Capítulo IV:
Guerra en el hampa

Eliab Harvey era un gigante. Bordeaba los dos metros de estatura y pasaba de los ciento veinte kilos de peso. Era una recia masa de carne, huesos y músculos que obedecía a un cerebro demasiado pequeño y a una débil visión de las realidades. En aquel cerebro había germinado años antes una excelente semilla que hubiera dado mejores frutos en un terreno más abonado. A pesar de todo, momentáneamente, los resultados fueron muy buenos para Eliab Harvey.

Éste decidió un día que también los ricos gustan del juego y de las posibilidades de fácil y rápida fortuna que ofrece. Nadie se considera, jamás, lo bastante poderoso, y si eran pocos los hombres de dinero que iban a exponer sus billetes en los garitos públicos, esto se debía más a lo tosco de dichos garitos que a la falta de afición por el juego. Los ricos y los elegantes no deseaban codearse con los marineros, borrachos y hampones que frecuentaban las casas de juego de la Barbary Coast. En cuanto esta realidad se abrió paso en su cerebro, Harvey la puso en práctica. La suya fue la primera casa de juego lujosa que hubo en San Francisco y sus beneficios fueron enormes. Pero otros siguieron su ejemplo y al cabo de unos años había doce casas de la misma clase. Eliab Harvey estaba seguro de que debía de haber un medio para evitar la competencia; pero nunca supo encontrarlo. A pesar de ello, su establecimiento era uno de los más importantes, aunque el auge creciente del «Casino» alarmaba, con razón, a Eliab. Algunos de sus colaboradores habíanse pasado a Turner y Harvey temía que su contrincante acabase venciéndole en la sorda lucha entablada.

Aunque en apariencia Harvey era enérgico, habían quedado ya atrás los tiempos en que no le importaba empuñar sus armas contra los que trataban de «cobrar el barato» en su primitivo garito. La vida cómoda y regalada le había reblandecido el valor y en aquellos momentos deseaba más llegar a un acuerdo con sus adversarios que vencerles por la violencia. Esto fue, principalmente, lo que apartó de él a sus subordinados más valientes, quienes se dieron cuenta de que con aquel jefe sólo irían de claudicación en claudicación, puesto que era incapaz de aprovechar el gran poderío de que aún disponía.

La noticia que acababa de llegar Parkis Prynn con un mensaje de Turner encontró a Harvey en plena digestión de una copiosa comida. Con la servilleta colgando como blanca bandera de rendición sobre el pecho, Harvey acudió, muy alterado, al encuentro de Prynn. Éste se hallaba examinando un horrible reloj de oro colocado sobre la repisa de la chimenea del salón de la casa de Harvey. Al oír los pasos de Eliab volvióse y sonrió de una manera que sólo el afán de Harvey pudo interpretar como amistosa.

—¡Hola, Parkis! —saludó—. Hacía tiempo que no nos veíamos.

—Pero seguimos siendo amigos, ¿verdad? —replicó Prynn.

—Sí… siempre amigos. ¿Un cigarro?

Parkis negó con la cabeza.

—¿Un trago? —propuso en seguida Harvey, en nervioso afán de cordialidad.

—Eso ya está mejor. ¿Te he interrumpido la comida?

—No, no, ya terminaba —replicó Harvey, llenando con temblorosa mano dos copas de whisky escocés.

—A tu salud —brindó Prynn, vaciando de un trago su copa.

—A la tuya —respondió Harvey, bebiendo sólo una parte del licor, ya que la otra le cayó sobre la servilleta.

—¿Qué tal van los negocios? —preguntó Prynn.

—¿En? ¡Oh! Sí…, sí. Van bien… muy bien.

—Ésa es una buena noticia. Turner desea hacerte una proposición.

—¿Turner…? ¡Ah! ¿Y qué proposición es ésa?

Prynn acercóse de nuevo al reloj de oro y acarició la Venus que estaba tendida sobre él, sosteniendo una manzana, también de oro. Sonriendo ante el nerviosismo casi tangible de Harvey, Prynn preguntó:

—¿Te gusta este reloj, Eliab?

—Es un buen reloj —replicó Harvey.

Prynn entornó los ojos y escuchó el latir de la máquina.

—Sí, es un buen reloj —admitió. Y a continuación preguntó—: ¿Te gustaría oírlo marchar durante veinte años más?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harvey, cuyo rostro rivalizaba, en blancura, con la servilleta que colgaba de su cuello.

—Debe de ser muy agradable sentarse en uno de estos sillones y escuchar año tras año el tic-tac de este reloj al mismo tiempo que se beben copas y más copas de whisky escocés. ¿No te gustaría tener la seguridad de que esos años pasarán y de que tú los verás pasar?

Eliab Harvey intentó humedecerse los labios, pero su lengua y su garganta estaban demasiado secas para conseguirlo. Por fin, con voz quebrada, preguntó:

—¿Es una amenaza?

