Capítulo II:
Los ojos de una mujer

Al salir del despacho de Turner, Daisy y Nathaniel Moorsom sintieron sus ojos heridos por el sol del mediodía, que entraba a raudales por las abiertas ventanas. Roscoe había hecho disponer su despacho en una habitación interior lo bastante aislada para que a ella no llegase nunca el sol. Aquel despacho estaba siempre alumbrado artificialmente y en él no se advertía jamás la diferencia entre el día y la noche. El resto del edificio del «Casino», nombre con que Turner había bautizado a su elegante casa de juego, recibía durante las horas de la mañana abundante sol y aire que lo libraba de los sofocantes olores que se iban acumulando en él desde las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada. A las cuatro de la tarde se cerraban o entornaban las ventanas, se corrían las gruesas cortinas de terciopelo rojo o verde, y en el «Casino» se hacía de noche. En seguida se preparaba todo para la llegada de los primeros parroquianos y situábanse en sus puestos los encargados de proteger la seguridad personal de los clientes. Antes de llegar a las salas de juego, el visitante debía pasar bajo la escrutadora mirada de siete u ocho hombretones que trataban de disimular su rusticidad bajo la elegancia de sus trajes.

En el «Casino» había, además de mesas de ruleta, «baccarrá», «faro», dados, «poker» y «monte», otras mesas en las cuales se podían beber los mejores vinos de Europa y los más selectos licores de mundo entero. También se podían comer los más exquisitos manjares y, en habitaciones más reservadas y lujosísimas, podía fumarse el mejor opio traído de Hong Kong. Si alguna dama deseaba sostener una íntima y discreta entrevista con algún caballero, en el primer piso había aposentos especialmente destinados a aquel fin. Ningún marido celoso podía confiar en sorprender allí la infidelidad de su mujer, porque la barrera que se levantaba ante él era mil veces más infranqueable que la famosa muralla de China. Tampoco se cedía el camino a ninguna esposa anhelante de confirmar sus sospechas acerca de los verdaderos motivos que llevaban a su esposo al «Casino», y era igualmente inútil buscar la complicidad de ninguno de los numerosos empleados de Roscoe Turner, pues al posible soborno de sus subordinados, oponía Turner la seguridad de un castigo implacable.

El vicio era el dios de aquel templo; pero también lo era de San Francisco. El oro lo había instalado allí y sólo cuando para conseguirlo fuese necesario el trabajo cotidiano y metódico caería de su altar el monstruoso ídolo.

—Roscoe se va a lanzar a una peligrosa aventura —comentó Daisy mientras pasaban por entre los criados y mujeres encargadas de la limpieza.

—Es inevitable que lo haga —replicó Nat—. Turner es de los hombres destinados a subir muy alto…

—Para precipitarse desde allí a la sima que se habrán abierto.

—Eso dicen que ocurre siempre —sonrió Moorsom—; pero a veces se dan casos en que las cosas suceden de distinta manera.

—Cuanto más alto suba, más altas serán las ambiciones con que tropezará —dijo Daisy—. Y al fin encontrará una fuerza más grande que la suya. Casi me sentía más feliz cuando nuestros clientes eran sólo marineros borrachos, cargadores sudorosos y chinos dominados por la pasión del juego.

—Yo no puedo dominar las ambiciones de Turner —replicó el joven abogado—. Lo único que puedo hacer es irle ayudando ahora a que no dé un tropiezo fatal. Más adelante se hundirá, a menos que usted pueda desviarle.

—Creo que represento muy poco en la vida de Roscoe —suspiró Daisy.

Moorsom volvió la vista hacia la mujer que caminaba a su lado en dirección al bar del «Casino». Daisy era muy hermosa. Vestía con una elegancia tan severa que casi resultaba excesivamente llamativa, pues si su traje era negro, y su abundante cabello estaba simplemente recogido en un abundante y lustroso moño que parecía dotado de vibrante vida, y de sus orejas pendían dos hermosos brillantes idénticos al que adornaba su cuello al final de una cadenita de oro y al que lucía en su mano izquierda engastado en un aro del mismo metal, en cambio, la blancura de su carne al descubierto y el negror de su cabello le daban un atractivo exótico que era realzado por la sencillez del traje. Se llamaba a Daisy Lorillard la mujer más hermosa de San Francisco. Antes lo había sido de Nueva Orleans y de los barcos del Mississippi, donde catorce años atrás, a los dieciocho, había empezado su carrera, cuando el Sur estaba en la plenitud de su riqueza y los cosecheros de algodón eran los más espléndidos señores de toda América. Daisy Lorillard descendía de franceses y de españoles, y si su tipo era netamente español, su carácter tenía toda la finura francesa. Como ella había dicho muchas veces, nació demasiado tarde, llegando al mundo a tiempo de ver cómo el negro hierro de Ohio se imponía al blanco algodón del Sur y al azúcar de Louisiana.

—A veces creo que cometí un grave error al seguir mi camino —dijo, de pronto, Daisy.

