Capítulo I:
Los amos de la ciudad

Roscoe Turner encendió lentamente el grueso habano que sostenía entre los labios. Lo hizo girar, como sometiéndolo a la caricia de la llama de la cerilla, y, al fin, lanzó una larga y densa bocanada de humo azul contra la lámpara de petróleo que pendía sobre la mesa, hacia la cual proyectaba su luz.

Los buenos cigarros eran la máxima debilidad que se le conocía a Turner. Éste los recibía en grandes cantidades un par de veces al año. Eran elaborados especialmente para él en la isla de Cuba y en la faja de cada uno de ellos figuraba su retrato. Muchísimos años después, ya cerca de mediado el siglo XX, los cigarros Turner serían los predilectos de varios lores ingleses y de numerosos aristócratas europeos cuyos antepasados no hubiesen admitido en su casa la presencia de Roscoe Turner. Porque en 1945, un «Turner» es un buen cigarro habano, en tanto que en 1870, Roscoe Turner era una de las más siniestras figuras del siniestro San Francisco de aquellos tiempos. Cuando Roscoe abandonó este mundo, el fabricante de sus cigarros tuvo que buscar otra clientela en Europa y en Nueva York, Chicago y Boston. Tenia muchos miles de fajas impresas y siguió utilizándolas con buen éxito. La marca se afianzó en el mercado y los herederos del fabricante de tabacos no vieron motivo para dejar de producirla. Por eso, hoy, un «Turner» es lo mejor de lo mejor. Quien no lo haya probado, no sabe lo que es un buen cigarro, y si el hombre cuya fotografía sigue figurando en sus fajas no pudo jamás soñar en ser recibido en ninguna mansión honorable, en cambio, su imagen ha entrado en palacios reales y casas nobles, en embajadas y en buenos hoteles. A veces alguien ha preguntado quién era el hombre que aparece en las sortijas de esos puros. La respuesta ha sido siempre la misma: «Debe de ser el abuelo del fabricante». Pocos han imaginado la verdadera identidad de Roscoe Turner, cuya presencia en efigie en el mejor de los cigarros habanos es un misterio que sólo se puede resolver examinando los apolillados y polvorientos archivos de las oficinas de los «Hijos y nietos de Delmiro Rodríguez», de La Habana.

Roscoe Turner era de estatura mediana, rostro asiático, muy forzudo, de manos anchas y dedos cortos y espatulados.

Su boca era grande; los labios, carnosos y sensuales. Sus rasgados y negros ojos solían sonreír; no obstante, no era la suya una sonrisa siempre agradable; a veces era melosa y hasta suave; mas generalmente era la de una hiena. Su abundante cabellera estaba peinada hacia atrás como en un esfuerzo por despejar la reducida frente. Turner vestía siempre levita negra, corbata de ancho lazo y se cubría con un rico sombrero de copa. Era muy pulcro, tanto en el vestir como en su persona. Daisy Lorillard, la última mujer que se conocía en su vida, le decía a veces: «Si no fueses tan pulido en tu persona parecerías un cargador del muelle». En efecto, Roscoe Turner se parecía como una gota de agua a otra a los trabajadores búlgaros, rumanos o servios que en el muelle de la calle Vallejo se dedicaban a las más penosas tareas de carga y descarga de los veleros que llegaban a San Francisco después de rodear el cabo de Hornos.

La sensualidad de Roscoe Turner se acusaba, especialmente, en los placeres materiales del comer, beber y fumar; sobre todo en este último. Sus labios parecían besar con besos profundos y apasionados la húmeda y achocolatada extremidad del cigarro que tenía entre ellos. Nunca lo mordía, jamás lo apretaba con sus recios dedos, que eran capaces de desarrollar la misma fuerza de una tenaza. A menudo explicaba:

—A los cigarros hay que tratarlos como a las mujeres. Hay que saber tirarlos antes de que nos hastíen. Por eso yo sólo fumo la mitad de cada cigarro. No agoto sus posibilidades. ¿De qué me serviría apurarlo hasta reducirlo a una maloliente colilla llena de amarga nicotina? Si lo hiciese tendría que fumar su última mitad pensando en lo buena que era la primera. Por eso lo dejo cuando aún siento deseos de darle diez chupadas más; así conservo de él un grato recuerdo. —Y mirando a Daisy, Roscoe agregaba—: Lo mismo haré contigo, chiquilla; pero no temas: si algún día decido dejarte, aún habrá en ti posibilidades de agradar a otro hombre. No me gusta tirar colillas que nadie pueda aprovechar, ni abandonar mujeres que no sirven para nada, ni tirar huesos tan roídos que sólo sean buenos para perros muy hambrientos. Soy un gran señor, Daisy, no lo olvides nunca.

