Teresa Robles experimentaba una completa serie de sensaciones desagradables cada vez que salía a realizar alguna gestión en San Francisco. De buena gana se hubiera encerrado en su casa para no salir de ella ni un solo minuto del tiempo que pasaba en la ciudad durante las vacaciones estivales. Por desgracia, aquel año las vacaciones no terminarían, porque ya había dado fin a sus estudios y no habría razón alguna para que volviese a un colegio que ya nada nuevo podía enseñarle.
En los años anteriores, la estancia en San Francisco había sido un paréntesis muy desagradable en su tranquila vida de colegiala. Ni siquiera lo había dulcificado el hecho de estar cerca de su padre, porque don Agustín Robles era, desde hacía tiempo, una compañía muy poco adecuada para una joven como Teresa. Su carácter se había agriado mucho y no se parecía al Agustín Robles de seis años antes. Salía muy poco de su enorme palacio de la calle de Kearny, esquina a la de Pinares, donde reinaba un ambiente tan glacial y hostil que Teresa sentíase más a disgusto allí que en la calle. A veces sorprendía fija en ella la mirada de su padre, quien se apresuraba a desviarla, como no queriendo explicar el secreto o misterio que enturbiaba su vida.
Teresa hubiese preferido ir aquel año a casa de don César de Echagüe en respuesta a la invitación que el propio don César le había hecho; pero cuando expuso su deseo a su padre, éste replicó:
—No es el momento más oportuno para que vayas a casa de don César.
—¿Por qué? —quiso saber Teresa—. Es buen amigo tuyo y mío. Y Guadalupe es muy simpática. ¿Es que no te gusta la idea de que me trate con ella?
—Eres muy joven, Teresa —replicó don Agustín—. Don César espera otro hijo y… cuando eso ocurre no es conveniente que las muchachas jóvenes estén presentes.
—Pero Guadalupe no lo espera hasta dentro de tres meses —protestó Teresa, demostrando que estaba al corriente de los misterios de la maternidad—. Soy ya lo bastante mayor para ayudarla, si fuese necesario.
Don Agustín apeló al sentimentalismo de su hija, declarando:
—Es que me gustaría más tenerte a mi lado, niña. Estoy tan solo…
La joven se quedó; pero aquella mañana había recibido la noticia de que don César y su esposa estaban en la ciudad y, alegando la necesidad de adquirir algunas de las infinitas cosas que las mujeres siempre precisan, había salido con la intención de ir a última hora al hotel Frisco, donde se hospedaban los Echagüe.
Al poco rato de visitar establecimientos, Teresa se dejó ganar por la debilidad que domina a todas las mujeres en cuanto se ven con algún dinero en el bolso y muchas cosas que comprar. Al salir del quinto comercio iba cargada con tantos paquetes que tuvo que desistir del deseo de seguir comprando. Continuó calle adelante y no tardó en verse dominada por el disgusto que le producía San Francisco. La educación no predominaba en los hombres que paseaban por sus calles. Por el contrario, sus labios sólo parecían saber pronunciar procacidades y ninguno de ellos era como los caballeros de Monterrey, San Jacinto, San Bernardino o Los Ángeles, puntos donde habíase concentrado, en tiempos de la dominación española, lo más selecto de la sociedad hispano-mejicana-californiana. San Francisco o Yerba Buena, había sido durante mucho tiempo un simple poblado de pescadores y sólo algunas familias acomodadas habíanse instalado allí algo después de la inclusión de California en el Estado mejicano, huyendo del turbulento Monterrey y Los Ángeles, cuna de los nacionalistas californianos. Pero esa aportación hidalga no fue lo bastante grande para dejar honda huella en la ciudad, especialmente después de su astronómico crecimiento, al que contribuyeron hombres de todas las razas.
