El coche que conducía a Teodomiro Mateos y a los Wade penetró en Los Ángeles y tomó la dirección de la Jefatura Superior de Policía. En el momento en que desembocaba el coche en la calle donde se encontraba el edificio, un jinete avanzó hacia ellos al galope y pasó como una exhalación, perdiéndose en seguida de vista por una calleja transversal.
—¡El Coyote! —gritó Mateos, empuñando un revólver, pero comprendiendo en seguida que era demasiado tarde para poder disparar contra el enmascarado, a quien sólo vieron un momento.
—Es inútil —dijo Edwin Wade, que también había desenfundado una pistola—. Se nos escapó y temo que…
—¿Qué teme? —preguntó nerviosamente Mateos.
—Que se nos haya anticipado —replicó el otro—. ¡De prisa, cochero!
Unos cincuenta metros antes de alcanzar la Jefatura, Mateos comprendió que ya todo se había perdido. Debajo de un farol se veía tendido el cuerpo de un hombre.
—¡Pare! —ordenó al conductor, y saltando al suelo, seguido por los dos hermanos, arrodillóse junto al caído.
El hombre estaba de bruces contra el suelo, y al volverle boca arriba, Mateos lanzó un juramento, comentando luego:
—Rand Ríos no dirá ya nada.
—¿Está muerto? —preguntó Edwin.
—Sí —respondió Mateos—. Una cuchillada le ha destrozado el corazón. Llegamos tarde.
La luz del farol reflejóse en aquel momento en un papel prendido en las ropas del muerto. Mateos lo arrancó y leyó en voz baja lo que estaba escrito en él. Después lo guardó, diciendo:
—Es un mensaje del Coyote… Un aviso. Todo esto es muy raro. Increíble.
—¿También sospecha usted de él? —preguntó Edwin.
—¿De quién? —preguntó bruscamente Mateos—. ¿Sabe algo?
—¿Yo? No, no sé nada; pero… si usted no sospecha, yo prefiero no hablar.
—¿Qué está insinuando? —preguntó el jefe de Policía, poniéndose en pie—. Conteste en seguida.
—De ninguna manera —replicó Edwin—. Mis sospechas no son más que sospechas sin ningún fundamento. Si usted, que es mucho más inteligente que yo, no sospecha nada, prefiero callarme mis ideas. Seguramente están equivocadas.
—Dígame qué sospecha. ¿Sabe quién ha matado a este hombre?
—Claro. El Coyote.
—Yo no estoy tan seguro de eso —replicó Mateos—. Es la primera vez que El Coyote asesina de una puñalada en la espalda.
—Tal vez nunca se había visto tan acorralado —replicó Mathias—. Tuvo que obrar con el tiempo muy justo, y hallándose tan cerca de jefatura, no podía utilizar el revólver. Hubiera atraído a todos los agentes.
Un viejo medio ciego, mudo y sordo que se ganaba la vida mendigando por las calles de Los Ángeles habíase acercado allí y acababa de sentarse en el umbral de una puerta. Estaban todos tan acostumbrados a verle por las calles, que ni Mateos, ni los Wade se fijaron en él.
—Cochero, vaya hasta Jefatura y avíseles que han matado aquí a un nombre —ordenó Mateos, volviéndose hacia el cochero.
Éste cumplió la orden y, mientras se alejaba, Edwin siguió:
—Es indudable que tuvo que obrar muy de prisa, y eso confirma las sospechas que todos tenemos. Aunque parezca increíble, El Coyote es don César de Echagüe.
—No digas tonterías —interrumpió Mateos—. Eso ya se lo creyeron en Monterrey[1] y al fin hicieron el ridículo más grande y tuvieron que pedir perdón a don César y alegrarse de que él no les perjudicara más. Varias veces se ha visto El Coyote en sitios muy alejados de donde en aquel mismo instante se hallaba don César. Incluso yo los he visto juntos.
Edwin se encogió de hombros.
—No le niego nada de cuanto dice; pero podría existir un doble. Lo cierto es que sólo cinco personas conocían lo que iba a hacer Rand Ríos. Una de esas personas es usted, otras dos somos nosotros, la cuarta es la señorita Villavicencio y la quinta es don César.
—Pero don César se quedó en su casa —opuso Mateos.