Parkis Prynn sonrió ampliamente.

—¡Oh, no! —exclamó—. No es ninguna amenaza. Sólo una pregunta. Roscoe me ha encargado que te la haga. Él también se interesa mucho por tu salud. Aún no hace una hora me dijo que merecías llegar a viejo; pero que estabas haciendo todo lo posible por no conseguirlo.

—Turner habla mucho —jadeó Harvey.

—Al contrario, habla muy poco; pero cuando lo hace dice cosas muy enjundiosas. Por ejemplo, ha dicho que tu casa de juego vale cien mil dólares. Está dispuesto a dártelos y a permitir que sigas pareciendo el dueño de ella; pero con la condición de que todos los beneficios vayan a sus manos. ¿Lo entiendes? Cien mil dólares para ti. Lo demás para él. Nadie te molestará; podrás seguir pareciendo el dueño y saludando a tus clientes. También podrás seguir cometiendo tonterías con tus amantes hasta que se terminen los cien mil dólares.

De blanco, el rostro de Harvey se puso rojo como la grana.

—¡Cien mil dólares los gano yo en un mes! —gritó—. ¿Es que Turner se ha vuelto loco?

—Eso fue lo que según Turner tú debías decir en cuanto se te ofrecieran los cien mil dólares; pero no tienes en cuenta que, además de darte ese dinero, te concedemos la vida. ¿Cuánto darías por seguir viviendo un año más? Hasta trescientos mil dólares, ¿no? Pues bien, Turner te da cien mil y te deja vivir hasta que revientes de tanto comer. Serás su empleado. Puede que incluso te pague un sueldo mensual por tu trabajo.

—¿Y si no acepto?

Parkis Prynn sonrió burlonamente.

—¿Por qué haces preguntas tontas? Tú sabes que aceptarás. No se trata de obtener mejores o peores condiciones, sino de morir o seguir viviendo. Tú adoras la vida, la buena vida, el buen comer, las mujeres de caderas anchas y abundante busto. ¿Vas a despreciar todo eso?

Harvey había vuelto a palidecer. Le temblaba la barbilla y tardó varios minutos en poder hablar.

—Dile a Tumer que me dé algún tiempo para reflexionar —pidió.

Prynn sacó del bolsillo un papel doblado rectangularmente en tres y lo tendió a Harvey, aconsejándole:

—Léelo en seguida y fírmalo. Te conviene.

Eliab Harvey desdobló el documento y lo leyó trabajosamente, moviendo los labios a medida que iba deletreando lo escrito.

—Si firmo esto, quedo en la miseria —musitó, por fin.

—Te queda esta casa, ese reloj de oro y, sobre todo, la vida.

—Pero aquí dice que yo debo dos millones a Turner y para pagarlos le cedo cuanto poseo.

—¿Dice eso? —Prynn sonrió—. No estás muy fuerte en matemáticas ni en documentos legales. Lo que dice en ese papel es que tú debes dos millones y que das en garantía cuanto posees hasta la liquidación de tu deuda. La casa de juego ya los vale. Y, ahora, toma.

Parkis Prynn tiró sobre la mesita cercana un fajo de billetes de a mil dólares.

—Aquí tienes los cien mil. Firma y vive.

—¡No! Si Turner quiere vencerme tendrá que luchar.

—No te quepa duda de que él luchará; pero tú no lo harás. ¿Quién te ayudará? ¿Tus amantes? ¿Los afeminados crupieres de tu casa? No seas loco, firma.

—¡No!

—Bien. Será como tú quieras.

Prynn recogió el fajo de billetes y lo guardó, comentando antes:

—Con un billete de éstos te compraré la más hermosa corona de flores que ha acompañado jamás a un cadáver…

Eliab Harvey se rindió. Había llegado al final de sus energías y cogiendo el documento fue a sentarse frente a un buró donde había tintero y plumas. Cogió una de ellas, como si pesara varias toneladas, y firmó trabajosamente. Luego se puso en pie y regresó donde estaba Prynn.

—Aquí lo tienes —dijo con apagada voz.

Prynn tomó el documento y lo examinó antes de guardarlo en el bolsillo, después sacó el fajo de billetes y lo tendió a Harvey. Cuando los dedos de éste rozaban el dinero Prynn lo dejó caer al suelo, como si fuese accidentalmente. Harvey se inclinó a recogerlo. En el mismo instante, el enviado de Turner sacó del bolsillo izquierdo un Derringer de un solo cañón y con velocísimo movimiento lo apoyó contra la sien derecha de Harvey y apretó el gatillo.

Algo más tarde, después de guardar de nuevo el dinero, Parkis Prynn salió del salón, comentando en voz alta y burlona:

—No era un león, sino un vulgar conejo.

Más tarde, en la calle, agregó, mentalmente: «Algún día haré lo mismo con Roscoe Turner».