Champagne Charlie estaba seguro de haber tomado muy bien sus medidas para conseguir lo que había motivado su viaje a Los Ángeles. Sabía dónde estaba el tesoro que buscaba y sabía también cómo hacerse con él. Para evitar sospechas había abandonado la ciudad a últimas horas de la tarde, emprendiendo a caballo el camino de San Francisco, después de haber fingido que no había podido alcanzar la diligencia.
Ricardo Yesares cobró su cuenta y le despidió cordialmente. Luego tomó una decisión muy equivocada. Ordenó que sólo se siguiera al viajero hasta un par de leguas más allá de Los Ángeles.
Champagne Charlie no se había dado cuenta de que durante unos días todos sus pasos fueron seguidos. Cuando estuvo a bastante distancia de Los Ángeles se apeó de su caballo y oteó el camino. No vio a nadie y seguro de que nadie le podía ver a él, como así ocurría, adentróse en el bosque, ató su montura a un árbol y esperó a que oscureciera.
Cuando la luna comenzó a salir, Charlie emprendió el regreso a Los Ángeles, evitando pasar por la ciudad y dirigiéndose hacia el rancho de don César de Echagüe. La noche era de una infinita calma. Sólo se oían, de tarde en tarde, los irritantes gritos de las aves nocturnas y de algunos insectos a quienes el intenso calor del día mantenía adormecidos y que al llegar la noche despertaban con infinitos deseos de dejar oír sus voces.
Dejando su caballo cerca del muro que rodeaba el rancho de San Antonio, Champagne Charlie lo salvó ágilmente, yendo a caer al otro lado. En cuanto estuvo dentro de la hacienda empuñó un revólver de cañón acortado y avanzó cautelosamente, siguiendo los caminillos trazados entre los cultivos.
Guiándose por la blancura de la casa, acentuada por el reflejo de la luna sobre sus muros, Champagne Charlie llegó al jardín del rancho. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que sin duda estaban atados. Era una suerte que no los hubieran dejado sueltos. Así se evitaba el tener que utilizar su cuchillo en otro menester que el de forzar alguna puerta.
Un par de veces le pareció oír pasos a sus espaldas; pero supuso que debía tratarse del eco de sus mismas pisadas, porque no vio nada, a pesar de que volvióse repetidas veces.
Siguió avanzando a través del jardín y alcanzó la casa, que parecía adoptar forma y alma casi humanas. No era la primera vez que entraba en una casa ajena; pero jamás había ido en busca de un premio tan elevado.
La luz de la luna recortaba su figura sobre el blanco fondo del muro junto al cual avanzaba. De cuando en cuando su cuerpo disolvíase dentro de la sombra proyectada por algún árbol, resurgiendo un momento después de nuevo contra el muro blanco.
Para los dos pares de ojos que le observaban desde la trinchera de unos arbustos floridos, cada reaparición era como una resurrección.
Por fin llegó a la frágil barrera de una puerta de cristales contra la cual se proyectaba, tamizada por el follaje, la luz de la luna. Arrodillándose ante aquella puerta, Champagne Charlie sacó el cuchillo y hurgó un momento en la cerradura, por entre las dos hojas de la puerta. Se oyó un chasquido metálico y quedó abierta la barrera que cerraba el camino hacia la gran chimenea del salón, coronada por el espejo a cuyo pie montaban guardia los dos jarrones del virrey De Croix.
Champagne Charlie sintió una profunda emoción. Antes que él, muchos hombres persiguieron aquellos jarrones por las tierras de España, las aguas del Atlántico, las llanuras y cumbres mejicanas y luego por las turbulentas olas del Pacífico, donde se había perdido el rastro que él había encontrado al fin.
A la luz del día aquellos jarrones resultaban casi ridículos, especialmente para quien no conocía su verdad; pero en aquellos momentos, captando en su superficie trabajada por las manos de viejos plateros mozárabes, parecían dos fieros ídolos paganos de los que tienen el mágico poder de matar a quienes se acercan a ellos.