—Eso no lo sabemos, pues salimos de allí y le dejamos en su casa. Con uno de sus buenos caballos no le habría costado nada adelantarnos.
—¿Y llegar a tiempo de matar al hombre que iba a denunciarle? —preguntó Mateos.
—Eso es lo lógico.
—Tal vez tengan razón; pero… En fin, prefiero no discutir de eso y les agradeceré que ustedes no digan nada. Ante todo, registraré los bolsillos de Ríos. Tal vez encontremos en ellos algo que nos pueda dar alguna pista.
Pero el registro de Ríos por Mateos no descubrió nada anormal. Una petaca llena de tabaco negro, papel de maíz, una navaja, un peso mejicano y varios centavos norteamericanos, un pañuelo, una llave, un trozo de cordel y una pistola de dos cañones cargada.
—No hay nada interesante —dijo Mateos, mientras ordenaba aquellos hallazgos junto al cadáver—. La pistola es española, pero de un tipo muy corriente aquí. Y la navaja también… Lo demás podría encontrarse en los bolsillos de cualquier peón.
Súbitamente, Mateos se inclinó sobre el cadáver y tiró de un cordón que rodeaba el cuello de Ríos.
—¡Un escapulario! —exclamó.
En seguida comenzó a palpar los dos escapularios que pendían del cordón. Dentro de una de las bolsitas de tela se oyó crujir unos papeles, y Mateos, utilizando la navaja de Ríos, descosió el escapulario y extrajo de él un papelito. Lo desdobló cuidadosamente y a la luz del farol leyó:
«Si me ocurriese algo, quiero que todos sepan quién es El Coyote. Es don César de Echagüe. Él sabe que yo le conozco y tengo miedo de que haga algo contra mí».
—¿Qué dice? —preguntó Edwin.
—Nada. Lo mismo que ustedes sospechaban.
—¿Que le asesinó don César? —preguntó Mathias.
—No digas tonterías —interrumpió Edwin—. ¿Cómo iba a decir ese pobre que le asesinaron, si la muerte tuvo que ser fulminante?
—Pero si el señor Mateos ha dicho…
—¡Cállense! —gritó Mateos—. Ya han hablado demasiado.
En aquel momento llegaron varios agentes de la fuerza pública de Los Ángeles y entre todos condujeron el cadáver a Jefatura, hacia donde se dirigieron también Mateos y los Wade.
La calle quedó desierta y al cabo de un momento salió del portal en que se había ocultado el pordiosero que había escuchado toda la conversación sostenida entre Mateos y los Wade. Con una rapidez que nadie le conocía, el sordomudo alejóse de allí y al cabo de unos minutos llegó a la posada del Rey don Carlos, llamando a la ventanilla iluminada.
Asomóse a ella un rostro apenas visible y desapareció en seguida. El sordomudo se alejó de nuevo y fue a sentarse en la parte trasera de la posada. Allí permaneció casi durante doce minutos, hasta que una figura avanzó hacia él.
—¿Qué ocurre, Celestino? —preguntó el recién llegado, al mismo tiempo que un rayo de luz daba en su rostro, defendido por un antifaz.
—Señor Coyote —replicó el sordomudo—. Han descubierto el cadáver de Ríos. Sospechan que usted lo ha matado y creen saber quién es El Coyote.
—¿De quién sospechan? —preguntó el enmascarado.
—Del señor Echagüe. Ríos llevaba en un escapulario una nota diciendo que usted era don César. Además… —Celestino contó apresuradamente lo que había oído, mientras El Coyote le escuchaba con gran atención.
—¿Quién mató a Ríos? —preguntó al fin.
—No lo sé. Llegué demasiado tarde; pero iba vestido como usted.
—Bien, quieren echarme tierra encima y echársela también a don César. Tendremos que hacer algo por él y por nosotros. Toma esta nota. Llévala a casa de los Wade y clávala en la puerta. Ya sabes a lo que te expones si te ven.
El Coyote sacó un papel y con lápiz escribió unas palabras. Luego lo dobló y lo entregó al mendigo, junto con una pequeña daga y una moneda de a veinte dólares, que Celestino guardó rápidamente en un bolsillo. Después de dirigir un profundo saludo a su jefe, alejóse con la misma rapidez con que había llegado.
