Capítulo XII:
La justicia del Coyote

Ya sabes lo que has de hacer, Ricardo —dijo don César a Yesares—. Esta noche, a las nueve, en el rancho Hidalgo. Ve con mucho cuidado.

—Va a ser divertido —sonrió Yesares—. ¿Y qué habrá sido de aquella mujer?

Don César se encogió de hombros.

—Supongo que habrá huido lejos. A veces pienso que ese sentimiento de caballerosidad que tenemos los californianos legítimos es estúpido. Peg Marsh estaría mucho mejor muerta que en libertad. Pero no se puede matar a sangre fría a una mujer, aunque si ella hubiera podido hacerlo me habría matado sin el menor escrúpulo.

—¿Crees que volverá?

—No. Ya recibió un poco de lo mucho que merecía. No creo que desee empeorar su situación. Recuerda bien lo que debes hacer.

—No temas. Lo recordaré.

Los dos hombres se separaron después de cambiar un apretón de manos.

*****

A la fiesta habían sido invitados sólo algunos amigos íntimos. Don César y Guadalupe figuraron entre ellos. Después del escándalo ocurrido un mes antes, el compromiso matrimonial entre Justo Hidalgo y Dolores Pabón debía celebrarse en la intimidad.

Luego de haber cenado se reunieron todos los invitados en el salón del rancho y las dos familias formalizaron el compromiso. Doña Lola estudió con gran atención la lista de regalos que debía recibir su hija.

—Creo que debiera recibir alguna joya familiar —dijo, de pronto—. ¿Es que los Hidalgo ya no tienen sus famosos rubíes?

Aquellos famosos rubíes habían tenido que ser vendidos por don Rómulo para inyectar nueva vida a su maltrecha hacienda a consecuencia de las esplendideces de su padre. Excepto oficialmente, todo el mundo sabía qué suerte habían corrido aquellos rubíes.

—Doña Lola… —empezó don Rómulo, y por su acento fue general el temor de que el compromiso matrimonial no pasara de allí.

—Todo el mundo sabe que los Hidalgo ya no tienen rubíes —dijo de pronto una voz lo bastante alta para que todos se volvieran a ver de dónde procedía.

Un mismo nombre brotó de todos los labios al identificar al que acababa de hablar.

—¡El Coyote!

Estaba apoyado contra el quicio de una puerta, sonriente, sosteniendo un paquete con la mano izquierda y descansando la derecha sobre la culata de uno de sus dos revólveres.

—Perdonen que haya venido sin que se me invitara —siguió El Coyote—. Pero deseaba resolver un problema pendiente desde hace bastantes días.

Abandonando la puerta, El Coyote fue hacia Dolores Pabón y le ofreció un pesado estuche, que sacó del paquete que había traído.

—Es el regalo de bodas que, por mediación mía, le hace el virrey de Nueva España, marqués De Croix.

Dolores abrió el estuche y lanzó una exclamación de asombro, que fue coreada por cuantos estaban lo bastante cerca para ver la larguísima serpiente de perlas que llenaba el estuche. Con aquel enorme collar se hubiesen podido hacer diez riquísimos.

Mientras la joven sólo podía permanecer inmóvil y boquiabierta, El Coyote se acercó a Guadalupe y le ofreció otro estuche similar al anterior. Su contenido era, también, un enorme collar de perlas.

—¿Por qué me lo entrega? —preguntó.

—Porque le corresponde a usted, señora —replicó el enmascarado—. Esas perlas tenían dos dueños. Por lo tanto, entre ellos las he repartido.

—Esas perlas correspondían a don César —clamó don Rómulo.

—No me haga recordarle que le encargué que vigilase a cierta persona y usted la dejó escapar.

Don Rómulo Hidalgo lanzó un carraspeo y pareció aceptar las perlas, que, además, no eran para él, sino para su futura nuera.

—Creo que la solución ha sido la mejor, ¿no? —preguntó El Coyote. Luego, saludando a Dolores Pabón, deseó—: Que sea usted feliz, señorita. Y en cuanto a usted, señora de Echagüe, creo que no necesita que se le desee felicidades. Su belleza ha aumentado tanto que ello sólo puede obedecer al elixir de la felicidad.

Con un último saludo dirigido a todos, el enmascarado abandonó el salón y, un momento después, se le oyó alejarse al galope.