Cada vez más molesta, Teresa Robles llegó a poca distancia de los «Grandes Almacenes de París», donde se vendía cuanto podía necesitar una señorita y, también, casi todo cuanto podía precisar un caballero. Cuando Teresa llegó frente a la puerta del establecimiento, que de grande sólo tenía el título, se detuvo vacilante, a la vez que también lo hacía Nathaniel Moorsom, que acababa de cruzar la calle. El motivo de la detención de Nat no fue otro que Teresa. Ésta era demasiado bonita para que el joven abogado dejara de fijarse en ella. Y en aquellos momentos, el gesto de disgusto y repugnancia que daba expresión al rostro de la joven aumentaban su atractivo. La causa del disgusto y la repugnancia que sentía Teresa era un grupo de borrachos o, por lo menos, de cerebros algo intoxicados por los vapores alcohólicos que, situados estratégicamente, se dedicaban a molestar a las mujeres que pasaban por la acera. Como muchas, lejos de molestarse, sentíanse halagadas por aquel interés que despertaban, y replicaban con más descaro que el de los propios hombres, el corro formado por los curiosos iba en aumento y Teresa hubiera dado de buena gana media vuelta si su orgullo no la hubiera frenado. Al fin y al cabo sería una huida y ella era una Robles, es decir, que pertenecía a una familia que jamás había retrocedido ante ningún peligro. Sin embargo, tampoco le seducía la idea de someterse a las burlas de aquellos hombres. La única solución era entrar en los «Grandes Almacenes de París» y aguardar en ellos a que algún representante de la ley disolviese el grupo de borrachos o lo que fueran.
No se dio cuenta de que el elegante Nat Moorsom entraba tras ella y, sin perderla de vista, dirigíase al mostrador donde se atendía a los hombres y pedía que le enseñaran los mejores pañuelos que tuviesen.
Por su parte, Teresa pidió unos encajes de Malinas y escuchó pacientemente las explicaciones del vendedor, quien le aseguró que los tales encajes ya se consideraban pasados de moda y en cambio eran mucho más elegantes otros hechos a máquina que le mostró con grandes aspavientos, como si él mismo se asombrara de lo bellos y elegantes que eran y hasta aquel momento no se hubiese dado cuenta de la joya que guardaba en su comercio.
—No encontrará nada que se le pueda igualar —aseguró.
—Pero yo quería Malinas —dijo Teresa. En su fuero interno, la muchacha se alegraba de la oportunidad que Emilio López, propietario de los «Grandes Almacenes París», le daba de pasar tiempo hasta que se marcharan los hombres que la habían obligado a entrar allí.
—¡Señorita! —protestó Emilio López—. Los encajes de Malinas son hechos a mano. En cambio, éstos han sido tejidos a máquina. Pertenecen a este siglo y tienen todas las cualidades de la técnica moderna. No quiera comparar el trabajo salido de los más grandes talleres del mundo con la labor de una torpe campesina que no hace mas que repetir lo que hicieron su madre y sus abuelas. Fíjese bien en esto. Vea qué finura. Observe lo delgado que es el hilo, y lo exacto del dibujo.
—Pero yo hubiera querido encajes hechos a mano…
—Señorita, si hace cien años los encajes se hacían a mano era, simplemente, porque no se conocían las maravillosas máquinas que se utilizan ahora. ¿Cree que se hubieran molestado en hacerlos a mano si los hubiesen sabido hacer a máquina? No, no. Dentro de poco nadie se acordará de los encajes de Malinas ni de los de Valenciennes ni del encaje inglés. De la misma forma que nadie viajará en diligencia pudiéndolo hacer por ferrocarril. Un traje moderno debe llevar encaje moderno y no una antigualla como el Malinas. ¿Se le ocurriría a usted ir a pie a Chicago pudiendo ir en el tren?
—No, no; creo que tiene usted razón —replicó Teresa, aceptando tres metros de una horrible puntilla que no sabría en qué utilizar, como no fuese para unas cortinas de la despensa.
Entretanto, Nathaniel Moorsom había comprado doce pañuelos que no necesitaba. Cuando Teresa trató de recoger todos los paquetes que había dejado sobre el mostrador para examinar los esperpentos de la técnica moderna, el abogado acercóse a ella, ofreciendo:
—¿Me permite que la ayude, señorita? Va muy cargada. Saldré a buscar un coche. No puede usted ir así por la calle.
Sin esperar el consentimiento de Teresa, Nat cogió los dos paquetes mayores y salió con ellos de los «Grandes Almacenes París» en busca de un coche de punto, pasando entre el grupo formado alrededor de los alegres borrachines que seguían escandalizando en plena calle. No tardó Moorsom en encontrar el carruaje que necesitaba. Subió a él y regresó a los «Grandes Almacenes París», seguro, gracias a la precaución que había tomado de llevarse los dos mejores paquetes de Teresa, de que ésta aún continuaría en la tienda.