En aquellos momentos Roscoe Turner estaba en su amplio despacho rodeado de sus amigos y colaboradores. Durante más de un minuto estuvo contemplando los movimientos del humo en torno de la lámpara. Luego bajó la vista hacia el cigarro que acababa de encender. Como dirigiéndose a él, empezó:

—Cuando un marinero ha perdido en el juego sus quinientos dólares, está arruinado y tiene que volver a su buque o dirigirse en busca de oro a las montañas, donde cada vez hay menos. En cambio, cuando un gran señor ha perdido diez mil dólares, puede decirse que es cuando empieza a jugar. Ya sabemos lo que dejan en nuestras manos los marineros y los peces pequeños; en cambio… —Roscoe Turner se interrumpió para dar una nueva y larga chupada a su puro, después de lo cual prosiguió—: Son los peces gordos los que más nos interesan. Hace tres años yo tenía un garito cerca de los muelles. Cartas marcadas, ruleta desnivelada, dados emplomados. Sólo así conseguí ganar el dinero necesario para trasladarme a la parte mejor de la ciudad. Cualquiera puede montar un tabuco indecente donde desplumar a los pajaritos que caen por allí; pero en esos tabucos nunca entra un águila ni una cigüeña. Son los pájaros grandes los que dan más pluma. Y a eso vinimos aquí. En un año hemos ganado diez veces más que en los muelles; pero aún ganaríamos mucho más si… en lugar de ser varios a repartirnos la clientela, fuésemos nosotros solos.

—Al público no le gustaría verse obligado a acudir a una sola casa de juego elegante —observó el más joven de los reunidos.

—¿Por qué no le gustaría, Nat? —preguntó Turner volviéndose hacia Nathaniel Moorsom.

Éste era un hombre de unos veintiocho años, muy alto, bien proporcionado, es decir, que parecía delgado sin serlo, ya que su magnífica osamenta estaba cubierta de la superficie de carne en total ausencia de grasas. Su firme mandíbula, sus labios que no eran carnosos ni finos, su despejada frente, su correcta nariz y su castaña cabellera ligeramente rizada, denunciaban una firmeza de carácter que los hechos habían confirmado. En los primeros tiempos de su adolescencia sufragó sus estudios mediante los más duros trabajos. Tres años atrás, el dinero de Turner le había prometido terminar con más facilidad y gran brillantez sus estudios de abogado. Su fidelidad a Roscoe era proverbial y la ayuda que con sus consejos le prestaba resultaba utilísima para quien, como Turner, caminaba muchas veces bordeando peligrosamente los límites de la ley.

Nathaniel Moorsom también fumaba cigarros. En aquellos tiempos no se concebía un hombre de leyes sin su correspondiente puro entre los dientes y Turner le tenía bien surtido de su propia marca. Sólo quienes pertenecían más o menos en cuerpo y alma a Turner podían fumar un «Turner». Contemplando a su jefe a través de la tenue neblina de humo, Nat contestó:

—Al público no le gusta que le obliguen a hacer una cosa, aunque se trate de algo que le guste. En cuanto se siente dominado procura rebelarse. Ahora viene voluntariamente a jugar aquí; pero en cuanto ésta sea la única casa de juego elegante de San Francisco, porque todas las demás hayan tenido que ser cerradas, se sublevará y, ya que no pueda ir a otro establecimiento lujoso, buscará los tabucos de que antes has hablado.

—Eso es algo que está por ver —replicó Turner, a quien no le gustaba ver discutidas sus ideas, y que sólo a Moorsom podía tolerar semejante atrevimiento.

Alcanzando un jarrón chino que estaba sobre un estante próximo, Nathaniel preguntó, dirigiéndose a Turner:

—¿Crees que este jarrón, que, si no me equivoco, te ha costado cien dólares, se rompería si lo dejásemos caer al suelo?

—Claro que se rompería —replicó Turner.

—Yo creo que no —dijo Nat—. Y para decidir quién de los dos tiene razón, lo mejor es dejarlo caer.

—¡No seas loco! —gritó Turner.

Pero ya era demasiado tarde. Nat Moorsom había dejado caer al suelo el magnífico ejemplar de la cerámica china, que, como predijera Roscoe Turner, se hizo mil añicos.

—¿Qué pretendes con esta estupidez? —rugió Turner, entornando, amenazador, los ojos.

—Lo lamento —contestó Moorsom—. Yo estaba seguro de que no se rompería. Sin embargo, al romperse, el jarrón ha demostrado que tú decías la verdad. Es una lástima que ahora ya no se pueda recomponer…

Daisy Lorillard elevó su melodiosa voz para comentar:

—Creo que entiendo lo que Nat ha querido demostrar, Roscoe. Si lo que él dice acerca de tu monopolio de las casas de juego resulta cierto, será ya demasiado tarde para recomponer lo que has destrozado.

—¿Otra vez te pones de su parte? —gruñó Turner, volviéndose hacia su amante.