—Todos creemos siempre que hemos cometido un error al elegir un camino en la vida —replicó Moorsom—; pero no siempre estamos en lo cierto. En la vida todos los caminos son duros, y a veces los más duros son los que parecen más fáciles. Tan cansado está el caminante al final de una larga y pronunciada bajada como al terminar una empinada ascensión.

—¿También usted cree que se equivocó? —preguntó Daisy—. ¿Podía haber seguido un camino mejor?

—Pude haber seguido un camino que ahora me parece más bueno; pero no sé si me seguiría pareciendo bueno de haber avanzado por él.

—Dicen que es usted un gran abogado.

—Lo dicen porque he librado de la horca a diez o doce hombres que merecían haber colgado de ella. Así se aquilata la valía de un abogado. Por eso me felicitaron muchos hombres. Dudo que estuviesen acertados. Yo creo que un buen abogado es el que salva a un inocente o hace triunfar a la razón; pero nadie piensa así. Dicen que a un inocente lo puede salvar cualquier jovenzuelo recién salido de la escuela de leyes. Lo difícil es lograr que el jurado declare no culpable a un acusado a quien todos saben culpable, incluso los miembros del jurado.

—¿Por qué no busca otro lugar donde conseguir la realización de sus deseos? Si necesita dinero, yo puedo dárselo. Algún día estará en condiciones de devolvérmelo.

—Antes he de devolver a Turner lo que él hizo por mí. Y no creo que considerara un buen pago por mi parte aceptar la ayuda de usted.

Daisy volvió su hermoso rostro hacia el joven.

—Yo sería feliz ayudándole —murmuró—. Usted es un caballero y su puesto no está entre nosotros. Tarde o temprano tendrá que romper los lazos que le atan a Roscoe.

—Usted es una señora y sin embargo…

Daisy contuvo con un ademán las palabras que iban a brotar de los labios de Moorsom.

—Yo sólo «parezco» una señora —dijo—. Soy de latón recubierto de un baño de oro. Pude haber sido una señora y hoy estaría en las ruinas de un hogar pobre. Pero entre el amor y el dinero preferí lo último. Creo que hice mal.

—Tal vez no amó lo suficiente para preferir el amor.

—Así fue. No amé lo suficiente. Hasta hace muy poco no he encontrado el verdadero amor, y el peso del oro me impide llegar hasta él.

—Si el oro es un lastre demasiado pesado, tírelo. Para conseguir algo siempre hemos de dar algo a cambio. Para llegar a ser abogado, yo tuve que dar una gran parte de mis sueños e ilusiones.

—Los sueños y las ilusiones pueden recuperarse.

—Siempre no, porque, a veces, cuando queremos volver a soñar, estamos tan despiertos que no nos es posible conciliar el sueño. O acaso nos hayamos despertado tanto, que nuestros abiertos ojos vean claramente que los sueños no son más que eso, sueños.

—En la vida sólo encontramos realidades —replicó Daisy—. Y son tan horribles y desagradables, que al fin sólo podemos defendernos de ellas buscando las fantasías. Quisiera poder soñar de nuevo.

—Inténtelo.

—Necesito ayuda ¿Quiere prestármela Nat? Usted y yo deseamos otras cosas que están lejos de aquí. Vamos a buscarlas. Sigamos el arco iris hasta donde termina.

—El arco iris, Daisy, sólo aparece después de una tormenta. Su arco iris lo hallará usted cuando termine su tempestad. Y entonces… ya no necesitará a nadie.

—¿Quiere decir que sólo podré hallarlo cuando termine mi vida?

—Sí.

—¿No hay esperanza para el ser humano en este mundo?

—En este mundo sólo hay esperanzas. Pero las realidades de estas esperanzas están más allá, al final de la tormenta, cuando la paz llega a nuestra alma.

—La muerte ¿significa la paz?

—Es la única paz que es posible esperar en la vida. Y la otra paz que podemos conseguir es la de ser fieles a nuestros amigos. La traición a quien tiene fe en nosotros nos estigmatiza para siempre. Hasta más allá de nuestra vida y de nuestra muerte.

Daisy miró a Nat como si éste la hubiese abofeteado en pleno rostro. Sus ojos parecieron cristalizarse; pero si esto fue debido a que las lágrimas los nublaron, el fuego que subió al rostro de la mujer debió de consumirlas antes de que resbalaran fuera de las pupilas. Respirando hondo y con voz forzosamente serena, preguntó:

—¿Quiere beber algo, abogado?

—Gracias —respondió Nat Moorsom—. No bebo antes de las comidas; pero si le disgusta beber sola, tomaré lo que usted tome.

—No es necesario. Seguramente usted tendrá mucho que hacer.

—Un abogado al servicio de Roscoe Turner siempre tiene mucho trabajo en San Francisco. Adiós, Daisy.

—Adiós, Nat.