Los jarrones habían nacido en los revueltos tiempos que precedieron al nacimiento de España como una gran nación universal. El poseerlos era un peligro. Sus respectivos dueños murieron violentamente. Un pirata argelino los arrancó de un palacio saqueado por su gente. Dos días después era apresado por una nave aragonesa y moría ahorcado, sin imaginar la cuantía del botín conquistado. Al fin los jarrones habían llegado a América. Uno de los piratas que intervinieron en el saqueo de Panamá se los llevó en su nave. Un galeón español le dio caza, lo capturó y todos los piratas sufrieron la misma suerte que habían hecho sufrir a sus víctimas. Y los jarrones fueron a parar a Nueva España. Llegaron a poder del virrey De Croix quien los había regalado a la familia Hidalgo sin adivinar su verdadero valor. La nave que debió haberlos conducido hasta San Pedro hundióse y cuando De Croix supo la verdad creyó que era ya demasiado tarde. No imaginó que los jarrones habían sido embarcados en otra nave que llegó sin daño alguno a su destino.
Champagne Charlie cogió uno de los jarrones. Era muy pesado. Casi unos diez kilos. Cuidadosamente lo depositó en el suelo y sacando de un bolsillo el fuerte saco de lona que había llevado con aquel objeto, metió en él uno de los jarrones y luego el otro.
De pronto volvióse como una centella, amartillando su revólver, con los ojos desorbitados por el terror. Todas las sombras que llenaban la amplia sala cobraron fantástica vida, agitándose como si fueran de carne y hueso. No era más que el viento agitando los árboles y desplazando la claridad de la luna. Sin embargo, Champagne Charlie sintió persistir la impresión de que desde alguna parte de la sala alguien le estaba observando. Aguardó unos instantes. Le faltaba valor para ir a convencerse por sí mismo de si las imaginaciones de su cerebro tenían forma corpórea. Al fin, no oyendo ningún ruido, volvió a su trabajo, ató la boca del saco y lo cargó sobre el hombro, dirigiéndose con toda la rapidez compatible con el silencio hacia la puerta que daba a la terraza. Mientras recorrió la breve distancia tuvo siempre la impresión de que unos ojos le miraban, y por ello amartilló el revólver antes de salir a la terraza.
Pero el ataque que esperaba por la espalda le llegó lateralmente. Vio un destello de luna prendido en una hoja de acero y no tuvo tiempo de evitar el golpe del arma. Sólo pudo apretar el gatillo de su revólver en el mismo instante en que sentía un golpe en el cuello y todo se nublaba ante sus ojos.
El rostro de Peg Marsh apareció un instante; pero Champagne Charlie ya no pudo saber si aquel rostro lo habían visto sus ojos o su cerebro, porque en el momento en que su cuerpo chocó con las losas de la terraza la vida había huido ya de él.
También había huido del cuerpo de Bill Foyle, atravesado de parte a parte por una bala que en el trayecto destrozó el corazón del hombre que había acompañado a Peg Marsh hasta el rancho de San Antonio, para pagar con la muerte el trabajo que Champagne Charlie iba a realizar en beneficio final de Peg.
Ésta miró indiferente los dos cadáveres. Las cosas se habían resuelto mucho mejor de lo que ella había esperado. En unos segundos se había visto libre de Charlie y de Foyle, a quien ya no tendría que pagar por el trabajo realizado.
Cogió el saco de lona donde estaban guardados los jarrones y con un vigor que hubiera sorprendido a cuantos la imaginaban una mujer débil y sin ninguna energía, se lo echó al hombro y corrió hacia la salida del rancho antes de que acudiera gente a averiguar lo ocurrido.
Llegó al muro sin que nadie le cerrara el paso. Lo saltó después de echar al otro lado el saco y fue hacia donde estaban su caballo y el de Foyle. Sobre éste ató el saco de los jarrones y, montando en el otro, dirigióse hacia el rancho Hidalgo, de donde nadie sabía que había salido.
Por un momento pensó en la conveniencia de escapar hacia San Francisco; pero desistió en seguida. Sería muy imprudente hacerlo, pues lo más probable era que si se asociaba su desaparición con la de los jarrones se la persiguiese. Era mejor ocultar los jarrones y esperar a que las pesquisas se dirigieran hacia otros puntos. Entretanto, ella se libraría del viejo Hidalgo.
Cuando se iba alejando del rancho de San Antonio vio encenderse las luces de éste. Animó el caballo y por el camino elegido antes fue hacia el rancho Hidalgo, situado en el extremo opuesto del de San Antonio.
Mientras galopaba iba viendo pasar por su cerebro los sucesos de las últimas horas. Una vez averiguado el lugar exacto donde se encontraban los dos jarrones, había decidido apoderarse de ellos antes de que pudiera hacerlo Charlie, pero en vez de ir sola buscó la ayuda de Foyle. Si luego Bill se mostraba demasiado exigente, un disparo a traición resolvería el problema. Para ello iba prevenida con una pistola encontrada en el rancho Hidalgo.
