Mientras cruzaba por las calles principales, Patricia Mendell notaba, casi tangibles, la curiosidad de que la hacían centro los habitantes de Los Ángeles. Esto, si la satisfacía por una parte, la molestaba mucho por otra, ya que tenía que hacer algunas gestiones que deseaba pasaran inadvertidas para todo el mundo.
Lo malo de los pueblos era el que todos se conocían y las noticias corrían a una velocidad vertiginosa. Se sabía ya que Justo Hidalgo había abandonado su hogar y que don Rómulo había pedido que se hiciesen todos los preparativos para su boda con Patricia Mendell. Esto era un escándalo en la vida social del antiguo pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles, que en aquel aspecto vivía aún como en los tiempos del virreinato de Nueva España.
Dirigiéndose hacia el mercado, Patricia comenzó a buscar con la mirada a la chiquilla a quien había encargado de llevar su mensaje a Champagne Charlie. Pronto la vio jugando con otras pequeñas y la llamó con una seña a la cual respondió en seguida la niña, muy satisfecha de la importancia que le daba el poder hablar con una joven que estaba siendo la comidilla de todo Los Ángeles.
—¿Te acuerdas de la carta que te entregué? —preguntó Patricia.
La niña asintió con la cabeza.
—No la entregaste a quien te dije —reprendió Patricia—. Eso no está bien.
La chiquilla se turbó.
—Él me dijo que se la daría a aquel señor —dijo.
—¿Quién dijo que la entregaría? ¿A quién se la diste?
—A don Ricardo —contestó la niña.
—¿Qué don Ricardo?
—El dueño de la Posada del Rey Don Carlos.
—¿Y por qué no se la llevaste al señor de quien yo te hablé?
—Porque… porque las cartas siempre se le dan a don Ricardo.
—Bien…, entonces quizá aún no se la haya entregado —dijo Patricia—. Creí que la habías perdido y no querías decirlo. Toma medio peso para que te compres caramelos.
Patricia Mendell siguió su camino. Aún tenía mucho que hacer, pero en su cerebro quedó bien grabado el nombre del dueño de la Posada del Rey don Carlos. Si la carta sólo había pasado por sus manos y por las de Champagne Charlie podía sospecharse con mucho fundamento de quién había obtenido El Coyote el informe que le permitió llevar a Justo Hidalgo hasta el lugar donde ella debía entrevistarse con su cómplice.
Siguió recorriendo apresuradamente las calles en dirección al punto que se le había indicado para encontrar a Bill Foyle. No tardó en verse libre de la curiosidad de los habitantes de Los Ángeles. Así llegó ante la taberna Chiquilla Bonita. En una de las paredes se leía, en inglés y en español, esta noticia:
Se alquilan carruajes.
En aquellos tiempos de escasez de medios de comunicación, las tabernas eran los únicos lugares donde se podían contratar coches para viajar hasta algún punto cercano o alejado. Los cocheros o carreteros se reunían en las tabernas para aguardar, en la vecindad del vino o licores, la llegada de un cliente, en vez de hacerlo bajo el implacable sol que se cebaba en los caballos y en el color del vehículo que iba saltando en hojuelas, dejando al descubierto las sólidas maderas de las carrocerías.
Entrando en la taberna, Peg se dirigió al tabernero y preguntó con voz lo suficientemente alta para que pudieran oírla todos:
—¿Podría alquilar un coche?
—Desde luego, señorita —replicó el tabernero.
Peg lo miró atentamente y en voz baja preguntó:
—¿Conoce a Woods?
El tabernero no expresó ninguna emoción, limitándose a asentir con la cabeza a la vez que la miraba con mayor interés.
—¿No le habló de Peg Marsh? —preguntó ésta.
—¿Quién es Peg Marsh? —preguntó Bill Foyle.
—Yo.
—¿Y qué clase de coche necesita? —preguntó en voz alta el tabernero.
—Uno para ir al rancho de San Antonio.
