Las reuniones que César de Echagüe celebraba en su rancho servían para congregar a lo más selecto de la sociedad de Los Ángeles. Semanalmente acudían allí a repetir lo que tantas veces se habían dicho y que parecían no cansarse de contar y de escuchar.
Las damas californianas acudían al rancho de San Antonio con la ilusión de poder comadrear y también con la esperanza de probar las golosinas que don César siempre les tenía reservadas. Cada barco que tocaba en el puerto de San Pedro traía algo que don César podía comprar. Unas veces eran unos odiosos huevecillos de esturión, que todos encontraron horribles, hasta que don César comentó que se trataba del manjar predilecto de los zares rusos. Entonces todos encontraron sublime el caviar. En otra ocasión sirvió una pasta de hígado de pato, que si de momento tampoco fue acogida como se merecía, acabó por ser el plato predilecto de las damas, que, por alguna revista llegada de la corte de Napoleón III, averiguaron que en París el foiegrás era producto de obligada presencia en las mesas elegantes.
Y así, sirviéndoles unas veces productos de Francia, otras salmón ahumado alemán, a veces algunos de los muy variados y sabrosos manjares típicos españoles y hasta grandes platos de pastas italianas, don César seguía siendo el encanto de las damas.
Los caballeros le preferían por otros motivos más fuertes. El primero de esos motivos eran las casi setecientas botellas de distintos licores que podía ofrecerles. Desde el aguardiente ruso hasta el español, pasando por todas las destilerías europeas y americanas, así como por las bodegas donde envejecían los vinos de más nombre, todo el alcohol embotellado estaba presente en casa de don César. Whisky inglés, ginebra holandesa, licor de la isla de Curaçao, tequila, pulque, ron, anís, coñac español y francés, vinos secos, dulces, espumosos, quinados, tostados y, en fin, todo cuanto puede emborrachar al hombre. Y no sólo estaba allí, sino que cualquier invitado podía, si era capaz, beberse el contenido de aquellas seiscientas y tantas botellas, sin que nadie le opusiera ningún reparo. También tenían los caballeros a su disposición grandes cajas de cigarros de todas las procedencias. Podían fumar y beber, y si querían también podían comer embutidos, platos fríos, un pollo entero o dos. Los criados de don César servían cuanto les era pedido, sin que su excelente educación les permitiera asombrarse de nada de cuanto veían.
Pero aunque los caballeros tenían un excelente concepto de don César, eran las damas las que mayor admiración sentían por él. Y entre las damas destacábanse aquellas que tenían hijas casaderas.
—Don César, ¿conocía usted a mi niña Marcelina? Acaba de volver de un pensionado cubano. Se ha educado para llegar a ser una excelente ama de casa. ¡Si viese usted los bordados que hace!
Y cuando don César se veía abordado por la mamá de Marcelina Rosas, sonreía, afirmaba su seguridad de que, sabiendo bordar, la niña Marcelina podría, sin ninguna duda, llegar a ser una excelentísima ama de casa, y agregaba, con profunda decepción para la mamá y quizá también para la niña, que estaba seguro de que Marcelina no tardaría en encontrar en Los Ángeles algún joven de su edad que la llevara al altar.
Dorotea de Villavicencio era, aquella noche, la encargada de romper una lanza por conseguir el triunfo que a tantas se les había escapado.
Dorotea tenía veintisiete años. No era joven si se tiene en cuenta los cánones que regían la California del Sur para determinar la juventud de las muchachas. A los dieciséis años era muy corriente que una chiquilla estuviese casada y que a veces fuera ya madre de familia. La muchacha que llegaba a los veinte años ya casi podía llamarse solterona, y a los veintisiete años era casi imposible que una mujer se casara, como no fuese con un viejo de sesenta.
Dorotea había llegado a los veintisiete soltera. Los partidos que le fueron ofrecidos no le agradaron, como desde muy niña demostró poseer un carácter que no se doblegaba ante nada, sus padres no consiguieron que se dejase dominar por ellos. Una vez, y el caso había hecho mucho ruido en Los Ángeles, el señor Villavicencio se impuso. Dominó a su hija y la obligó a presentarse el día fijado para la boda en la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles. Allí estaba ya el novio, con sus cuarenta y ocho años, mirando a la novia de dieciocho como, según opinión de Dorotea, mira la araña a la mosca cuya sangre se va a beber.
Comenzó la ceremonia. El sacerdote explicó a los novios lo que debían hacer, lo que no debían hacer, y el respeto mutuo que se debían guardar. Al fin, llegó el momento de preguntarle a Dorotea si aceptaba por legítimo esposo a don Celestino Montes. Y entonces, ante el desmayo de su padre y el horror de don Celestino y el entusiasmo de los asistentes, Dorotea había contestado que no aceptaba a don Celestino, y que por ella la comedia había terminado ya.