¿Y El Coyote? No había vuelto a saber nada de él. Era indudable que el famoso enmascarado no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus planes.
—Si tuviese más tiempo te descubriría, señor Coyote —murmuró Peg Marsh—. Ya sé cómo dar contigo; pero si todo sale bien me tendrá sin cuidado lo que sea de ti.
Llegó por fin al rancho Hidalgo y, saltando al suelo, llevó los dos caballos hacia la cuadra. Después de encerrarlos en ella descolgó el saco donde llevaba los jarrones y fue hacia la puerta por la que antes había salido. En la enorme casa reinaba un silencio absoluto. Peg subió lentamente por la escalera en dirección a su cuarto. Era una lástima que estuviese tan cerca del cuarto de don Rómulo y que éste no le hubiera destinado otra habitación, como prometiera.
Empezó a subir, pegándose a la pared y deteniéndose a cada dos o tres escalones para escuchar atentamente. Por fin llegó a su cuarto. Empujó la puerta y después de cerrarla fue hasta la mesita de noche, sobre la cual y en un vaso de aceite flotaba una lámpara cuya llama disipaba las sombras. Con ayuda de una velita encendió las dos velas de un candelabro colocado sobre la mesa de labor y, abriendo el saco, extrajo de él uno de los jarrones. Ahora sólo era necesario recordar lo que Charlie había explicado:
—Según la carta que recogió el virrey De Croix y en la cual se le comunicaba lo que se había escondido en los jarrones, sólo hay que hacer como si se desenroscara la base…
Esto era lo que Charlie había dicho al explicar el contenido de la carta que recibió De Croix a los pocos días de saber que el barco donde suponía que iban los jarrones se había hundido en el golfo de California y con él la fortuna que, sin saberlo, había dado a los Hidalgo.
Peg tumbó el jarrón sobre la mesa y con la mano derecha trató de desenroscar su base. No consiguió hacerlo. La oxidación de la plata había soldado la base del jarrón. Peg puso más vigor en sus esfuerzos y, de pronto, notó que la base cedía y comenzaba a girar. Luego ya todo fue fácil y un minuto después el jarrón quedaba dividido en dos partes: una que podía llamarse el cuerpo y que era la mayor; la otra era la base, que había sido vaciada para que pudiera ocultarse en ella lo que se quisiese.
Peg contempló hipnotizada el contenido de la base del jarrón, que mediría unos diez centímetros de alto por cinco de ancho. Parecía como si en aquel reducido espacio se hubiera vaciado el cuerno de la fortuna. Colocadas unos junto a otras, tan perfectamente que a pesar de su forma no quedaba entre ellas el menor espacio vacío, veíase una compacta masa de perlas de idéntico tamaño.
—Son muy hermosas, ¿verdad, señorita Marsh?
Peg volvióse como un rayo hacia el punto de donde llegaba la voz, en tanto que su cuerpo trataba de proteger el tesoro colocado sobre la mesa.
—¡El Coyote! —silabeó al descubrir al enmascarado—. ¿Otra vez?
—¿Cuándo mejor que ahora para volvernos a ver, señorita Marsh?
—¿Qué quiere?
—Una parte del botín.
—No le daré nada —replicó Peg.
—Hará muy mal. Puedo quitárselo todo.
—¿Cómo?
—Llamando a don Rómulo y explicándole qué clase de mujer es usted.
—¡No se atreverá a hacerlo!
—¿Por qué no? ¿Quién me lo puede impedir?
—¿Qué beneficios le reportaría eso?
—Quedarme con todo el tesoro del virrey De Croix.
—¡Antes le mataría!
—No conseguiría otra cosa que hacerse detener por ladrona y asesina.
—Yo no maté a aquellos hombres.
—¿Quién puso el puñal en manos de Bill Foyle?
—¿Cómo sabe que han muerto? —preguntó Peg al darse cuenta de que era casi imposible que El Coyote hubiera estado presente en el suceso.
—Ya le dije una vez que yo sé muchas cosas, señorita Marsh. La advertí de que era mejor que se marchase de Los Ángeles y no realizara sus planes.
—Si le doy una parte del botín, ¿se marchará y me dejará en paz?
—¿Piensa casarse con don Rómulo?
Peg soltó una contenida carcajada.
