Capítulo IX:
El poder de Roscoe Turner

Parkis Prynn encendió pausadamente el puro que le había ofrecido su jefe. Mientras parecía concentrar su atención en el cigarro, lo que en realidad hacía era recorrer con satisfecha mirada la figura de Daisy, que se sentaba a poca distancia de Turner.

—Las cosas han salido muy bien, jefe —dijo después de lanzar una lenta bocanada de humo hacia el techo—. El capitán Farrell lamentará habernos comunicado la noticia de que tenía encerrado en su cuartel a Nisbet Palmer.

—¿Ha muerto? —preguntó Turner.

—Por fortuna para usted, jefe. Ya no podrá decir nada, ni denunciar a nadie.

—¿Se encargó Caird de él?

—Claro. Fue una buena idea el hacer que Francis Caird ingresara en la organización Los Vigilantes y consiguiera el puesto de carcelero.

—Sí, tuviste una buena idea —replicó, de mala gana, Turner.

El Coyote no contaba con eso —prosiguió Prynn—. No pudo salvar de nuevo a Palmer.

—Eso quiere decir que El Coyote se molestará y tratará de vengarse —dijo Daisy.

Turner le dirigió una mirada de disgusto. En aquellos momentos se sentía triunfante y le molestaba que se nublaran sus alegres perspectivas.

—¿Y lo de Gregg? —preguntó luego.

—Ha muerto —respondió Prynn—. Los que fueron encargados de darle una lección entraron en la casa y empezaron a romper mesas y espejos. El público salió huyendo y Lionel Gregg apareció al frente de su guardia. Sólo fue necesario terminar con él. En cuanto cayó con unas cuantas balas en el cuerpo, los demás se entregaron sin resistencia.

—Eso nos hace dueños de tres casas, o sea la de Harvey, la de Gregg y la nuestra, además de la contribución que pagarán los otros.

—Pero pone frente a vosotros a Los Vigilantes —recordó Daisy—. ¿Por qué no consultas a Nat?

—Un abogado no tiene nada que hacer cuando el problema es sólo de energía y valor —dijo Prynn.

—Quiero encargarle la compra de la casa de los Robles —dijo Turner, más que por estar de acuerdo con Daisy, por demostrar a Prynn que no todas las ideas salían de él.

Parkis encogióse de hombros y aguardó, fumando lentamente, que entrase el abogado.

Nathaniel Moorsom estaba evidentemente inquieto.

—¿Te has enterado de la lección que le dimos a Gregg? —preguntó Roscoe Turner—. De ahora en adelante seré el amo.

—Creo que has exagerado tu poder, Turner —replicó el abogado—. Después de lo de Harvey, lo de Gregg colmará la medida. Y si es verdad que tienes algo que ver con la muerte de Palmer…

—A Palmer lo hemos…

Moorsom contuvo con un ademán las palabras de su jefe.

—Prefiero no saber nada —dijo—. Si supiera la verdad seguramente no te podría defender cuando llegase el momento.

—No tendrás que defenderme —sonrió Turner.

—Farrell no te perdonará lo que ha ocurrido en su cuartel —recordó Moorsom—. Los Vigilantes no se atienen siempre a las leyes establecidas. También ellos pueden recurrir al simple empleo de la fuerza, y si ello llega a ocurrir, no olvides que son muy poderosos.

—Nat, no te he llamado para que me des consejos acerca de lo que debo o no debo hacer. Si Farrell se pone tonto, lo trataremos como se merece. Lo que quiero que hagas es ir a ver a don Agustín Robles para proponerle que nos venda su casa de Kearny, esquina a Pinares. Puedes ofrecerle hasta doscientos mil dólares. Es un buen precio por un edificio tan viejo.

—¿Piensas adquirirlo para hacer de él una casa de juego? —preguntó Moorsom.

—Claro.