Al quedar solo El Coyote dirigióse hacia donde estaba el caballo y, montándolo marchó hacia el rancho de San Antonio. A la hora de haber salido de allí en dirección a Los Ángeles estaba de regreso.
Don César de Echagüe descendió al jardín y reunióse con Dorotea de Villavicencio, declarando:
—Hace casi media hora que la andaba buscando, Dorotea. No creí que le gustaran tanto las rosas. ¿Quiere que volvamos al salón?
—¿Precisamente ahora, cuando más hermoso está el jardín? —preguntó Dorotea—. Me ha tenido muy abandonada César. Continuemos aquí un rato más.
—El relente es malo para las señoritas —recordó César.
—¿Y también lo es la luna?
—La luna es lo peor de todo —sonrió el dueño de la hacienda—. Introduce ideas extrañas en el cerebro.
—Lo tengo muy sólido —aseguró Dorotea—. No me dejo dominar por las fantasías.
—Las fantasías nos dominan aunque nosotros no queramos.
—César. ¿No me considera usted bonita?
César de Echagüe sonrió ante lo directo de la pregunta.
—No. La considero muy hermosa. Una de las mujeres más bellas de Los Ángeles. Y también una de las más peligrosas. La temo.
—¿Por qué?
—Porque es distinta de las otras. Usted no se detiene ante ningún obstáculo. Tampoco los sortea con femenina diplomacia. Los arrolla.
—¿Es eso un defecto? —preguntó Dorotea, mientras la luna se reflejaba en su blanquísima dentadura.
—Puede serlo… Dios otorgó a la mujer unas armas muy sutiles y le prohibió que utilizara las armas recias que reservaba a los hombres.
—Eso quiere decir que la mujer ha de callar sus sentimientos y aguardar a que el hombre hable y exprese sus deseos, ¿no?
—Ésa es la ley.
—¿Por qué las mujeres no hemos de poder expresar lo que sentimos?
—Porque siempre hemos sido los hombres los que hemos elegido.
—Hace tiempo que todo el mundo nos ve juntos. ¿Qué opinión tendrán de mí?
—La misma que tenían antes.
—Pueden pensar…
En este instante se oyó una voz llamando:
—¡Don César! ¡Don César!
—Creo que tendremos que volver adentro —dijo César de Echagüe, levantándose del banco y ofreciendo su brazo a Dorotea, que de nuevo frunció el ceño y dominó difícilmente su irritación, aceptando, al fin, el brazo y dejándose conducir hacia la galería.
—Don César —dijo uno de los criados, acudiendo hacia su jefe en cuanto lo vio—. Don Teodomiro desea verle. Acaba de regresar.
—Vayamos hacia él. Si prefiere usted quedarse aquí, Dorotea…
—Prefiero acompañarle —replicó la mujer.
Cuando les vio llegar, Teodomiro Mateos acudió hacia ellos. Estaba muy alterado y parecía no saber cómo empezar. Al fin, preguntó:
—¿Podría decirme, don César, cómo ha pasado el tiempo desde que los señores Wade y yo salimos de aquí?
—¿Quién hace esa pregunta? —inquirió César—. ¿Mi amigo don Teodomiro Mateos o el jefe superior de Policía?
—El jefe —replicó Mateos.
—Bien. Aunque puedo responder sin dificultades a lo que me pide, le agradeceré que me responda a otra pregunta antes. ¿Por qué quiere saberlo?
—Porque Rand Ríos ha sido asesinado —contestó Mateos.
—¿Y… sospecha que yo le maté?
—Le mató El Coyote —dijo el jefe.
—¿Antes de que pudiera descubrir quién era?
—No. Le mató antes de que pudiera hablar; pero El Coyote no sabía que Rand Ríos llevaba encima, escrito, el nombre verdadero del Coyote.
—¿Y qué tengo yo que ver en todo eso, Mateos?
—Tiene usted que ver mucho, porque el nombre escrito por Rand era el de usted.
—¿Otra vez? —sonrió César—. Eso ya ocurrió en Monterrey.
—La acusación y las pruebas son ahora mucho más graves, don César.
—¿Qué pruebas?
—Demuéstreme que no se ha movido usted de aquí y todas las pruebas se vendrán a tierra. ¿Dónde estuvo usted durante el tiempo transcurrido desde mi marcha hasta ahora?