—¡No! —exclamó—. Nunca ha pasado por mi cerebro semejante estupidez. Ni con don Rómulo ni con su hijo. Escuche, señor Coyote. ¿Por qué no se une a mí? Repartamos este botín y marcharemos a un sitio donde podamos gastarlo alegremente. Viviremos una vida alegre…
El Coyote había permanecido sentado en la cama de Peg y ésta imaginó que hasta el momento en que se había dejado ver estuvo oculto tras la cama. No sospechó que no hubiera estado solo y cuando junto al Coyote apareció don Rómulo comprendió que todo estaba perdido. El enmascarado le había tendido una trampa en la cual ella acababa de caer, reconociendo que eran verdad todas las cosas que decía El Coyote.
Temblando de ira empuñó su pistola, olvidando la lección que otra vez había recibido del Coyote. Éste la repitió de nuevo, arrancando de un disparo el arma que Peg había sacado de su bolsillo. Luego, antes de que se recobrase de su sobresalto, El Coyote volvió a disparar y Peg Marsh lanzó un grito de dolor mientras que un chorro de sangre le corría desde la oreja izquierda, parte de cuyo lóbulo había sido arrancado por el disparo del Coyote.
—¡La marca del Coyote! —jadeó Peg, llevándose la mano a la herida oreja.
—Es lo menos que merece —replicó don Rómulo con voz truncada—. ¿Cómo pudiste hacer todo lo que has hecho?
Peg le miró como una hiena acorralada. Estaba perdida. Ya no podría hallar ninguna solución que resolviese aquel estado de cosas. Los dos hombres que podían haberla ayudado estaban muertos. De vivir Champagne Charlie habría acudido en su socorro, costase lo que costara; pero ella lo había hecho asesinar. Y el viejo que estaba dispuesto poco antes a hacerla su esposa la contemplaba ahora como contemplan los seres normales a los monstruos de la Naturaleza: con incrédulo asombro.
El Coyote guardó el revólver que había desenfundado y se inclinó a recoger la pistola de Peg. Después de examinarla un momento la volvió a tirar al suelo, comentando:
—Está inutilizada.
Después se acercó a la mesa y pasó la mano por encima de las perlas colocadas en la base del jarrón.
—Nadie diría que aquí hay unos novecientos mil dólares en perlas, ¿verdad, Peg?
La joven no replicó. Su mirada luchaba por taladrar la barrera que la máscara ponía sobre el rostro del Coyote.
Éste se inclinó y extrajo del saco el otro jarrón de plata. Con muchas menos dificultades que Peg desenroscó la base, y ante los ojos de Peg y de don Rómulo apareció otra compacta masa de perlas.
—Novecientos mil dólares más —dijo El Coyote—. Un millón ochocientos mil dólares en perlas significan un botín demasiado hermoso para perderlo con una sonrisa, ¿verdad, señorita Marsh?
Peg se encogió de hombros. Su cerebro trazaba mil proyectos de fuga y ninguno reunía las condiciones apetecidas de eficacia y seguridad.
—Cuatrocientos años han permanecido estas perlas dentro de estos jarrones, don Rómulo. Algún comerciante árabe las llevó a España desde el Golfo Pérsico. Algún príncipe granadino invirtió en ellas toda su fortuna. Era más fácil llevar unos miles de perlas metidas en un jarrón que un carro cargado de talegos de oro. Pero algo le ocurrió al príncipe y desde entonces las perlas fueron rodando de mano en mano, sin que ninguno supiese cuál era la verdadera importancia de los dos jarrones. Parece milagro que hayan viajado siempre juntos, sin separarse nunca.
»El virrey marqués De Croix sintió durante algún tiempo interés por los jarrones y ordenó que se realizaran algunas averiguaciones en España acerca de su procedencia, y fue tan bien servido que al cabo de un año ya se había averiguado la verdadera finalidad de los jarrones: pero, entretanto, el virrey, convencido de que los jarrones no tenían otro valor que el de la abundante plata de que estaban hechos, y ya se sabe la poca importancia que tiene la plata en Méjico, los regaló a su abuelo, señor Hidalgo, a fin de premiarle sus buenos servicios. A los pocos días de enviar los jarrones a California recibió el marqués De Croix un mensaje de España en el cual se le revelaba el misterio de los jarrones. Pero era ya demasiado tarde y, para colmo de males, la nave en la cual suponía De Croix que iban los dos jarrones se perdió en el golfo de California. La distancia entre el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles y Méjico era demasiado grande para que De Croix intentara una investigación personal acerca del definitivo destino de los jarrones. Nunca imaginó que el señor Hidalgo los hubiese recibido.
