Capítulo VI:
El acero del Coyote

Parkis Prynn repitió de nuevo:

—Nisbet Palmer es un peligro para usted, jefe. No descuide ese detalle. Si dice la verdad…

—Ha recibido lo suficiente para cerrar la boca hasta el final de sus días —sonrió Turner, al mismo tiempo que acariciaba el brazo de Daisy Lorillard, que se sentaba a su lado.

Prynn siguió con rencorosa mirada los movimientos de aquella mano sobre el blanco brazo de Daisy. Si él no estuviese tan comprometido en aquel asunto habría, de buena gana, dejado que Palmer descubriese la verdad; pero aunque le habían prometido la vida si descubría a su jefe, no le seducía la idea de pasarse veinte años en la cárcel a cambio de que Roscoe Turner colgara de la horca. En la cárcel él no tendría a Daisy.

—Todo ha salido bien —prosiguió Turnen—. Ya sé que no era necesario matar a Harvey; pero el ejemplo ha sido tan saludable que todos los demás han cedido en cuanto han visto que soy capaz de librar de la horca a aquellos que cumplen mis órdenes. Por eso quería que te juzgasen, Parkis. Ocultar un asesinato es cosa fácil. Cualquiera lo puede hacer; pero hacer un trabajo tan limpio como el que tú hiciste con Harvey y salir luego absuelto por el Tribunal, es algo que sólo un gran hombre logra. Y eso es lo que yo les he demostrado: que soy un gran hombre, que tengo a San Francisco en mis manos y que puedo faltar a todas las leyes y salir tranquilamente. Si hubiese hecho matar a Harvey a la vuelta de cualquier esquina por un asesino anónimo, el efecto habría sido nulo; pero matarlo ante los ojos de la gente y quedarme, además, con todo lo suyo, ha sido una obra maestra. Los he dominado por el miedo y les tengo a mis pies suplicando, abyectamente, que les deje vivir. Son unos cobardes; pero son útiles. Les dejaremos vivir; mas les haremos trabajar para nosotros.

—No olvide a Nisbet Palmer, jefe.

—¿Por qué no vas tú mismo a cerrarle la boca?

—Ya me he ensuciado bastante por ahora. Si alguien advirtiera mi presencia cerca de donde aparezca muerto Palmer, podría sacar conclusiones demasiado acertadas. ¿Por qué no envía a Rotely? AI fin y al cabo, se trata de un trabajo tosco que no requiere más que una mano fuerte. Rotely sabe manejar el cuchillo. Nisbet Palmer morirá bien.

Roscoe Turner meditó en silencio la sugerencia de Prynn y por último la aprobó.

—Encarga a Rotely ese trabajo —dijo—. Lo hará por quinientos dólares. Encontrará a Nisbet en la posada de Farr, en la calle Wilmott. Cuando hayas terminado ve al salón. Tenemos que hablar con Swaine.

*****

Robert Swaine era un hombre de aspecto ratonil, y tenía fama de ser uno de los más astutos tahúres de la ciudad. Su cerebro era muy despierto y de una agudeza sorprendente.

—Una unión de todos los que tenemos algo que ver con el juego me parece muy conveniente —dijo, con voz lenta, cuando Turner terminó de repartir los cigarros entre los propietarios de casas de juego que había reunido en su salón. Eran, en total, diez hombres, en cuyos rostros se reflejaba con mayor o menor intensidad su depravación. Todos ellos se odiaban mutuamente; pero también se temían y este temor era el que hasta entonces les había impedido lanzarse unos contra otros. Lo realizado por Turner colocaba a éste en una situación preponderante.

—La protección que yo os ofrezco —siguió Turner— os parecerá, tal vez, modesta; pero, de hecho, os permite convertiros y convertirnos en los monopolizadores del juego elegante. Si otro intenta abrir una casa de juego yo me encargaré de que le convenzan de lo descabellado de su idea. Sólo nosotros podremos abrir casas.

—Es hora de que nos unamos y de que no se repitan los suicidios —dijo Swaine, sonriendo levemente—. Once propietarios son suficientes para San Francisco.

—Mi protección sólo costara veinte mil dólares mensuales a cada uno —dijo Roscoe Turner, con estudiada indiferencia.

Robert Swaine levantó vivamente la cabeza; pero consiguió contener la protesta que había estado a punto de brotar de sus labios.

—¿Será una protección eficaz? —preguntó.

—Desde luego.

—¿Contra los de abajo y contra los de arriba? —siguió preguntando Swaine.

—Contra todos.

—Los Vigilantes pueden resultar peligrosos.