La joven se estaba diciendo que debía rechazar el coche y debía demostrar a aquel entrometido que ella era una señorita educada en el mejor colegio de Boston. Seguramente lo hubiera hecho así de tratarse de un caballero menos joven y menos agradable que aquél; pero eran tantos los atractivos que se reunían en Nat Moorsom, y además… sí, claro, además estaban aquellos desagradables borrachos por culpa de los cuales había entrado en el establecimiento a comprar unos encajes que no le hacían falta. Y era indudable que el joven tampoco necesitaba aquella docena de pañuelos que había ido comprando mientras ella concentraba toda su atención en las puntillas. Desde el momento en que había entrado tras ella en la tienda… Sí, era seguro que se interesaba por ella, y no había mal alguno en que una muchacha aceptase la cortesía de un caballero (de un caballero joven, atractivo, elegante y educado, cualidades conjuntas muy difíciles de encontrar en San Francisco) que había tenido la delicadeza de hacer venir un coche descubierto. Claro que ella no debía tolerar que la acompañara en el coche. El favor se terminaba con la busca del vehículo.
Pero las intenciones del abogado eran muy otras. Subiendo al coche detrás de Teresa, preguntó, con la mayor naturalidad del mundo:
—¿Adónde desea usted que la lleve, señorita?
Teresa pensó que debía decir:
«Caballero, tenga la bondad de bajar. Soy una dama y no quiero que se me vea acompañada en público por un hombre que no tiene ningún parentesco conmigo».
Pero en vez de esto dijo:
—Debo ir al hotel Prisco; pero no es necesario que usted se moleste en acompañarme.
Nathaniel Moorsom aseguró alegremente que el acompañarla lo sería todo menos una molestia para él. Luego preguntó:
—Usted es forastera en San Francisco, ¿verdad, señorita?
Como corresponde a toda señorita bien educada, Teresa respondió a la vez con un movimiento afirmativo de cabeza y un suave:
—Sí, señor.
—Es usted bostoniana, ¿verdad? Por lo menos su acento sí lo es.
—Sólo el acento —replicó Teresa, agregando—: Soy californiana.
—Es verdad —replicó Nat—. Sus ojos, su cabello y su cutis son de esta tierra, que posee las mujeres más hermosas del mundo.
—¿Ha recorrido usted el mundo entero, señor?
Nat sonrió.
—No. Sólo he visitado una pequeña parte de nuestra enorme patria; pero he oído ese comentario en labios de muchos hombres que recorrieron el globo y pudieron comprobar lo que yo digo. En cuanto la vi a usted me dije que había llegado hacía poco a San Francisco.
—¿Cómo lo adivinó?
—No lo adiviné, señorita, lo vi, de la misma forma que advertiría en seguida la aparición de un nuevo sol en el firmamento.
—Hago mal en permitirle decir esas cosas, caballero. Si mi padre supiese que he aceptado su invitación, no me perdonaría jamás.
—Los padres californianos son terribles —sonrió Nathaniel—. Pero hasta ellos tienen que admitir que los tiempos cambian y que se debe vivir como corresponde al siglo XIX, no al siglo XV. ¿Pasará muchos días en San Francisco?
—No sé —sonrió Teresa.
—¿Podré ir a buscarla mañana por la mañana al hotel?
—De ninguna manera.
—¿Se enfadaría su padre?
—Sí, y, además, mi reputación sufriría mucho. Los californianos de verdad vivimos en un círculo muy reducido en el cual repercuten todos los chismes y murmuraciones.
—Entonces, ¿cuándo podré volver a verla?
—No sé; probablemente no me verá más.
—¿Se marchará de San Francisco?
—Es usted muy curioso.
—Me gustaría enseñarle cuanto de hermoso tiene la ciudad.
—No creo que en San Francisco haya nada hermoso. Si acaso, la bahía, y ésa ya la he visto.
—¿Qué malo le ha hecho esta ciudad para que le profese tanto odio?
—Es perversa, está dominada por el pecado. Algún día será castigada de la misma forma que lo fueron Sodoma y Gomorra.