—¿Cómo averiguó todo esto? —preguntó don Rómulo.
—Champagne Charlie, a quien usted conoció bajo el nombre de Ben Shubrick, guardaba en su poder las copias de los documentos que encontró en Nuevo Méjico y que le sirvieron para seguir la débil pista de los jarrones del virrey. Es admirable lo pronto que dio con ellos, aunque también es de admirar la mala suerte que le persiguió a causa de esos jarrones.
El Coyote se volvió hacia Peg.
—Tampoco a usted le han traído suerte.
—Ni a mí —dijo don Rómulo—. Será muy duro y difícil pedir perdón a mi hijo por haber dudado de que antes que hombre era un caballero.
—Uno de los placeres más grandes de un caballero está en poder hallar la oportunidad de demostrar, con una humillación personal, que su sangre no es la misma que corre por las venas de los que tienen mucho orgullo y pocos motivos para tenerlo. Su hijo le facilitará el camino. Ahora lo importante es decidir qué se hace con estas perlas. La ventaja de los ladrones estaba en que nadie hubiera denunciado la desaparición de estas perlas, ya que desde que fueron sacadas del mar casi no han visto la luz del día. ¿Para quién han de ser, don Rómulo?
—¿Qué quiere decir? —preguntó el viejo.
—Si los jarrones fueron de usted, las perlas también lo son.
—Lo fueron —rectificó don Rómulo Hidalgo—. Cuando los jarrones fueron regalados a mi familia, el marqués De Croix ignoraba que dentro de ellos hubiera una fortuna en perlas. Él sólo nos regaló los jarrones, y yo, al cabo de casi cien años, regalé los jarrones a don César de Echagüe. Por lo tanto, de él son las perlas. Yo no aceptaré ni una.
El Coyote se acarició la barbilla.
—Bien; va a ser un poco difícil de resolver el problema de a quién pertenecen en realidad las perlas. Don César puede decir que él reclama los jarrones, pero que nunca hubiera aceptado un regalo tan valioso.
—¡Pues tendrá que aceptarlo! —tosió don Rómulo—. ¡Yo no quiero esas perlas!
—Perfectamente. Me las llevaré yo y a su debido tiempo veré de hallar una solución. Avise mañana por la mañana a don César de que tiene aquí los jarrones.
El Coyote sacó unas bolsas de gamuza y vació dentro de ellas el contenido de las bases de los jarrones. Indudablemente, había ido ya prevenido para ello. Luego se volvió hacia don Rómulo.
—Queda ahora lo relativo a esa mujer. Moralmente es culpable de un delito de asesinato. Enciérrela en esta habitación hasta que don Teodomiro Mateos venga a detenerla. Yo le avisaré lo antes posible.
—¡Cobarde! —dijo, despectivamente, Peg—. ¿No le avergüenza emplear toda su fuerza contra una débil mujer?
—Las serpientes de cascabel son también muy débiles y nunca me ha avergonzado aplastarlas.
—¿Tampoco le avergüenza robar las perlas?
—No pienso robarlas, ni pienso decirle lo que voy a hacer con ellas. Adiós, señorita Marsh. La dejo en compañía de un hombre que sabrá impedir su huida, ¿verdad, don Rómulo?
—Para huir de aquí tendría que matarme —replicó el viejo.
—Espero que eso no suceda; pero le aconsejo que la encierre en esta habitación y evite permanecer con ella.
—Lo haré; porque si estuviese cerca no podría resistir la tentación de estrangularla con mis propias manos.
—Hasta la vista, señorita Marsh. Es muy posible que la pena que le impongan sea muy leve. Por eso he querido marcarla. Así sabrán que El Coyote la ha señalado y estarán prevenidos contra usted.
El Coyote retrocedió hacia la puerta de la habitación, seguido por la mirada de Peg, que observaba atentamente el menor de sus detalles. Si algún día estaba en condiciones de luchar contra El Coyote quería poder identificarlo sin ninguna duda.
Cuando la puerta se cerró detrás del enmascarado, Peg se dio cuenta de que ya sabía lo que tenía que hacer. Cubrióse con las manos el rostro y comenzó a llorar. Difícilmente se habría encontrado en el mundo una mujer que tuviese las lágrimas más fáciles que ella. Esa facultad de llorar a conveniencia era un tesoro para Peg Marsh.
Las primeras lágrimas no causaron ninguna impresión en don Rómulo, que estaba demasiado ofendido por el comportamiento de Peg Marsh y por la perspectiva de tener que humillarse ante su hijo.