—Yo sé el medio de evitar que lo resulten —dijo Turner—. Y en cuanto a los demás, ya se habrán dado cuenta de que no pueden nada contra mí.

—Veinte mil dólares mensuales son más de una tercera parte de nuestros beneficios —objetó Lionel Gregg, otro de los propietarios de casas de juego.

—No es obligatorio pagarlos —replicó Turner con burlona sonrisa.

—Diez mil sería una suma muy prudencial —insistió Gregg—. Para ti representaría un ingreso de cien mil dólares mensuales…

—Repito que nadie está obligado a pagarlos —dijo Turner—. Mi protección sólo se concederá a quienes la deseen. Si tú no la quieres…

—Creo que puedo defenderme con mis propias fuerzas —declaró Gregg.

—Seguramente —asintió Turner—. Dejaré de incluirte en la lista. —Volviéndose hacia los demás, preguntó—: ¿Quiénes son los que desean ahorrarse veinte mil dólares?

A excepción de Gregg, nadie se mostró deseoso de ahorrarse aquel dinero. Lionel Gregg se encogió de hombros al ver que nadie secundaba su actitud y levantándose salió del salón, seguido por la irónica mirada de Turner, quien, un momento después, declaró:

—Celebraremos con un banquete la libertad de Parkis. Creo que al final tendré que comunicaros algo desagradable que le habrá ocurrido a un común amigo. Con vuestro permiso me retiro un momento. Seguid fumando y bebiendo lo que os apetezca. Daisy os atenderá.

Roscoe Turner salió del salón y fue a reunirse con Prynn en su despacho.

—¿Se han conformado? —preguntó Parkis.

—Todos menos Gregg. Encárgate de que le molesten lo más posible.

—¿Hasta el límite? —preguntó Prynn.

—Hasta el máximo límite —replicó Turner—. Considero una torpeza dejar a un lobo bien apaleado si se le permite seguir siendo lobo. Además, eso será una provechosa lección para los otros.

—¿Y Los Vigilantes? —preguntó Prynn.

—Los corderos nunca intervienen en las peleas entre fieras. Se alegrarán de que nos destrocemos mutuamente. No intervendrán hasta que les molestemos a ellos, y entonces ya no podrán hacer nada.

—¿Y lo de la casa de don Agustín Robles? —preguntó Prynn.

—Vendrá. Está arruinado.

—Pero se agarra con todas sus fuerzas a lo poco que le queda de su fortuna. La casa es lo único que tiene de lo mucho que tuvo. Si la vende todos sabrán que ya ha perdido hasta los últimos restos de su poderío.

—De todas formas ha de hacerlo. Ya no puede seguir manteniendo su posición en San Francisco. Ese edificio está en la parte mejor de la ciudad. El cruce de Kearny con Pinares sería un emplazamiento ideal para una buena casa de juego. Antes de que la compre otro, la adquiriremos nosotros. Nat arreglará los detalles secundarios. Luego hablaré con él.

Los dos hombres salieron del despacho. Por el camino Roscoe Turner encendió otro cigarro. Cuando descendían por la escalera se oyeron unas fuertes e insistentes llamadas a la puerta, que cesaron un momento después.

—¿Quién puede ser a estas horas? —preguntó Turner.

Uno de los criados fue a abrir y, desconcertado, miró a su alrededor al no ver a nadie ante la puerta. Desde donde estaban, Turner y Prynn vieron frente a la casa, en la calle, un coche de punto, cerrado y aparentemente sin conductor ni ocupante alguno. El criado salió a la calle y buscó en vano al que había llamado. Luego, al oír los pasos de Turner y Parkis, volvióse y les miró interrogadoramente.

—Ve a ver si hay alguien en el coche —ordenó Turner.

El criado cruzó la acera y se aproximó al coche, cuyas ventanillas estaban cerradas de forma que no se podía ver el interior. El criado abrió la portezuela y de dentro del coche se precipitó a la acera un cuerpo humano que quedó tendido, inmóvil, en el suelo. La luz que salía de la casa se reflejó en la empuñadura de un cuchillo hundido en la espalda del hombre.

Turner corrió hacia el cuerpo y volviéndolo, ayudado por Parkis Prynn, lo identificó en seguida.

—¡Es Rotely! —exclamó. Agregando en seguida—: ¡Le han asesinado!

La mirada de Parkis Prynn se había fijado en la mano derecha del muerto. Un billete de banco asomaba por ella.

—¿Qué es eso? —preguntó Turner, siguiendo la dirección de la mirada de Prynn.