—Creo que exagera, señorita. Al lado de grandes vicios encontrará usted enormes virtudes. Y, al fin, serán las virtudes las que predominarán sobre el vicio. Ahora estamos en una época de transición.
En este momento el coche se detuvo frente a la puerta del hotel Frisco.
—Ya hemos llegado —dijo, innecesariamente, Teresa—. Muchas gracias por su amabilidad.
Ágilmente saltó del coche, antes de que Nat pudiese anticiparse, y recogiendo sus paquetes dijo, con una sonrisa que Moorsom tardaría muchos días en olvidar:
—Adiós, señor defensor de San Francisco.
—Un momento —pidió Nat—. Dígame su nombre.
—Teresa —respondió la joven. Y, dando media vuelta, entró en el hotel al mismo tiempo que un caballero y una mujer iban a salir. Al ver a Teresa los dos lanzaron una exclamación de alegría y la muchacha abrazó a la dama, que correspondió a su abrazo, llevándose luego a Teresa hacia uno de los sofás del vestíbulo, en tanto que el hombre se hacía cargo de los paquetes.
Dirigiéndose al conserje, que había acudido a cerrar la portezuela del coche, Nat preguntó:
—¿Quiénes son?
El conserje dirigió una mirada de extrañeza a Moorsom y contestó:
—Don César de Echagüe y su esposa. De Los Ángeles. Con su permiso, señor.
La llegada de otro coche le apartó de allí y Nat ordenó al cochero que le llevase hacia la calle de Kearny. Apenas se hubo puesto en movimiento el vehículo, un hombre avanzó hacia él y, abriendo la portezuela, subió, sentándose frente a Moorsom. Éste, al reconocer al no invitado pasajero, saludó con forzada cordialidad:
—¿Qué tal, capitán Farrell?
El jefe de Los Vigilantes sonrió burlonamente[3].
—No se alegra de verme, ¿verdad?
—En estos momentos pensaba en cosas agradables; pero ya sabe que no le profeso ninguna antipatía.
—Es posible que tenga razón, aunque eso no resulta lógico en el protegido de Roscoe Turner —replicó Farrell—. Debería odiarme.
—¿Sólo ha invadido mi coche para decirme eso? —preguntó Moorsom.
—No, desde luego. Hace tiempo que vengo observando su carrera y su vida, Moorsom. Es usted un gran abogado y, por eso mismo, es usted muy peligroso. Dedica sus esfuerzos en favor del mal. Es un error emplear así sus indudables cualidades. ¿Piensa casarse pronto?
—Capitán Farrell, ¿cree que debo responder a sus preguntas?
—Podría hacerlo, aunque no tiene ninguna obligación. Hace un momento iba usted muy bien acompañado.
—Usted, capitán, es una especie de policía, y los policías tienen el defecto de quererlo averiguar todo, hasta aquello que no les importa.
—Especialmente lo que menos nos importa es lo que más nos interesa —sonrió el jefe de Los Vigilantes—. No debiera sentir hostilidad hacia mí, Moorsom. Podríamos ser buenos amigos. Tarde o temprano se colocará usted de nuestra parte contra los que ahora defiende.
—Capitán: hasta ahora no me he apartado ni un milímetro del camino de la ley. Soy abogado y sé hasta dónde puedo llegar sin dar un tropiezo; guarde, pues, sus consejos y sugerencias. Seguiré como hasta ahora en tanto que pague lo mucho que debo al hombre que me ayudó a ser lo que soy.
Farrell sacó un cigarro y lo encendió lentamente, diciendo entre dos bocanadas de humo:
—No le invito, porque mis cigarros no pueden compararse con los de Turner que usted fuma. Son más pobres, aunque mucho más honrados.
Nathaniel Moorsom sonrió burlón. Luego contestó:
—Usted ha subido mucho, Farrell. Goza de popularidad; pero hasta mí han llegado ciertos rumores que, por lo repetidos, pueden calificarse de realidades.
—¿Qué rumores son ésos?
