Don Rómulo carraspeó profundamente, tal como había aprendido de su abuelo, el fundador de la hacienda Hidalgo, de quien se decía que con sus carraspeos y broncas toses lograba mantener a los indígenas y peones de sus ranchos en un estado de temor y sumisión al absolutismo de su jefe. Cuando alguno de los que dependían del viejo Hidalgo acudía con alguna petición que el autócrata consideraba injusta —y consideraba injustas y fuera de lugar todas las cosas que no se le ocurrían a él—, el viejo lanzaba un par de toses que quitaban el ánimo al pedigüeño, haciendo que empezase a dar vueltas al sombrero entre las manos y a sentirse culpable. Así acababa por darse por feliz y afortunado al conseguir marcharse sin lo que iba a pedir, pero también sin ningún castigo. El hijo del viejo Hidalgo viajó por el mundo, trajo la impresión de que su padre era un ser injusto, que abusaba de su autoridad, y dedicóse a tratar a los indígenas y a los peones con muchísimo mayor condescendencia. Escuchó sus peticiones, sus penas, sus apuros, los atendió en todo momento y puso la hacienda al borde de la ruina. Su hijo, Rómulo Hidalgo, tuvo la oportunidad de estudiar el sistema de su abuelo y el de su padre, los comparó y sacó varias conclusiones. Durante una temporada consideró que el mejor sistema era el de su padre; pero un día oyó a unos peones que comentaban que el viejo Hidalgo sí que era todo un hombre y, desde luego, todo un amo. Después de ello empezó a estudiar a los que un día dependieran de él y descubrió que todos los que habían conocido a su abuelo estaban más agradecidos a lo muy poco que el anciano hiciera por ellos que a lo mucho que hacía su padre, a quien calificaban de tonto porque era muy fácil conmoverle con unas lágrimas o unas cuantas historias inventadas para el caso.
—Cuando yo sea el amo también les toseré —decidió.
El sistema dio a su debido tiempo magníficos resultados. Se acabaron las dádivas, se rehizo la hacienda, y todo el mundo vivió feliz, profesando los peones un magnífico temor a don Rómulo, quien sólo necesitaba carraspear broncamente para que su carraspeo, llevado por el eco a todos los confines de la hacienda, obrara como fuerte espolazo en los «cansados» trabajadores, que pronto rindieron diez veces más que en tiempos del pasado Hidalgo.
Justo Hidalgo, el hijo de don Rómulo, tenía ideas distintas a las de su padre, lo cual no alegraba nada a éste, que preveía un porvenir muy negro para lo que él había salvado de la ruina.
—Bien, bien, César; me alegro mucho de que por fin te hayas casado —siguió don Rómulo después de su carraspeo. Y como era hombre franco, de esos que gustan de decir las verdades, molesten a quien molesten, aunque se ponía hecho un basilisco cuando a él le decían una verdad desagradable, agregó—: Se decía por Los Ángeles que tú y Lupita sólo erais marido y mujer nominalmente.
—Se dicen muchas cosas —sonrió don César de Echagüe, acariciando la mano de Guadalupe, que estaba sentada junto a él, frente a don Rómulo y su hijo, en la sombreada terraza del rancho—. Pero ¿quién hace caso de lo que dice la gente?
—Vox populi, vox Dei —replicó don Rómulo, que no se daba por vencido. Y por si don César no sabía latín, tradujo—: La voz de la gente es la voz de Dios.
—Eso dice el Viejo Testamento —replicó don César.
Don Rómulo no estaba muy seguro de que el Viejo Testamento dijera semejante cosa; pero como no podía explicar en qué libro se decía aquello, decidió aceptar la palabra de don César, insistiendo:
—Pero la gente tenía algo de razón, ¿no?
—Algo de razón, sí —contestó don César—. Como nuestro matrimonio fue un poco anormal[1], hemos esperado a que fray Andrés lo confirmara y lo legalizara.
—Si a mí me hubieran casado con una chica tan guapa como Lupita, no habría esperado confirmación de fray Andrés ni del Padre Santo —replicó don Rómulo, que aquel día estaba en plan de decir «verdades» a montones. Luego, ya satisfecha su «debilidad», prosiguió—: En fin, me alegro de que os hayáis casado y de que el viejo Goyo se haya fastidiado. Estaba loco por conseguir que Lupita fuese su nuera.