Cogió el billete y lo extendió. Era de quinientos dólares. Sobre su verdosa superficie se había trazado con lápiz rojo una silueta:

—¡Es la marca del Coyote! —exclamó Prynn, mirando, muy pálido, a su jefe.

Este reveló su impresión entornando los ojos y mirando fijamente el billete de banco y el mudo mensaje escrito en él.

—Hubiese preferido que fuera un mensaje de Los Vigilantes —logró articular Prynn.

Turner volvió la cabeza hacia él.

—Tal vez lo sea —replicó—. Una cabeza de coyote la puede dibujar cualquiera.

—Pero a Rotely no le puede haber asesinado cualquiera.

—Para terminar con Rotely no era necesario ser un Coyote —dijo Turner.

—Pero únicamente El Coyote es lo bastante audaz para matarlo y traerlo aquí —repuso Parkis Prynn—. Ahora sólo nos queda averiguar si Rotely murió antes o después de haber realizado la misión que se le encomendó. Si Nisbet Palmer está vivo…

Roscoe Turner comprendió la velada sugerencia de su compañero. Si Nisbet Palmer estaba vivo, su propia vida dependía de un hilo que se podía quebrar fácilmente.

—Si Palmer no ha muerto, morirá pronto —dijo—. Nadie le salvará.

—¿Ni El Coyote? —preguntó Prynn.

—He dicho que nadie. Si fuese, yo en persona le cerraría la boca. Iré a ver lo que ha sido de él. Averigua a quién pertenece este coche y quién lo alquiló. Y haz que se lleven este cadáver y lo echen a la bahía. Uno más en ella no se notará. Prefiero no tener que dar explicaciones…

Unos pasos que sonaron muy cerca, en la acera, obligaron a los dos hombres a volverse hacia el que llegaba.

¡Era el capitán Farrell, de Los Vigilantes!

—¿Les interrumpo en la tarea de matar a un cómplice? —preguntó.

—No hemos matado a nadie —replicó Turner—. Y aunque lo hubiésemos hecho no tenemos que darle ninguna explicación. ¿Quién le envía?

Farrell sonrió.

—Creo que ya lo saben —dijo.

Roscoe Turner se había puesto en pie. Por primera vez en muchísimos años se le había apagado un cigarro entre los labios. Rabiosamente lo tiró al suelo y, encarándose con Farrell, dijo, con silbante voz:

—Lo sabemos, Farrell, y también sabemos que más de uno que se ha creído muy listo se ha encontrado con que no lo era tanto como se imaginaba. Le dejo el cuerpo de Rotely para que haga con él lo que quiera. Vamos, Prynn, ya tenemos un enterrador.

—¿No me preguntan por Nisbet Palmer? —preguntó Farrell.

Los dos hombres se detuvieron como frenados por dos poderosas e invisibles manos y volviéronse hacia el jefe de Los Vigilantes.

—¿Qué sucede con Palmer? —preguntó Turner.

—Hace una hora se presentó en el cuartel de Los Vigilantes pidiendo que le diésemos protección, pues alguien había estado a punto de asesinarle. Prometió hacernos importantes declaraciones. Y también nos dijo quién le había aconsejado que fuese a visitarnos. ¿Les interesa saber el nombre que pronunció?

—No —dijo, secamente, Turner—. Ya pasaron los tiempos que me gustaba oír cuentos de hadas.

—No se trata de un cuento de hadas, sino de una fábula —dijo Farrell—. La fábula del lobo y El Coyote.

—Tampoco me gustan las fábulas, capitán, pero ya que a usted parecen gustarle le contaré la de un ratón que metió el hocico donde no debía y se encontró cazado en una ratonera.

Farrell sonrió burlonamente y miró, pensativo, a los dos hombres que acababan de entrar en el «Casino». Eran enemigos muy poderosos. Pero frente a ellos acababa de erguirse una potencia que a su poder unía el misterio de su identidad no conocida por nadie: El Coyote, de quien Farrell tenía un mensaje en el bolsillo aconsejándole que acudiera en seguida ante el «Casino» y fuera testigo de lo que allí ocurriría. Y también El Coyote había enviado al aterrado Nisbet Palmer al cuartel de Los Vigilantes en busca de amparo y con la promesa de decir lo suficiente para que Roscoe Turner fuese condenado a la horca.

El capitán Farrell decidió ir a interrogar a Palmer; pero antes quería hablar con una persona cuya presencia en San Francisco resultaba muy sospechosa al coincidir con la entrada en acción del Coyote.

El tiempo que el capitán Farrell iba a perder y a hacer perder resultaría fatal para una tercera persona.