—Se trata de una historia vaga, desde luego, sin pruebas que la confirmen; pero… dicen que el capitán Farrell no estaría donde ahora está si cierto enmascarado, por cuya cabeza se ofrecen muchos miles de dólares, no le hubiese ayudado en su carrera. Ese enmascarado se llama Coyote, y usted, desobedeciendo las órdenes recibidas en diversas ocasiones, no ha hecho nada por detenerle, a pesar de haber tenido más oportunidad que nadie para hacerlo.
Ni un solo rasgo del capitán acusó la emoción que tal vez sentía. Por el contrario, sonrió, diciendo luego:
—Tira usted al azar, Moorsom, y sabe que sus tiros no pueden hacer daño a nadie… como no sea a usted mismo.
—¿Me amenaza?
—Soy incapaz de amenazar a un abogado, especialmente cuando hay un cochero cerca que puede luego repetir ante un jurado lo que involuntariamente ha oído.
—¿Quiere que bajemos?
—Lo preferiría.
Moorsom pagó al cochero y saltó del coche, seguido por Farrell, quien siguió, una vez estuvieron perdidos entre la multitud de transeúntes:
—No olvide, abogado, que El Coyote puede ser el enemigo que le castigue por lo que está haciendo.
—¿Le ha enviado él?
—En cierto modo, sí. Hace tiempo me previno que vigilara a Roscoe Turner. Tenga en cuenta que se puede escapar a la justicia legal; pero que nadie puede escapar a la justicia del Coyote, quien no la aplica de acuerdo con los capítulos de las leyes establecidas, sino basándose en su propia ley.
—Perfectamente; tendré en cuenta todo eso y quizás algún día decida regenerarme; pero si lo hago no será por miedo al Coyote.
—Lo creo. Estoy seguro de que será su propia conciencia la que le empujará a cambiar de bando. Cuando eso ocurra, no olvide que el capitán Farrell le aprecia en lo que vale. Y ahora otro consejo, si me lo permite.
—Está permitido el nuevo consejo. ¿Cuál es?
—Conozco las intenciones de Turner. Va a provocar una guerra en San Francisco. Aunque usted no lo quiera, es su aliado, pertenece a su ejército y…
—¿Y qué? —preguntó Moorsom al prolongarse la interrupción de Farrell.
—Sólo que puede haber quienes opinen que la muerte de Nat Moorsom sería muy lamentada por Turner, quien se vería privado de uno de sus mejores soldados. ¿No lo había tenido en cuenta?
—No.
—Ése es el defecto de los hombres de leyes. Olvidan que son muchos los que prescinden de las leyes cuando quieren resolver sus problemas. Un disparo a traición bastaría para terminar la carrera de un brillante abogado.
—Tendré que correr ese albur.
—Desde luego. Pronto van a ocurrir muchas cosas, y su nombre sonará, Moorsom; tanto, que tal vez llegue a los oídos de cierta señorita que sentiría una gran decepción al ver que el caballero que la ha invitado hoy a dar un paseo en coche no es más que un subordinado de Roscoe Turner.
—¿Conoce a esa joven?
—Yo sí, Moorsom; pero usted no sabe quién es, y algún día se arrepentirá de no haber seguido mis consejos.
—¿Qué insinúa?
—Nada más que eso. Si alguna vez he visto a un hombre enamorado fulminantemente, ese hombre es usted. Y en cuanto a esa muchacha, de quien sólo sabe que se llama Teresa, apostaría triple contra sencillo a que también está, si no enamorada, por lo menos muy interesada por el galante caballero que la ha conducido hasta el hotel.
—Oiga, capitán. Sea buena persona y dígame quién es.
—Si ella no se lo ha dicho, yo tampoco debo decirlo; pero recuerde bien esto. Pronto se volverán a ver y entonces quizás estén en bandos opuestos. Adiós, abogado, su amo le debe estar esperando.
Nat siguió con inquieta mirada al capitán Farrell, jefe de Los Vigilantes de San Francisco, la poderosa organización popular que de cuando en cuando imponía la tambaleante ley y el nulo orden que imperaba en la más importante metrópoli del Pacífico. ¿Qué habría querido decir? ¿Quién era en realidad Teresa?
La respuesta no tardaría en llegarle en forma altamente abrumadora. Roscoe Turner se lanzaba a una peligrosa aventura que él no aprobaba, aunque sabía que era inútil tratar de disuadir a su jefe, cuyas decisiones eran, siempre, firmísimas.