Justo Hidalgo se ponía muy nervioso cuando oía a su padre decir cosas como aquélla. Justo era una edición mejorada de su abuelo, sabía que el sistema de su padre podía dar buenos resultados tratando con ignorantes peones; pero en cambio, era perjudicial cuando se aplicaba a rajatabla a todo el mundo. Había habido en la hacienda trabajadores excelentes que no toleraron las toses de don Rómulo y se fueron a otro sitio, privando al propietario de magníficos colaboradores, de los que no andaba sobrado. En aquel momento, advirtiendo el nerviosismo de Lupe, se apresuró a acudir en su auxilio y trató de desviar la conversación hacia un tema menos molesto.
—Me han dicho que las máquinas trilladoras que compró le dan muy buen resultado, don César.
—Excelente —respondió don César de Echagüe—. Me ahorran muchísimo dinero.
—Todo el mundo habla de las máquinas y a mí no me convencen —dijo don Rómulo—. Eso de que una máquina trille el trigo y dé, por separado, la paja y el grano, tiene que perjudicar por fuerza al grano.
—No lo crea —replicó don César—. Los resultados son los mismos que si se utilizaran los sistemas antiguos, con la diferencia de que se necesitan menos trabajadores y muchísimo menos tiempo. Mientras unos cuantos peones se dedican al trillado mecánico, los otros quedan libres para preparar las tierras para el nuevo cultivo.
—Deberíamos comprar un par de máquinas de esas, papá —dijo Justo Hidalgo—. Don César tiene razón.
—Ya veremos —replicó don Rómulo—. Y no hablemos de negocios ni de problemas agrícolas. Estamos siendo honrados con la visita de un viejo amigo que se ha casado con una mujer que une a su belleza una serie de cualidades a cuál mejor. César, has sido siempre un hombre de suerte: tuviste una primera mujer perfecta y ahora tienes una segunda maravillosa.
Don Rómulo era así; decía lo que pensaba. No era de los que se abstienen de mentar la soga en casa del ahorcado.
—Siempre ha sido usted muy amable, don Rómulo —dijo don César, como si no advirtiera la leve turbación de Guadalupe.
Un poco desconcertado, don Rómulo no supo qué contestar, y, por decir algo, replicó:
—Mi mujer también valía mucho.
—Debía de valerlo desde el momento en que no ha podido hallarle sustituta —dijo don César—. Su viudedad ya dura veinte años.
—Y durará muchos más —respondió Rómulo Hidalgo—. Lucía fue demasiado buena para olvidarla como… hacen otros.
—Seguramente Justo todavía recuerda a su madre —dijo don César, como si no hubiera comprendido el claro reproche del dueño de la hacienda.
—Nunca la olvidaré, a pesar de que tuve muy poco tiempo para conocerla —dijo Justo, acudiendo en ayuda de don César.
Don Rómulo no tuvo valor para replicar que él no se había referido al posible olvido de su hijo, sino al olvido que don César había hecho de su primera esposa.
—Su obsequio es muy hermoso, don Rómulo —intervino Guadalupe. En seguida se arrepintió de haber mencionado el regalo, pues el viejo aprovechó aquella mención, que en vano había esperado de labios de don César, para replicar:
—Creo que les gustaría tener la pareja. Cuando César se casó con Leonorcita, le regalé uno de los dos jarrones de plata que el virrey De Croix dio a mi abuelo como muestra de agradecimiento por lo que los Hidalgo hicieron para facilitar la colonización de California. Yo siempre los consideré de muy mal gusto, pero la gente decía que eran de gran valor histórico.
Don César decidió explicar más tarde a Lupe que si todo el mundo hubiese calificado de horribles y de sin valor los citados jarrones, don Rómulo hubiera insistido en afirmar que eran dos obras de arte y nunca se hubiera desprendido de ellos. De momento no dijo nada.
—Guardé uno —prosiguió don Rómulo—, y cuando supe que César se había vuelto a casar, aunque podía haberme ahorrado el regalo, pues ya le hice uno cuando se casó la primera vez, decidí enviarle el otro jarrón. Me alegro de que tú lo hayas encontrado bonito.
—Sí, sí —admitió Lupe—. Me parece precioso.
Y mentalmente se dispuso a decir a su marido unas cuantas cosas por la genial idea que había tenido de llevarla a casa de aquel viejo grosero. Pero más tarde, cuando llegó el momento, ya no se acordaba de nada y nada dijo a César. Al fin y al cabo, la visita a cuantos les felicitaron por la boda y les enviaron algún regalo era obligada.
—Mi mujer es muy correcta —sonrió César de Echagüe—. Ella es incapaz de decir una verdad desagradable.
—¿Es que no le gustó el jarrón? —gruñó don Rómulo.
—Ni yo mismo sé si le gustó tanto como dice.
