La sala del Tribunal de San Francisco estaba atestada de público. Se iba a ver la causa contra Parkis Prynn por supuesto asesino de Eliab Harvey. El fiscal parecía haber reunido los suficientes testigos para conseguir, hecho muy notable en la historia de la ciudad, una condena a muerte contra el asesino. Sin embargo, no eran los ciudadanos honorables los que asistían en mayor número a aquel proceso. Se hallaban presentes todos los propietarios de casas de juego de la ciudad, tanto los importantes como los dueños de los garitos de la Barbary Coast. En aquel proceso se iba a demostrar si Roscoe Turner era o no el amo de San Francisco. Si conseguía que el Tribunal declarase no culpable a Prynn, su poder llegaría al máximo. Si, por el contrario, el Jurado condenaba a Prynn, éste, para salvar su cuello, acogeríase al perdón que le ofrecía el Tribunal a condición de que revelase el nombre del inductor del crimen. Si esto ocurría, Turner sentaríase en el banquillo de los acusados y lo perdería todo en una jugada; pero si ganaba, lo ganaba todo. Empezando por Robert Swaine y terminando por el último propietario de garito portuario, todos se someterían al jefe que era capaz de desafiar tan abiertamente la autoridad legal.
No era un secreto para nadie que el Jurado estaba compuesto por miembros de la organización popular Los Vigilantes, es decir, por gente insobornable que por pocas pruebas que aportara el fiscal sentenciarían a gusto de éste.
En primera fila, fumando lenta y sibaríticamente uno de sus gruesos puros, Roscoe Turner contemplaba con entornados ojillos a los miembros del Jurado ante los cuales se estaban leyendo los cargos contra Prynn. Cada uno de aquellos doce rostros era una máscara que parecía impenetrable, pero que no ocultaba nada a Turner.
—Están deseando condenar a muerte al pobre Prynn —dijo a Daisy, que estaba a su lado.
—No se perdería gran cosa si a este tipo le colgaran de una horca —replicó Daisy.
—Es que no sería él, sino yo quien colgaría —replicó Turner—. A todos les intereso más yo que Prynn; pero…
—Nat te salvará, ¿verdad? —preguntó Daisy.
—Tiene que hacerlo, si no es un desagradecido. Y sé que no lo es.
Daisy volvió la cabeza para observar a los asistentes a aquel juicio. De pronto descubrió, hacia el fondo, a César de Echagüe sentado entre dos mujeres. El californiano sonrió al notar que Daisy le había descubierto, y la mujer sintióse dominada, de pronto, por una profunda inquietud. Había algo extraño en aquel hombre. ¿Acaso porque era el único a quien había amado Ginevra Saint Clair? Tal vez. Sintió tentaciones de confiar sus inquietudes a Turner; pero no lo hizo porque, al fin y al cabo, ni se sentía compenetrada con él, ni tenía nada definitivo que decir acerca del dueño del rancho de San Antonio, de quien sólo sabía que había sostenido íntimas relaciones con Ginevra.
Nathaniel Moorsom, que escuchaba distraídamente la lectura de los cargos contra Prynn, siguió con su mirada la de Daisy y reconoció también a don César y a la mujer que se sentaba a su derecha; pero se fijó más en la joven sentada a su izquierda. Era Teresa. De momento sintióse halagado por su presencia. Luego, al pensar en lo que tendría que hacer, lamentó que la joven hubiera acudido a aquel lugar.
La acusación fiscal fue larga y minuciosa. De ella desprendíase que Parkis Prynn había asesinado de un tiro en la cabeza a Eliab Harvey. Desfilaron testigos que declararon haber visto entrar a Prynn en casa de Harvey y otros que le vieron salir poco antes de descubrirse la muerte del propietario de la casa de juego. Durante dos horas se fueron acumulando cargos contra Prynn, sin que Nathaniel Moorsom hiciese nada por refutarlos. Por fin, el abogado defensor salió de su indiferencia y mutismo y, levantándose, pidió la comparecencia del testigo William Ballingall, armero establecido en la calle Rosales.
—¿Ha traído el libro donde anota sus ventas de armas? —preguntó Moorsom al armero.
—Sí, señor —respondió el hombre.