—Pues… —César vaciló un momento—. Estuve en mi despacho dando unas órdenes a mi mayordomo. Ya le conoce, ¿verdad?
—Le conozco tanto que no aceptaré como prueba esa que usted me ofrece. La declaración de un hombre que le es fiel en cuerpo y alma y que se dejaría matar por usted, no tiene ningún valor.
—¿Y qué puedo hacer yo si no estoy en condiciones de ofrecerle otra prueba?
—Pues sospecho que se verá obligado a acompañarme a Los Ángeles y a quedar detenido hasta que se aclare todo esto. Le aseguro que nadie desea tanto como yo que desaparezcan las sospechas que recaen sobre usted.
—¿Qué sospechas son ésas? —preguntó César.
—Usted oyó cómo los señores Wade explicaban que Rand Ríos iba a denunciar al Coyote. Pudo montar a caballo, adelantarse a nosotros y matar a Ríos.
—Ya sabe que odio las armas de fuego. No me gusta disparar sobre ningún ser viviente.
—A Ríos le apuñalaron por la espalda.
—¡Oh! De eso aún soy más incapaz.
—Déme una prueba de su inocencia y le juro que me dará una gran alegría.
—Sólo puedo decirle que estuve en mi despacho dando órdenes. Si quiere que le explique cuáles fueron esas órdenes…
—Lo siento, don César; pero esas pruebas no valen nada en oposición de las que ya tenemos contra usted. Tendrá que acompañarme…
—Es inútil, César —dijo en aquel momento Dorotea—. No te esfuerces en salvar mi honor.
—¡Eh! —exclamó César de Echagüe, volviéndose hacia Dorotea de Villavicencio—. ¿Qué dices…?
—Que prefiero tu vida a mi honor, César —replicó la mujer, con rubor que parecía legítimo. Y volviéndose hacia Mateos, siguió, antes de que César pudiera impedírselo—: César y yo, señor jefe de Policía, estuvimos juntos durante una hora.
—¿En el jardín? —preguntó suspicazmente Mateos.
—No —respondió Dorotea—. En la habitación de César.
—¡Oh! —exclamó el jefe de Policía, mientras César miraba, entre divertido y furioso, a la mujer—. Pero… ¿qué hicieron durante una hora allí?
—¡Por Dios, señor Mateos, no me obligue a decirle lo que hicimos! —pidió Dorotea—. Ya puede imaginarlo.
Teodomiro Mateos se pasó una mano por la frente y miró, incrédulo, a César y a la mujer. Al fin, preguntó a ésta:
—¿Se encuentra dispuesta a declarar eso mismo ante los jueces que mañana han de iniciar la investigación sobre el asesinato?
—¿Será preciso hacerlo? —preguntó Dorotea, bajando los ojos.
—Es inevitable.
—Pues lo declararé —afirmó rotundamente Dorotea.
—¿Y usted qué dirá, don César? —preguntó Mateos.
—Diré que la señorita quiere protegerme… Le acaba de contar una mentira. Estuve con…
—No te creerán, César. La verdad se impondrá y todos comprenderán que quieres salvarme.
—Bien, pues mañana se aclarará todo —suspiró César—. ¿Debo acompañarle a Los Ángeles?
—No… creo que no; pero mañana acuda allí. La verdad es que no esperaba esto.
—Ni yo tampoco —suspiró César.
Cuando Mateos se alejaba ya hacia la puerta, Dorotea comentó:
—Creo que te he salvado de una y buena.
César se volvió hacia ella y replicó:
—Me has clavado una puñalada a traición, Dorotea. Ahora tendré que esforzarme por salvar tu buen nombre.
—Sólo existe un medio, César.
—Debe de existir otro, amor mío —replicó César—. Me importa más tu buen nombre que mi vida. No lo olvides.
—¿Te casarás conmigo? —sonrió Dorotea.
—Si no te amara tanto, sí me casaría contigo; pero no quiero hacerte desgraciada. Esta misma noche partiré en busca del Coyote y lo entregaré a las autoridades para que me exima de toda culpa.
—¿Y si no lo consigues?
—¿Por qué no he de poderlo conseguir?
—Porque El Coyote es muy peligroso y tú no tienes nada de peligroso.
—Sospecho que estás más enamorada del Coyote que de mi fortuna.