Mientras Moorsom se dirigía hacia la puerta principal del «Casino», Daisy quedó recostada contra el mostrador del bar. Luego volvióse hacia el camarero, que aún iba en mangas de camisa y sin lucir el elegante uniforme que se ponía en cuanto el «Casino» se abría al público.

—Sírveme lo que quieras —pidió.

—¿Champaña? —preguntó el hombre.

—No, algo más fuerte. Algo que alegre el corazón.

El camarero miró, desconcertado, a Daisy. En aquel momento, una voz sugirió, detrás de Daisy:

—¿Por qué no le mezcla mucho vermut con coñac y ginebra? Eso suele alegrar el corazón y el cerebro.

Daisy se volvió, vivamente, hacia el que había hablado. Vio ante ella a un hombre alto, delgado, vestido con elegancia algo exagerada, pero con indudable riqueza.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó—. Aún no es hora de jugar.

—Tenía sed y al pasar por la calle vi el bar. Pensé que no habría inconveniente; pero si molesto…

—No… no molesta. Pida lo que quiera.

—Lo mismo que usted, si me permite invitarla.

—Veo que no conoce usted nuestras costumbres, señor —replicó Daisy—. Todo lo que se sirve en este bar es gratuito.

—¿De veras? —El hombre arqueó las cejas con bien simulado asombro. Luego explicó—: Soy forastero en San Francisco. Casi se puede decir que soy un provinciano. Vengo de Los Ángeles con mi esposa. Nunca se me hubiera ocurrido que sirviendo gratuitamente a los clientes pudiese prosperar una casa como ésta.

Daisy sonrió burlonamente.

—Por mucho que beba un cliente, no puede beber más de un litro de whisky, coñac o ginebra. Y por poco que pierda en las mesas de juego, no perderá menos de cinco dólares. Hay quienes pierden diez mil. Y con diez mil dólares se pueden comprar muchos miles de botellas de licor.

—Ustedes, los norteamericanos, son muy buenos comerciantes. Sin embargo, usted no parece yanqui.

—Por línea paterna soy francesa y por mi madre española.

—Esto quiere decir que es usted de Louisiana. Creo que es el único lugar de América donde las sangres francesa y española se mezclaron.

—¿Y usted es de Los Ángeles? —preguntó Daisy.

—Sí, señorita. ¿No se me nota en el acento?

—En Los Ángeles murió una amiga mía. También era de Louisiana.

—¿Ginevra Saint Clair?

—Sí. ¿La conoció?

—Sí… la conocí bastante —replicó el forastero, cuyo rostro se había nublado al pronunciar el nombre de Ginevra Saint Clair[2]—. Está enterrada en una de mis propiedades.

—¿Es usted don César de Echagüe? —preguntó Daisy.

—Para servirla, señorita…

—Soy Daisy Lorillard. Creo que ya está preparada la mezcla recomendada por usted, señor Echagüe.

Don César tomó la cónica copa que le presentaba el camarero y brindó:

—Por su alegría, señorita Lorillard.

—Por Ginevra Saint Clair, señor Echagüe —replicó Daisy, llevándose la copa a íos labios.

Luego, cuando la hubo vaciado, comentó:

—Es agradable la mezcla, aunque engañadora. Parece suave e inofensiva; pero no lo es, ¿verdad?

—Depende de la cantidad que se beba. Dos copas dan optimismo; tres, alegría y cinco tristeza. El máximo recomendable son cuatro.

—Me gustaría saber algo de Ginevra Saint Clair. ¿Por qué no vuelve a otra hora y me cuenta cómo murió?

—Los secretos de los muertos pertenecen a los muertos, señorita Lorillard. No hay otros más sagrados, porque son los únicos para cuya revelación jamás recibiremos permiso.

—¿Estuvo enamorada de usted?

—Cuando aquello ocurrió, yo aún no me había vuelto a casar; sin embargo, prefiero no decir nada. Cometí un error al entrar en esta casa.

—Yo me alegro de que lo haya hecho. Quería olvidar. Usted ha distraído mis pensamientos. Vuelva a la hora del juego. Don César de Echagüe puede perder mucho dinero.

—Si lo puedo perder es porque raras veces lo expongo al azar de un naipe o de una bola de marfil. Si lo hubiese hecho antes, hoy sería tan pobre como los que trataron de hacerse ricos gracias a la ruleta o a los naipes. Además, esta noche salgo de San Francisco en dirección al Este.

—Tal vez cuando vuelva…

—Dudo que disponga de tanto tiempo, incluso para algo tan grato como es hablar con usted, señorita Lorillard. Sin embargo, es posible que volvamos a vernos.

En aquel momento el camarero anunció en voz no muy alta:

—Daisy: Roscoe y los demás están saliendo del despacho. Ya sabes que no le gusta…

Daisy volvióse hacia don César y, tendiéndole la mano, dijo:

—Hasta cuando usted quiera venir a verme, señor Echagüe.

—Adiós, señorita Daisy —replicó don César, dirigiéndose hacia la puerta y saliendo por ella antes de que Turner y sus amigos llegaran al bar.