—Bien. ¿Reconoce esta pistola? —preguntó el abogado, mostrando a Ballingall el Derringer que había producido la muerte de Harvey.
—Sí, señor. Es un Derringer Remington.
—¿Podría decirnos si lo ha vendido usted?
—Puedo haberlo vendido yo —replicó el armero—. Si fuese así, su número figuraría en mi libro.
—Perfectamente. ¿Vendió usted alguna vez un arma semejante a ésta al señor Eliab Harvey?
—Sí, señor. Hace un año, poco más o menos, vendí un Derringer de ese tipo al señor Harvey.
—Tenga la bondad de comprobarlo en su libro de ventas.
Ballingall abrió el libro. Hojeándolo rápidamente, encontró la anotación, explicando:
—El día 2 de julio de 1879 vendí una pistola Remington al señor Harvey. El número de la pistola era el 22 411.
Nathaniel Moorsom examinó el Derringer y tendiéndolo al fiscal propuso:
—Compruebe usted mismo el número de este Derringer que perteneció a Eliab Harvey y con el cual Harvey se suicidó. Le cedo el testigo.
El fiscal trató durante cinco minutos de conseguir una contradicción por parte de Ballingall; pero sus esfuerzos fueron inútiles. El testigo se mostró firme y seguro en lo referente a la identidad del comprador de la pistola.
Cuando Moorsom volvió a ocupar su puesto ante el Jurado, lo hizo sonriendo como triunfador.
—Este proceso nunca debiera haberse producido —dijo—. Pero ha habido una evidente mala fe por parte de determinadas personas que han tratado de hacer recaer sobre un inocente unas culpas que jamás han existido. El acusado ha declarado que fue a visitar a Eliab Harvey para recordarle la necesidad de que pagase una importante deuda contraída con el señor Roscoe Turner.
Éste fue llamado a declarar y Moorsom le preguntó:
—¿Cuánto dinero prestó usted a Eliab Harvey?
—En total fueron dos millones de dólares.
—¿Ha poseído usted alguna vez esa cantidad tan importante?
—No —respondió Turner.
—Entonces, ¿cómo pudo prestarla a Harvey?
—En realidad no se la presté en dinero contante y sonante; pero Harvey y yo solíamos reunimos en su casa para celebrar partidas de póker. Le gané sumas importantes y el total, de mis ganancias fue de dos millones. Él me propuso varios retrasos en el pago y, por fin, me extendió una garantía por todo cuanto poseía en valores, efectivo y propiedades para garantizarme contra todo riesgo en caso de que él muriese. Un día en que yo necesitaba cien mil dólares envié al señor Prynn a pedírselos con el encargo de que le amenazase con la presentación de sus garantías ante el Juzgado. De haberlo hecho se hubiese encontrado en la ruina. Tal vez por ese motivo se suicidó.
—¿Tiene alguna prueba que confirme sus palabras, señor Turner? Eso es muy importante, pues ante un Tribunal sólo cuentan las pruebas tangibles.
Turner tendió al abogado el documento que firmara Harvey, y Moorsom lo leyó en voz alta, terminando:
—La fecha en que está redactado este documento es la del 9 de enero de este año. El señor fiscal puede comprobarlo.
El fiscal tomó el documento y lo releyó frunciendo, malhumorado, el ceño. Luego, encarándose con Turner, preguntó:
—¿Por qué no nos mostró este documento a su debido tiempo?
—Porque hasta que el señor Moorsom no me habló de que con él podría salvar a un inocente no se me ocurrió presentarlo. Muerto Harvey, di la deuda por saldada, aunque ahora creo que, no habiendo aparecido herederos, puedo reclamar lo que en realidad es mío.
El juez solicitó examinar el documento, comentando luego:
—Estas pruebas debían haberse presentado a su debido tiempo; sin embargo, no se puede negar su eficacia. Debemos reconocer que constituyen un motivo que justifica el suicidio, especialmente si se une al detalle de la propiedad del arma.
—Pido que se someta la firma de ese documento al examen de un perito calígrafo —pidió el fiscal.
—Y yo, excelencia, pido que comparezca ante el Jurado, Nisbet Palmer, que fue criado del difunto Eliab Harvey, y cuya presencia se ha entorpecido por el ministerio fiscal.