Entonces, como si la reunión fuera de colegiales y el maestro hubiese abandonado la clase, todos estallaron en comentarios, en preguntas y en peticiones de examinar de cerca los dos maravillosos collares.

Más tarde, cuando don César y Guadalupe regresaban en su carruaje a su casa, don César preguntó:

—¿Estás contenta?

La respuesta de Guadalupe no fue la que él esperaba.

—No. Si las perlas estaban en los jarrones, y los jarrones eran nuestros, pues nos los había regalado el imbécil de don Rómulo, no veo por qué has tenido que regalarle otro collar a la tonta de Dolores Pabón. Ahora podrá lucir uno exacto al mío.

—Exacto, no —sonrió don César—. En el tuyo están las mejores perlas y, además, hay cien más que en el de ella.

—Pero hubiese podido tener dos collares en lugar de uno.

—¿Es que acaso tienes dos cuellos?

—Puedo tener una hija y entonces será como si tuviese dos cuellos.

Don César sonrió burlón.

—Espera a tener una hija y entonces te prometo que robaré otro collar para ella; pero mientras no llegue esa hija…

Con una leve sonrisa de satisfacción, por lo bien que había salido su plan, Guadalupe replicó:

—Tal vez no tarde ni seis meses en llegar.

Don César tardó un par de segundos en comprender la realidad. Entonces soltó las riendas de los caballos y volvióse, vivamente, hacia Guadalupe.

—¿Es verdad eso? —gritó.

—No estoy segura —replicó, muy sofocada, Lupe que empezaba a arrepentirse de haber dicho aquello.

—¿Cómo? ¿No estás segura de si esperas o no un chiquillo?

—De lo que no estoy segura es de si será niño o niña; pero me gustaría mucho que fuese una niña.

Los caballos se habían detenido y don César estrechó entre sus brazos a su mujer.

—¡Este sí que es un regalo! —exclamó—. ¿De veras te ha molestado que haya regalado el collar a Dolores Pabón?

—No —rió Lupe—; aunque a veces siento algunos celos. Hoy El Coyote ha empezado por Dolores Pabón. Ella ha sido la primera.

—Ya sabes que aquel Coyote es muy falso. Para el legítimo sólo hay una mujer ante todo. Y esa mujer eres tú. De todas formas, reñiré a Yesares en cuanto le vea.

*****

Pero cuando al día siguiente don César, más que a reñir a Yesares, fue a darle la buena nueva que Lupe le había comunicado, encontró a su amigo con la preocupación reflejada en el semblante.

—¿Qué te ocurre? —preguntó don César.

Por toda respuesta, Yesares tendió a su amigo un papel doblado. Don César lo abrió, leyendo:

Señor Coyote: He atravesado su máscara y sé qué rostro se oculta tras ella. Algún día, y no tardará mucho, volveré para hacerle pagar lodo lo que me hizo.

PEG.

Don César miró, alarmado, a su amigo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Ha llegado esta mañana en la diligencia de San Francisco.

—Pero… ¿Cómo lo tienes tú?

—Porque iba dentro de un sobre dirigido a mí.

Don César olvidó la buena noticia que traía para su amigo.

—Hice muy mal en no apuntar un poco más hacia la cabeza cuando marqué a Peg Marsh en la oreja. ¿Cómo ha podido sospechar que tú seas El Coyote?

—Creo que lo averiguó por medio de la chiquilla que me entregó aquella nota para Shubrick cuya copia te remití.

—Sí; fue una imprudencia… Esa mujer me da más miedo que si fuese un bandido de la peor clase.

—Creo que no encontraríamos nada peor que ella —suspiró Yesares.

Mucho después de haber salido de la Posada del Rey Don Carlos, don César de Echagüe se dio cuenta de que no había comunicado a Yesares la gran noticia. Por más que aquella gran noticia estaba ya bastante amargada por la otra de que Peg Marsh no había abandonado sus deseos de venganza, y que por el medio que fuera había conseguido descubrir una de las partes integrantes del Coyote.

—Creo que vamos a luchar duramente —murmuró don César—. Por lo menos la pelea será de las buenas.

En efecto. La pelea que se avecinaba iba a ser de las mejores y más duras, y la victoria no sonreiría siempre al Coyote.