—Eso no le gustará a don Agustín. Ya sabes que esos viejos californianos tienen ideas muy concretas acerca del honor y de su buen nombre. Si don Agustín sabe que se quiere su casa para transformarla en un garito de lujo, no la venderá por mucho dinero que se le ofrezca.

—Don Agustín Robles está arruinado —dijo Prynn—. Los hombres arruinados tienen muy pocos escrúpulos.

—Ellos no son como nosotros —dijo Nathaniel.

—¡Dejaos ya de discusiones tontas! —gritó Turner—. Ve a visitar a don Agustín y ofrécele doscientos mil dólares por su casa. Yo también creo que se guardará los escrúpulos en el bolsillo. De todas formas, no es necesario que le digas para qué necesitamos la finca.

—Turner, quería decirte algo —declaró Moorsom—. No me gusta el camino que estoy siguiendo. Cuando estudié para abogado lo hice con la idea de emplear mis conocimientos de manera muy distinta a como los estoy utilizando ahora. Te he sacado de un apuro y resolveré lo de la casa de don Agustín; pero luego quiero mi libertad.

Roscoe Turner frunció el ceño hasta hacer de su frente casi una línea irregular.

—¿Tienes miedo de que el barco se hunda? —preguntó.

—Sé que el barco se hundirá, Turner, pero si quiero abandonarlo no es por miedo, sino por algo de decencia. He visto y he sabido de muchos abogados que marcharon por el mismo camino que yo estoy siguiendo. Ninguno de ellos fue muy lejos.

—Bien, ya hablaremos más adelante de esas tonterías —dijo Turner—. De momento resuélveme lo de la casa de don Agustín; luego ya decidiremos lo que se ha de hacer.

Turner salió acompañado de Parkis Prynn. Moorsom quedó frente a Daisy.

—Ya sabía yo que algún día ocurriría eso, Nat —dijo la mujer—. ¿Quién es ella?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Moorsom.

—En su vida ha entrado una mujer —replicó Daisy.

Moorsom movió negativamente la cabeza.

—No hay ninguna mujer, Daisy.

Por un breve instante la esperanza brilló en los ojos de la joven; pero la mirada de Nat era tan franca, tan abierta, tan libre de doble intención, que Daisy comprendió que nada podía esperar. Sintió irritación contra ella misma por haber pensado alguna vez que el renacer de sus ilusiones podía encontrar un eco amable en el corazón de Nat. Luego quiso sentir el amargo consuelo de conmover a aquel hombre con la muestra de sus tristezas.

—Hubo un tiempo en que pensé que los dos podríamos iniciar una nueva existencia; no tuve en cuenta que yo podría dar muy poco a cambio de lo mucho que usted aún tiene.

—¿Por qué no podemos ser simplemente buenos amigos, Daisy? —pidió Nat—. Yo la aprecio mucho; pero… no soy capaz de traicionar a Turner.

—Es una piadosa mentira que yo agradezco mucho —replicó Daisy—. Sin embargo, cuando un hombre está enamorado de verdad considera las traiciones como hechos heroicos. La palabra traición no tiene sentido en el amor ni en la guerra. Sólo el éxito cuenta, y los medios quedan justificados por el fin conseguido.

—Debo marcharme, Daisy.

—Adiós —replicó la mujer—. Ella debe de ser muy afortunada.

Nathaniel Moorsom salió del «Casino» dominado por un profundo disgusto y por abundantes inquietudes. El camino emprendido por Turner sólo podía desembocar en un desastre. Él apreciaba al hombre que le había ayudado a terminar sus estudios; pero se daba cuenta de los tremendos errores que cometía. Él navegaba en el buque de Turner y todos los males que éste sufriera serían sufridos, también, por él. Además había recibido ya un mensaje del Coyote, y si desoía el consejo…

Un escalofrío corrió por su cuerpo. Eran muchas las fuerzas que tenía enfrente. No deseaba luchar contra ellas, porque desde el primer instante las había considerado fuerzas justas y poderosas a las cuales debía no sólo respeto, sino asistencia.