César arqueando una ceja y volviendo el rostro hacia su esposa.

—No creo que, después de lo que había dicho don Rómulo, fuera necesario que ofrecieses tu casa a esa mujer.

—¿Por qué no había de hacerlo entonces? ¿Es que deseabas que me anticipara a nuestro amigo? Si me lo hubieras dicho, a Patricia, desde un principio, le habría ofrecido el rancho de San Antonio.

—Ya me figuro que no te habrán faltado ganas de hacerlo —dijo Lupe, con la mirada fija en la carretera, con lo cual se perdió la divertida sonrisa que apareció en los labios de su marido.

—No, realmente no me faltaron deseos de llevarla con nosotros. Una muchacha tan angelical…

—A veces me asombro de que seres tan tontos como los hombres os hayáis proclamado los amos del mundo.

—Por eso lo hemos hecho —replicó don César—. Creo que en la Edad de Piedra, cuando los hombres vivían en las cavernas y hasta los peines eran de mármol, se presentó el problema de salir a luchar con los monstruos antidiluvianos. Alguien tenía que hacerlo y exponer la piel. Como siempre ocurre, el más tonto fue el que salió a hacerlo. Las mujeres se unieron para cantar las alabanzas del sexo fuerte, y el débil sexo fuerte se vio obligado a demostrar que era el rey de la Creación. Desde entonces los hombres somos los amos y vosotras las inteligentes.

—No pretendo ser un dechado de inteligencia —replicó Lupe—; pero mientras os veía escuchar embobados a aquella mujer…

—Por favor, Lupita, no hables mal de la señorita Mendell. No es caritativo atacar a los desgraciados. Mientras la veía comer con tanta hambre pensaba en lo mucho que a nosotros nos sobra y en las infinitas necesidades que hay a nuestro alrededor, que no reparamos nunca.

Lupe miró desconcertada a su marido. ¿Qué significaba aquello? ¿Se estaba burlando de ella? Pero, no. No se burlaba. Estaba muy serio, como cuando se preparaba para alguna de sus intervenciones.

—Estoy segura de que si el hambre la hubiera padecido un hombre o una mujer fea o vieja tu conciencia no se sentiría tan alterada ni turbada.

Guadalupe esperaba cualquier respuesta menos la que recibió de su marido.

—Estás ofendiendo a una pobre joven que ha sufrido unos embates muy duros, Lupe —dijo—. Eso no es cristiano y deberás consultar a tu confesor. Estoy seguro de que te reprenderá y te pondrá como penitencia que vayas a pedir perdón a la señorita Mendell. ¿No te conmueve pensar en lo que habrá pasado teniendo que resistir a los livianos deseos de los hombres que se han cruzado en su camino?

En otras épocas Lupe había sido una mujer de extraordinaria paciencia, pero hacía tiempo que la había agotado y por ello su respuesta fue:

—Me gustaría saber si esa niña resistió tanto como dice.

Muy serio, don César replicó:

—Lupe: eso que has dicho es impropio de una dama.

—Cuando un caballero se porta como un tonto y hasta llora a causa de las fantasías que relata una mujer que sabe Dios lo que es, su esposa puede portarse como una vendedora de mercado.

—¡Caramba, Lupita! ¿Dónde dejaste tu mansedumbre?

—La tiré por la ventana una semana antes de que nos casaran.

—Pues en cuanto lleguemos al rancho la buscaremos. Me gustabas más cuando eras dócil y humilde.

Lupe no replicó. Hubiera podido decir que don César había tardado diez años en darse cuenta de que aquella mujer dócil, humilde y mansa era algo más que una útil sirvienta; y que si al fin se declaró enamorado de ella fue porque la vio cobrar personalidad propia, dejando de ser una sumisa esclava. Pero no dijo nada. Por el contrario, sus pensamientos volaron hacia las otras mujeres que hubo en la vida de don César de Echagüe. ¿Sería Patricia Mendell una más?

—No creo que sea tan joven como dice, —murmuró.

—Las mujeres siempre son menos jóvenes de lo que dicen —replicó César—. Y siendo ése un mal de todas, no se le puede achacar como defecto a la señorita Mendell.

Guadalupe no replicó; pero estuvo a punto de preguntar:

«¿Cómo has sabido que me refería a la señorita Mendell?».

Si no lo hizo fue por temor a que César le contestara:

«Porque yo también estoy pensando en ella».