—Deberá esperar un poco —respondió Foyle—. El coche que usted necesita tardará una media hora en llegar. Si quiere aguardar en la sala…
Peg Marsh hizo como si dudara. Bill Foyle explicó:
—Allí nadie la molestará. Es el sitio más indicado para que una señorita espere. Sígame.
Los clientes de Bill Foyle vieron cómo éste guiaba a la joven hacia el fondo del establecimiento.
Cuando estuvieron en una sala amueblada con más gusto del que podía esperarse, Bill volvióse hacia la joven.
—¿Usted es Peg Marsh? —preguntó.
—¿No le habló Woods de mí?
—Sí. Me dijo que llegaría usted a Los Ángeles y que seguramente me proporcionaría un negocio ventajoso.
—¿Le parece ventajoso ganar cien mil dólares?
—Sí y no.
—¿Qué quiere decir?
—Me interesa ganar cien mil dólares; pero no me interesa ganarlos si he de exponer demasiado. ¿Qué he de hacer?
—Matar a un hombre.
—Eso se puede hacer por mucho menos.
—Ya lo sé; pero si ese hombre no muere no podré ganar lo suficiente para pagarle los cien mil dólares.
—¿Ha tropezado acaso con El Coyote? —preguntó con suspicacia Foyle.
—¿Quién es El Coyote? —preguntó con fingido asombro Peg.
—¿No ha oído hablar de él?
—He oído mencionar su nombre; pero ignoro de quién se trata. ¿Es un hombre?
—Sí; pero es uno de los peores que existen. Si ha tropezado con él no quiero saber nada de los cien mil dólares.
—No; no se trata de ese Coyote. La pieza que se ha de matar es mucho menos importante. Se trata de Champagne Charlie.
—¿Por qué quiere matarle?
—Porque me estorba. Porque mientras él viva no podré darle cien mil pesos a usted.
—Si sólo se trata de Champagne Charlie creo que no habrá dificultades. Dígame qué debe hacerse.
En media hora, Peg Marsh tuvo tiempo sobrado para exponer su plan. Transcurrido ese tiempo salió de la sala y Bill Foyle la acompañó hasta el coche que debía conducirla al rancho de San Antonio.
*****
Don César y su hijo habían salido a recorrer a caballo la hacienda. Fue, pues, Guadalupe quien recibió a Patricia Mendell sin molestarse en disimular el disgusto que le producía la presencia de la mujer cuyo nombre estaba en todos los labios femeninos de Los Ángeles.
La invitó a pasar al salón y sentóse frente a ella, poniendo en su rostro toda la frialdad que le fue posible reunir.
—Ya supongo que no me juzga usted bien, señora —dijo Patricia con su más armoniosa vocecilla—. Sin embargo, ¡si usted supiese lo que he sufrido!
—Recuerde que estaba presente cuando explicó usted su historia —dijo Lupe.
—Pues una vez más he sido víctima de la fatalidad que me hizo hermosa.
Guadalupe hubiese replicado de buen grado que ella no la consideraba tan atractiva como la encontraban los hombres. Como esto no podía decirlo optó por callar.
Peg Marsh paseó su mirada por la estancia. Parecía perdida en un mar de inquietudes y confusiones. Cuando sus ojos tropezaron con la visión de los dos jarrones colocados al pie del espejo, su expresión no se alteró lo más mínimo. Esperaba hallarlos en algún lugar y ni la agudeza de don César hubiese podido captar el levísimo parpadeo que fue toda la emoción revelada al descubrirlos tan pronto.
—Cuando usted me vio por primera vez comprendí que me compadecía —siguió Peg, como si no hubiese notado la hostilidad de Lupe—. Por eso he venido. ¡Estoy necesitada de un apoyo moral! Usted es una mujer y puede comprenderme. Llegué aquí en mi vana búsqueda de un refugio tranquilo…, pero no necesito decirle nada. Una vez más he sido juguete de un hombre y, ahora, porque otro hombre trata de reparar la ofensa que su hijo me infirió, todos me miran como a una enemiga.