—Es inútil que llore —dijo—. No conseguirá emocionarme como la primera vez.
Pero si las lágrimas no conseguían emocionarle, por lo menos tuvieron el magnético efecto de retenerle allí unos minutos más.
—No pretendo emocionarle —replicó Peg—. Ya sé que tengo muchas culpas y no las rehuyo. Ahora me doy cuenta de lo mal que me he portado siempre. Merezco un gran castigo. Mi cuerpo lo merece para que se salve mi alma. Si me condenan a muerte le pido que me envíe un sacerdote. Él me dirá qué camino debo seguir para llegar al cielo.
—No la condenarán a muerte —refunfuñó don Rómulo—. No tienen pruebas suficientes para una condena semejante.
—El Coyote las amañará —replicó Peg—. Él quiere que me ahorquen, y cuando me cuelguen por el cuello de una horca bien alta, él estará allí gozando con mi martirio; pero yo le perdono; porque si muero será para resucitar en otra vida mejor. Por el camino del sacrificio se llega al paraíso. Usted me ha enseñado ese camino, don Rómulo. Cuando vaya a morir le perdonaré de la misma forma que le perdono ahora.
Mientras hablaba, Peg iba derramando ardientes lágrimas.
—Es triste en la vida que siempre descubrimos demasiado tarde la verdad; pero, en fin, Dios dice que un minuto de contricción salva nuestra alma.
—¡Le digo que no le harán nada malo! —gritó don Rómulo—. Todo lo más, la condenarán a unos meses de cárcel.
—No hay motivo para que me condenen a unos meses de cárcel. La condena será de muerte, porque El Coyote me achacará el asesinato de Charlie y de Foyle. Por eso ha querido que usted me retuviese aquí.
—¿Y usted no tuvo nada que ver en esos dos crímenes? —preguntó don Rómulo con flaqueante voz.
—No. Yo sólo quería apoderarme de los jarrones. Ésa era mi culpa. Mi terrible culpa por la cual merezco todo el castigo que se me quiera aplicar. Ellos se mataron entre sí. ¡Lo juro por la salvación de mi alma, que ahora es lo único que me importa de verdad!
Peg puso tales acentos de verdad en su juramento, que logró disolver todas las dudas que aún se albergaban en el cerebro de don Rómulo.
—Es una locura —dijo—; pero los Hidalgo nunca hemos luchado con mujeres ni somos verdugos. Márchese. Rehaga su vida, y cuando lo haya conseguido, vuelva a verme para que yo pueda saber que no ha aprovechado mal la libertad que le concedo.
Al oír estas palabras, Peg estalló en violentísimos sollozos.
—No sé cómo he podido ser tan mala con usted —dijo, al fin, besando la mano de don Rómulo, quien metiendo la otra en el bolsillo sacó un fajo de billetes de banco y lo puso en manos de Peg, diciendo:
—Tenga, lo necesitará para salir de sus primeros apuros. Porque supongo que no tiene dinero, ¿verdad?
—Nada —mintió Peg, que ya contaba con apoderarse de todo el dinero que Champagne Charlie había reunido, además del que ella tenía ahorrado.
Guardando los billetes irguióse y preguntó con dramático acento:
—¿De veras quiere que me marche? ¿No cree preferible que me quede a cumplir mi destino?
Don Rómulo había dicho ya una cosa y nada ni nadie le haría volver atrás.
—Márchese y que Dios la guíe.
Cuando una hora después Teodomiro Mateos se presentó en la hacienda Hidalgo, se encontró con que el mensaje del Coyote que había recibido no decía toda la verdad al afirmar que en el rancho de don Rómulo encontraría a la autora, entre otros, del delito de asesinato en las personas de Champagne Charlie o Ben Shubrick y el tabernero Bill Foyle.
—Ha ido a cumplir su destino —dijo, altivamente, don Rómulo—. El mundo será su cárcel y en él expiará sus pecados.
Teodomiro Mateos miró suspicazmente al viejo. Siempre lo había creído un poco loco. Ahora se daba cuenta de que lo estaba de remate.
—Ha dejado escapar a una peligrosa delincuente —dijo—. Tal vez algún día se arrepienta de haberlo hecho.
Pero don Rómulo era de los que nunca se arrepienten del todo de lo malo que hacen. Por momentos se iba sintiendo más y más orgulloso de ser un Hidalgo. ¡Y esto era lo que importaba!