El fiscal protestó de estas afirmaciones y Nisbet Palmer fue llamado a declarar. Era un hombrecillo calvo, menudo, de mirada huidiza y que parecía muy impresionado por su presencia en aquel lugar, del que también parecía estar deseando huir lo antes posible o, por lo menos, antes de que a alguien se le ocurriese darle un buen zarpazo.
—¿A qué hora llegó el señor Prynn a casa del señor Harvey el día en que ocurrió su muerte? —preguntó Moorsom.
—A las tres de la tarde —respondió Palmer.
—¿Recuerda a qué hora se marchó?
—A las tres y media.
—¿Cómo recuerda tan bien la hora?
—Porque después de marcharse el señor Prynn me llamó el señor Harvey para decirme que no le molestase hasta una hora más tarde. Entonces consulté el reloj de la chimenea y vi que eran las tres y media. Cuando le volví a ver ya estaba muerto.
El fiscal se puso en pie furiosamente para preguntar al testigo por qué no había declarado aquello.
La respuesta del testigo fue hecha con voz apenas perceptible y Nisbet Palmer explicó que él era un hombre pacífico, amante de su vida y que no sabiendo a ciencia cierta si el señor Harvey había sido asesinado o, simplemente, se había suicidado, prefirió dejar que los demás descubrieran la verdad en vez de comprometerse con una declaración que, si beneficiaba a alguien, en cambio podía perjudicar a otras personas.
Con pausada voz y dirigiendo continuas e inquietas miradas a su alrededor, el testigo mantuvo firmemente sus afirmaciones y, al fin, el fiscal solicitó del juez permiso para retirar la acusación contra Parkis Prynn, a lo cual se opuso Moorsom, exigiendo que el Jurado dictase veredicto. De esa forma, una vez declarado no culpable, Parkis Prynn no podría volver a ser molestado nunca más por aquella causa.
Accedió el juez. El Jurado, tras brevísima deliberación, anunció, sin la menor alegría, que se reconocía no culpable a Parkis Prynn.
Hubo gran tumulto en la sala, en tanto que Roscoe iba a estrechar efusivamente la mano de Prynn, quien también acudió a saludar a Moorsom, que estaba acabando de recoger sus documentos y cuadernos de consulta.
—Ha sido usted muy listo Moorsom —dijo Prynn.
El abogado se encogió de hombros e, indicando a Turner con un movimiento de cabeza, replicó:
—Dele las gracias a él. Yo no he hecho más que interrogar a unos testigos…
Uno de los ujieres del Tribunal se acercó en ese momento a Moorsom y tocándole en el brazo le anunció:
—Esta nota para usted, señor.
Moorsom tomó el sobre que le tendía el ujier. Abriéndolo, extrajo una nota, en la cual sólo vio estas palabras:
El veredicto tenía que ser de culpabilidad. Ha hecho usted muy mal impidiendo que la justicia actuara como debía. Ahora entraré en acción y podrá haber un castigo para usted si no rectifica a tiempo.
—¡EI Coyote! —musitó el abogado, guardando la nota en un bolsillo. Luego miró hacia la sala, buscando al capitán Farrell, que también había asistido al juicio. No lo vio y por ello, volviéndose hacia el ujier, preguntó—: ¿Quién le ha entregado esta carta?
—La encontré sobre mi mesa, junto con una moneda de cinco dólares y una nota en la cual decía que fuese entregada inmediatamente.
—¿Alguna felicitación? —preguntó Turner.
—No —dijo, al fin—. No es una felicitación, sino todo lo contrario. Acaba de entrar en juego alguien a quien no se podrá vencer con tanta facilidad como a Eliab Harvey.
—¿Quién es ese ser todopoderoso? —preguntó Turner.
—El Coyote —replicó Nat Moorsom.
—¡Eh! —Roscoe Turner entornó los ojillos, preguntando luego—: ¿Es una broma?
—Ojalá lo sea —contestó el abogado—. Pero yo creo que no lo es.
Moorsom se separó de su jefe y salió del Juzgado, llegando a la calle a tiempo de ver cómo don César de Echagüe y las dos mujeres que le acompañaban se alejaban en un coche. Quedó unos momentos indeciso, hasta que una voz muy conocida comentó tras él:
—Otra vez ha triunfado, señor Moorsom.
