Agustín Robles recibió fríamente a Nathaniel Moorsom. Su frialdad se trocó en hostilidad tan pronto como Nat expuso el verdadero motivo de su visita.
—¿Quién le ha dicho que yo desee vender mi casa? —preguntó.
—Nadie, don Agustín —se apresuró a responder Nat—. Pero se me ha encargado que le ofrezca una importante suma por si la oferta le pudiese inducir a venderla. Doscientos mil dólares es mucho dinero y creo que paga casi el valor material y moral de este inmueble.
—El valor moral de este inmueble, como usted dice, no tiene límites materiales, señor Moorsom —dijo Robles.
—Desde luego; pero se encuentra en una calle que ya no es la más indicada para un caballero como usted. Hubo un tiempo en que fue aristocrática; hoy es sólo comercial. Debiera usted vender la casa antes de que la tenga rodeada de comercios, de establecimientos de bebidas o restaurantes.
—¿Quién quiere comprarla?
—Mi cliente no me ha permitido divulgar su nombre.
—¿Para qué la quiere? ¿Para instalar en ella algún comercio?
—Seguramente.
—Señor Moorsom, mientras no sepa exactamente para qué quieren el edificio no lo venderé. Y puede que cuando lo sepa tampoco lo venda. Sé para quién trabaja, y si ese Turner ha pensado convertir esto en un garito, anda muy equivocado.
Nathaniel Moorsom empezó a perder la paciencia.
—Señor Robles —dijo, tirando por la borda toda discreción—. Se sabe en la ciudad que está usted arruinado, que debe mucho dinero y que sólo vendiendo su casa podrá salir de apuros. Siendo así, ¿qué importancia tiene que sea comprada para un fin u otro?
Don Agustín Robles se puso en pie y con furioso ademán señaló la puerta del salón.
—¡Márchese en seguida! —ordenó—. Márchese antes de que me olvide de que se encuentra usted en mi domicilio. Y dígale a su amo que nunca, absolutamente nunca, podrá llamarse dueño de esto. El hogar de los Robles no se convertirá jamás en un antro de ladrones.
Nat se puso también en pie. Había llevado muy mal aquella gestión y no estaba muy seguro de no haber provocado voluntariamente el fracaso. Saludando con un movimiento de cabeza al anciano, salió del salón.
Cuando desembocaba en el vestíbulo se abría la puerta de la calle y Teresa Robles apareció ante él. La sorpresa de los dos fue idéntica.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Teresa.
—¿Y usted?
—Yo… —Teresa sólo vaciló un momento antes de responder—. Ésta es mi casa.
—¿Su casa? —parpadeó Moorsom—. ¿Es usted la hija del señor Robles?
—Sí.
—Pero… ¿no me dijo que…? Me hizo creer que había venido acompañada del señor Echagüe y que sólo estaba de paso en San Francisco. Pensé que se hospedaba usted en el hotel…
—¡Teresa!
La voz de don Agustín sonó, furiosa, detrás de Nat. Antes de que éste se volviera, el padre de la joven siguió:
—Ve a tus habitaciones. Y en cuanto a usted, señor Moorsom, ya ha tenido tiempo más que sobrado para salir de esta casa.
Cuando Teresa, obedeciendo la orden de su padre, pasó junto a Nat, lo hizo con la cabeza baja; pero dirigiendo una veloz mirada de reojo al abogado, quien en aquella mirada leyó todo cuanto no le podía decir de palabra Teresa Robles.