Guadalupe habría dejado de ser mujer si lo más fuerte en ella no hubiese sido la curiosidad. Ésta la dominaba de tal forma que, por calmarla, no vaciló en humanizarse un poco. ¿Qué había ocurrido en el rancho Hidalgo para que se tomaran tan graves resoluciones? Con una leve sonrisa declaró:
—Las mujeres hemos nacido para ser víctimas de los hombres.
Esta opinión habría sorprendido a cualquier hombre que la hubiese escuchado; pero la otra mujer debió de encontrarla muy acertada, pues se apresuró a replicar:
—¡Oh, sí! El hijo de don Rómulo creyó que yo era de otra manera de como había dicho y…
Patricia Mendell miraba a todas partes menos a Lupe. Sin duda estaba tan avergonzada que no se atrevía a hacer frente a los limpios ojos de la dueña del rancho. Por esto su vista iba de una ventana a otra, a las puertas, al balcón que daba a la terraza. Si no hubiese demostrado tanto rubor, cualquiera hubiese podido creer que estaba calculando cómo se podría entrar o salir de aquella estancia sin utilizar los caminos más directos.
—Es raro que Justo se haya portado así —dijo Lupe—. Siempre me pareció muy decente y respetuoso.
—Anoche fue a mi habitación, quiso obtener de mí algo que yo no podía darle y luego, cuando su padre lo descubrió y quiso obligarle a que se casara conmigo, él no quiso.
—¿Y por eso don Rómulo se quiere unir a usted? —preguntó Lupe.
—Sí. Dice que la ofensa que ha causado un Hidalgo debe ser pagada por un Hidalgo.
—Sin embargo, ese matrimonio entre un viejecito de sesenta años y una jovencita…
—Yo anhelo la paz y al fin la he encontrado. Seré para don Rómulo una hija y un apoyo de su vejez.
Lupe volvió a perder la poca simpatía que había sentido, por un momento, hacia Patricia Mendell. Suponiendo que en lugar de dieciocho años tuviera, como ella sospechaba, veintitrés o veinticinco, no era lógico que una mujer se conformara con ser la hija de su marido. Allí había algo turbio. Lo que buscaba aquella intrigante era dinero. Y cuando una se casa por dinero, lo más prudente es hacerlo con un viejo que deje pronto de ser un estorbo.
—Hace usted muy bien —dijo secamente—. Don Rómulo será un padre excelente. Y ahora, si me lo permite, iré a atender los preparativos de la cena.
Patricia Mendell se levantó.
—No quiero molestarla más —dijo—. Espero que seremos buenas amigas y que me apoyará si alguna vez la necesito.
—Haré lo posible. —Y con una sonrisa, agregó—: Nunca esperé tener que hacer un obsequio de boda a don Rómulo. Hace unos días me regaló uno de esos dos jarrones que están sobre la chimenea.
Patricia los miró como si hasta entonces no se hubiera fijado en ellos.
—Son bonitos —comentó como por compromiso.
—Su principal valor es histórico —explicó Lupe—. Creo que pertenecieron a un virrey de Nueva España. He tenido mucho gusto en recibirla, señorita Mendell. Espero que repetirá sus visitas. Mi esposo lamentará no haber estado presente para ofrecerle sus respetos.
Pero en lo que menos pensaba Guadalupe era en explicarle a su marido que Patricia había estado en el rancho. Tenía bastante confianza en la fidelidad de su marido; pero opinaba que si la mejor forma de probar la solidez de un vaso consiste en tirarlo contra el suelo, la prudencia aconseja no hacerlo, pues vale más un vaso entero y de dudosa solidez que un vaso roto, que ya ha probado lo que no puede resistir.
Durante la cena de aquella noche se evitó hablar del escándalo del día. El hijo de don César estaba presente y sus oídos eran demasiado tiernos aún para herirlos con la narración de los chismes locales.