—Tú eres el único que se beneficiará, si abres los ojos a tiempo —replicó Daisy.

—Es verdad, Turner —siguió Nat—. Querer obligar a todos los demás propietarios de casas de juego a que cierren y te dejen el campo libre podrá ser ventajoso para tu orgullo, pero muy perjudicial para tu bolsillo. Eres lo bastante fuerte para imponer las condiciones que te convengan. Si mi vecino tuviese una gallina que pusiera huevos de oro, yo no cometería la locura de matarla; por el contrario, sólo obligaría a mi vecino a que me diese dos de los siete huevos semanales. Le dejaría cinco para él y estaría seguro de que se sentiría muy feliz.

Roscoe Turner sonrió amplia y astutamente. Acababa de comprender lo que su abogado le sugería, dejándole la oportunidad de que fuera él quien expusiese la idea completa y conservara así el prestigio ante su gente.

—No está mal la idea —dijo—; pero, antes de darles oportunidad de seguir viviendo, les hemos de demostrar que su vida está en nuestras manos. De lo contrario, nunca se avendrán a trabajar para nosotros.

—Eso es verdad —añadió Moorsom.

—Si empezamos por convencer a los más fuertes, los otros cederán en seguida. Comenzaremos por Eliab Harvey.

Parkis Prynn, que estaba sentado un poco a la izquierda de Turner, preguntó:

—¿No es un bocado demasiado grande para ser el primero?

—Devorando a un león convenceremos en seguida a los lobos de que somos más fuertes que ellos —replicó Turner, cada vez más convencido de que la idea de aquel plan de acción era suya—. En cambio, devorando a nueve lobos no conseguiremos convencer a un león de que también a él podemos comerlo. Eliab Harvey es el león. Robert Swaine es el tigre; pero los otros nueve no son más que cobardes que se rendirán en cuanto se den cuenta de que hemos podido vencer a los más fuertes. Empezaremos por Harvey. Y si tú no te atreves a encararte con él, Parkis, encontraré a otros que se verán con ánimos suficientes.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Parkis Prynn.

Roscoe Turner sonrió. Aquéllas eran las respuestas que más le gustaban.

—Irás a ver a Eliab Harvey y le ofrecerás nuestra protección. Es la protección de los amos de la ciudad de San Francisco. Si es prudente no la desperdiciará. Si es imprudente… Tú ya sabes lo que se debe hacer con los hombres demasiado imprudentes…

Nathaniel Moorsom se puso en pie, interrumpiendo con su acción lo que decía Turner. Éste le miró, disgustado, temiendo que el joven fuese a oponer algo más a sus órdenes; pero la idea de Moorsom era muy otra y con indiferente voz declaró:

—Creo que por ahora ya no me necesitarás. Saldré a dar un paseo.

Roscoe Turner comprendió en seguida. No deseaba conocer sus planes, tal vez porque en el fondo los desaprobaba; pero le debía fidelidad y no quería expresar una opinión distinta a la suya. Además, él era quien había señalado el camino, aunque no la forma de llegar a la meta. Estos detalles complementarios correspondían por entero al jefe supremo y, por lo que pudiera ser, prefería no conocerlos a fin, si era preciso, de poder presentarse ante el Tribunal en defensa de su jefe y protector o de aquellos que por Turner hubieran sido designados para «convencer» a Eliab Harvey.

—No, por ahora ya no te necesitamos —dijo—. Puedes ir a tus quehaceres.

—A mí tampoco me necesitarás —dijo entonces Daisy Lorillard, levantándose—. Los asuntos que vais a tratar sólo interesan a los hombres.

—Desde hiego —asintió Roscoe—; pero no te marches muy lejos.

Cuando Daisy y Moorsom salieron del amplio despacho de Turner, Parkis Prynn los siguió con la mirada. Aquella mujer podía ser el premio que aguardase al que venciera a Roscoe Turner. Daisy y el gran poder de Turner, pero este poder se afirmaba en unas pocas columnas, de las cuales él era la más firme. Coma en las luchas antiguas, el nuevo monarca se quedaría con todo lo que había sido del rey derrotado: sus tesoros, sus tierras y sus mujeres.

Al cerrarse la puerta del despacho detrás de los que se iban, Parkis volvió la cabeza y notó fija en sus ojos la maligna mirada de Roscoe Turner, que sonreía sólo con los labios por encima del humo de su cigarro. Parkis sintió un escalofrío. ¿Habría comprendido Turner sus pensamientos?

Si así era, Turner lo disimuló muy bien, pues en cuanto se apagaron los pasos de Daisy y Moorsom empezó:

—Eliab Harvey no querrá, de momento, hacer caso de lo que tú vas a proponerle, Parkis; pero, de todas formas, eso es lo que más me interesa. El ataque ha de partir de él y así acallaremos a quienes pretenden levantar la voz en su favor. Irás a verle esta tarde y…