Justo contenía difícilmente las ganas de reír. Cuando don César se marchara, su padre volcaría sobre él todos los comentarios despectivos que le merecía el dueño del rancho de San Antonio: un botarate, un imbécil, un tonto rematado. A Justo le parecía que don César no era más que un escéptico que tomaba la vida tal como se presentaba, sin tratar de adornarla con falsas galas. Si todos los californianos hubieran hecho como él, la existencia les habría resultado más fácil. En las críticas que se dirigían al dueño del rancho de San Antonio, Justo veía más envidia que justicia.
—Supongo que tendréis una buena colección de hijos, ¿no? —rió don Rómulo. Y sin esperar la respuesta, preguntó—: ¿Qué efecto le ha causado al pequeño César el matrimonio de su padre?
—Si de él hubiera dependido… —empezó Echagüe, interrumpiéndose un momento, que don Rómulo aprovechó para preguntar:
—No habría habido matrimonio, ¿verdad? Los hijos son muy egoístas.
—Al contrario —sonrió don César, satisfecho de poder dar un pequeño disgusto a don Rómulo—. Al contrario. Creo que si de César hubiese dependido nos habríamos casado desde hace mucho tiempo; pero todo agricultor sabe que la buena fruta no se debe coger verde, sino cuando ha llegado a su punto exacto de madurez. Hace unos años, ni Lupe ni yo nos dábamos cuenta de que estábamos enamorados. Y a veces uno es desgraciado, porque no comprende lo que pasa dentro de su corazón.
Lupe agradeció con una rápida mirada las palabras de su marido. Le gustaba oírle decir que no se arrepentía de haberse vuelto a casar y que, al revés de lo que hacían otros, no negaba en público lo que reconocía en la intimidad matrimonial.
En aquel momento el mayordomo de los Hidalgo apareció en la terraza y acercándose a su amo emitió una tosecilla que era como una vaga sombra de las toses de don Rómulo.
—¿Qué ocurre? —preguntó éste.
—Un accidente… Una joven… Se ha desmayado frente a la puerta y como…
Justo se puso en pie.
—Iré a ver qué sucede —dijo.
Mientras su hijo entraba en la casa, don Rómulo consiguió que el mayordomo le explicara lo que había pasado. Una joven que iba en un caballo, de no muy brillante aspecto, había caído desmayada a pocos metros de la casa. El mayordomo, aun a riesgo de molestar a su amo, habíase tomado la libertad de conducirla a una de las habitaciones de la servidumbre, donde había vuelto en sí.
—Creo que padece de falta de alimentación —siguió el mayordomo—. Es muy triste ver a una niña tan bonita pasar privaciones, señor.
—¿Es una niña o una mujer? —preguntó don Rómulo.
—Es casi una niña. No debe tener más de diecisiete años. Si me lo permite, señor, diré que el hambre siempre es mala; pero jamás lo es tanto como a la edad en que todo debiera ser alegría.
—Oye, Felipe, no empieces a ponerte romántico —refunfuñó don Rómulo—. Haz venir a la chica y prepárale una buena comida. —Volviéndose hacia Lupe, explicó—: Me hace feliz ver comer a los que tienen hambre. Entonces me doy cuenta de lo afortunado que soy.
—Alimentar al hambriento es una de las más bellas obras de misericordia —dijo Lupe.
Cuando Felipe, el mayordomo, se retiraba, regresó Justo.
—Creo que deberíamos hacer algo por ella papá —dijo—. Es una chica desvalida. Y… muy hermosa.
—Me parece que deberíamos marcharnos —dijo Guadalupe, recordando, tal vez, pasadas aventuras de su mando.
—¡De ninguna manera! —protestó don Rómulo—. Hace demasiado calor. Además, ya dije que os quedabais a comer con nosotros. Así la chiquilla se sentirá menos turbada. Sí, eso es. Comeremos todos aquí mismo. —Volviéndose hacia su hijo, don Rómulo ordenó—: Dile a Felipe que prepare la mesa en la terraza.
—Bien, bien —replicó don César—. Yo también siento curiosidad por conocer a esa pobre muchachita.
Cuando miró a su esposa, Echagüe advirtió que su interés por la desvalidez de la desconocida no alegraba, precisamente, a Lupe; mas resolvió emplear el práctico sistema de no darse por enterado de lo que no se le decía claramente.
Por su parte Lupe lamentó de veras no poder decir lo que pensaba acerca de la curiosidad que su marido sentía por la desconocida. ¿Hubiera sido idéntico su interés si en vez de una muchacha se hubiera tratado de un hombre?