—Y sospechas con razón; pero a falta de uno disfrutaré de otra. A menos que insistas en morir ahorcado en su lugar. Adiós, César. Mañana todo Los Ángeles sabrá lo terriblemente conquistador que eres.
—¿Por qué no procuras encontrar al Coyote y le cuentas lo mucho que le admiras?
—Porque no sé dónde encontrarle.
—Le tienes delante.
—¡Bah! Si tú fueses El Coyote no te habrías dejado cazar tan tontamente. Eres un corderillo con quien juega a su placer El Coyote, y si no fuese porque has encontrado una pastora que te defienda, ahora estarías ya en la cárcel. Debieras sentir hacia mí un enorme agradecimiento.
—Pues no lo siento, Dorotea, y te prevengo que aún no estamos casados.
—¿Serás capaz de dejar que eche por tierra mi buen nombre?… Pero no. Te conozco. Sé que eres un caballero y que no permitirás…
—Dorotea: no tienes ni la más remota idea de las cosas que yo soy capaz de permitir. Adiós.
Saludándola con una inclinación de cabeza, César de Echagüe abandonó el salón y subió a su cuarto. Guadalupe le aguardaba en él.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, en cuanto César hubo cerrado la puerta—. ¿A qué ha venido el señor Mateos?
—A prenderme, Lupe. Rand Ríos iba a denunciar al Coyote, pero alguien le asesino antes de que llegara a su destino. Sin embargo, llevaba encima un papel en el que decía que el verdadero Coyote soy yo. Mateos vino a prenderme, pero la señorita Villavicencio declaró delante de él que durante el tiempo en que se cometió el crimen ella y yo estábamos aquí solos y queriéndonos.
—¡Eh! Pero… ¿Cómo ha podido decir eso? Si…
—Es mentira, ya lo sé; pero es lo que legalmente se llama una coartada que se me ofrece y a cambio de la cual se supone que yo me habré de casar con ella.
—Y… ¿se casará? —preguntó, anhelante, Guadalupe.
—No, a don César de Echagüe no le queda ninguna carta por jugar; pero, en cambio, El Coyote tiene varias que ha empezado a jugarse.
—¿Y por qué ha dicho esa mujer que usted y ella?…
—Porque está enamorada de mi fortuna. Me lo ha confesado claramente. Su corazón está entregado al Coyote y su cerebro a don César. Muy cómico, ¿no?
—No, no es cómico. Es canallesco…
—Pero tenemos que estarle agradecidos, Lupe. Gracias a ella esta noche estoy libre y mañana podré salvarme… salvar al Coyote.
—Pero usted tendrá que cumplir como un caballero y casarse con ella —dijo Lupe, sintiendo una infinita angustia.
—Antes que hacer eso preferiría escapar a Arizona o Tejas y terminar mis días en plena soledad.
—Mientras yo viva no estará solo.
—Gracias, Lupe. No merezco tu devoción. ¿Cómo está el pequeño César?
—Le acosté. Me tiene preocupada. Ayer le encontré jugando a que era El Coyote. No sé de dónde ha sacado un revólver y quiere aprender a dispararlo…
—Se lo di yo —explicó César—. Le propuse enseñarle, pero opina que yo no sirvo para esas cosas. También él siente veneración por El Coyote.
—Todo California la siente.
—Eso ya no es tan cierto, pues si fuera así, ahora no me vería tan apurado. Cuida de que la luz no se apague en mi cuarto. Si Mateos ha dejado algún espía, ése le dirá que no he salido del rancho y que no he podido dormir tranquilamente.
—¿Va usted a salir?
—Sí. Tengo muchas cosas que hacer esta noche.
—¿Podrá probar que usted es inocente?
—Eso será fácil; pero me conviene probar también que no soy El Coyote.
—¡Cómo quisiera poder ayudarle!
—Ya me ayudas, Lupita. Mucho más de lo que te imaginas.
Mientras hablaba, don César había abierto un armario secreto empotrado en la pared y de su interior sacaba las características prendas del Coyote.
A las nueve y media de la noche abandonaba el rancho por el camino secreto y galopaba hacia Los Ángeles.
Dos espías dejados por Teodomiro Mateos en las tierras del rancho de San Antonio permanecían con la mirada fija en la ventana del cuarto de don César. La luz brillaba tras los cristales y de cuando en cuando se veía una vaga sombra reflejada contra los mismos.