Éste volvióse lentamente, preguntando:
—¿Me envió usted la carta, Farrell?
—¿A qué carta se refiere? —preguntó Farrell, y, en seguida, agregó—: ¿Le ha enviado un aviso El Coyote?
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé. Pero su aspecto es el mismo de los que han recibido algún mensaje del Coyote. Jamás se le volverá a presentar una oportunidad tan buena como ésta de deshacerse de Turner. Debiera haberle dejado seguir su destino.
—¿Por qué, mi querido Farrell? —preguntó Turner, que habíase acercado a tiempo de oír el comentario del capitán.
—Porque el mundo estaría más limpio sin usted.
Turner entornó los ojillos hasta que su rostro adquirió un aspecto netamente oriental. Con voz siniestramente suave, dijo:
—Habla usted mucho y demasiado alto. Y las bocas que hablan como usted se exponen a ser cerradas con plomo.
—¿Cómo la de Harvey? —preguntó Farrell.
—¿Por qué no? —sonrió Turner—. Hay muchos motivos que justificarían el suicidio del capitán Farrell.
—Pero aunque me matasen a mí quedaría otra persona que ya ha tomado cartas en este asunto.
—¿Se refiere al Coyote? —preguntó Turner.
—Tal vez no le tenga usted miedo.
—Es posible que tuviera miedo al Coyote, pero no al hombre que envió una carta firmada con una cabeza de coyote. A ese hombre le conozco.
—¿Quién es? —preguntó Farrell.
—Un capitán que siente deseos de hacer el fantasma o el mascarón. Se llama Farrell.
—Olvida usted otra fuerza que ya ha actuado en otras ocasiones —dijo Farrell, sin hacer caso de las palabras de Turner—. Los Vigilantes pueden volverse a reunir contra usted.
—No, mientras me limite a molestar a mis amigos.
—Eso es cierto. Pero usted no se conformará con ir molestando a los otros Harvey de la ciudad. Y en cuanto cruce esos límites, estará perdido.
—Antes se perderá usted, capitán. Adiós y… buena suerte. He de celebrar una fiesta y no puedo invitarle. Hasta luego, Nat.
Farrell y el abogado vieron alejarse a Turner, quien, un momento después, se reunió con los que le aguardaban a poca distancia y entre los cuales estaban Prynn y Robert Swaine.
—Swaine ya se ha rendido —comentó Farrell—. El barco de Turner navega viento en popa, ¿no?
—Sí —replicó, secamente, Nat.
—Pero lo hace en dirección a un escollo que se llama El Coyote. Y usted también va hacia él si no abandona a tiempo el buque.
—No soy una rata, capitán —replicó Nathaniel Moorsom.
—Pero vive y medra entre ellas. Acabará siéndolo o pareciéndolo.
—Empiezo a sospechar que usted envió el mensaje. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Someter a un buen interrogatorio a Nisbet Palmer.
—No olvide que el Jurado ha declarado no culpable a Prynn.
—Pero no declaró inocente a Roscoe Turner, estoy seguro de que Nisbet Palmer tendrá muchas cosas interesantes que contar, si es debidamente interrogado.
—¿Y por qué me dice eso?
—Porque me interesa saber si es usted ya una rata o si todavía conserva algo de la decencia que debieron de enseñarle en la Universidad. Adiós, abogado. No olvide que sigue un mal camino. Rectifique a tiempo.
—Eso ya lo dijo en su carta, señor Coyote. Buena suerte. Yo también le daré un consejo: haciendo El Coyote se expone a recibir algún tiro.
—Ese consejo me lo dio antes su jefe; pero no lo esperaba de usted. ¿Se ha vuelto definitivamente rata?
Moorsom quedó tan turbado por la réplica de Farrell que tardó varios minutos en hallar una respuesta adecuada y entonces ya era demasiado tarde. El capitán Farrell, de Los Vigilantes, estaba muy lejos.
El abogado dirigióse hacia el «Casino», donde se iba a dar la fiesta en honor de Parkis Prynn y donde Turner iba a dictar la nueva ley que regiría en el hampa de San Francisco, que en adelante tendría un rey absoluto: Roscoe Turner.