Se deshizo la boda, se devolvieron los regalos y todos esperaron que la joven se marcharía de Los Ángeles. Como Dorotea no se mostró dispuesta a abandonar el campo de batalla, tuvo que ser don Celestino Montes quien escapara hacia San Francisco, huyendo del ridículo.
Dorotea asustó de tal manera a los posibles partidos, que ningún otro habitante de Los Ángeles se atrevió a pedirle su mano. Una mujer tan audaz no era la más indicada para formar una familia, y así pasaron nueve años sin que la señorita de Villavicencio tuviera la oportunidad de mandar al diablo a otro novio.
Su padre, cansado de vivir, se murió a su debido tiempo, y su madre, tras algunos intentos de conseguirle novio a su hija, intentos que fracasaron ruidosamente, abandonó la lucha y dejóse llevar de su hija, que no parecía tener prisa alguna por casarse.
No era el porvenir material lo que apuraba a Dorotea. Sus tierras habían aumentado desde que ella se había hecho cargo de las riendas del gobierno, descartando a su madre, doña Encarnación. Había terminado con las vaguedades y las cuentas poco claras y muy complicadas. Sus peones y capataces se dieron muy pronto cuenta de que la niña Dorotea era un hueso mucho más duro que el plácido señor de Villavicencio, que tomaba el dinero sin contarlo, porque ello era impropio de un caballero, que no quería saber de cuentas, porque no cuadraba a su prestigio, y que a cambio de conservar todo su prestigio se dejaba robar descaradamente.
La «niña Dorotea» no pasó por nada de eso. Ella quería cuentas claras, contaba el dinero tres o cuatro veces, y al terminar miraba inquisitorialmente al que se lo había entregado. El hombre, cuyos nervios estaban ya deshechos, sólo tenía fuerzas para preguntar si la cuenta no estaba bien.
—¡Claro que no está bien! —replicaba Dorotea—. ¡Y tú ya lo sabes!
Ya nunca más se atrevieron a entregarle cien cuando decían entregar ciento veinte, y además todos averiguaron en seguida que Dorotea de Villavicencio tenía un cerebro privilegiado para los números. Sumaba con una rapidez fabulosa y nunca se equivocaba. Así, en unos años, su madre se enteró, con verdadero asombro, que las tierras rendían cinco veces más que en vida de su llorado esposo.
¿Fue idea de doña Encarnación? ¿Fue sólo idea de Dorotea? Fuera de quien fuese la idea, la realidad fue que la señorita de Villavicencio comenzó a intimar grandemente con don César. Hablaba con él, paseaba con él, y las despechadas mamas comenzaron a decir que aquella gata se estaba haciendo la dueña del débil de don César.
Aquella tarde, César y Dorotea estaban paseando por la amplia galería cubierta del rancho.
—Pilarín Vanegas se casa dentro de poco —comentó Dorotea, mientras bebía un sorbo de fresco champán—. La pobre se estaba haciendo vieja.
—Sólo tiene diecisiete años —recordó César—. Eso no es ser vieja.
—Gracias por la parte que me corresponde —rió Dorotea—. Si hubiera usted considerado vieja a una chiquilla de diecisiete años, yo me habría sentido centenaria.
—Ya sabe que usted es la más joven de todas —rió César—. Y, desde luego, más joven que yo.
—¿No se ha detenido usted nunca, don César, a pensar por qué los hombres se casan con chiquillas tan jóvenes?
En aquel momento habíase acercado a la mesa donde se servían los refrigerios el jefe de Policía de la ciudad.
—Buenas tardes, don César —saludó—. Buenas tardes, señorita de Villavicencio.
—Buenas tardes, don Teodomiro —replicó la joven—. Está usted cada día más joven.
—Eso es mentir en lo que a mí se refiere; pero es una completa verdad con respecto a usted. Jamás he visto una mujer sobre quien pesen menos los días.
—Gracias por no haber dicho los años —rió Dorotea—. ¿Cómo anda el problema criminal de Los Ángeles?
—Tranquilo —replicó el jefe de Policía—. Ayer lincharon a un chino; pero eso no es anormalidad.
—¿Quiénes lo lincharon? —preguntó don César.
—No se lo puedo decir, mi querido don César —rió Teodomiro Mateos—. Es usted protegido del Coyote y no quiero que nuestro popular y misterioso bandido reemplace a la Justicia en el trabajo de castigar el delito.
—¿Es que la Justicia piensa molestarse en castigar a los linchadores? —preguntó César.
—Señorita de Vülavicencio —replicó el jefe de Policía, procurando desviar la conversación—. Antes me pareció oírle hacer una pregunta muy curiosa e interesante. Se refería usted al problema de por qué los hombres prefieren casarse con chiquillas en vez de hacerlo con mujeres, ¿no?
—Sí, eso le preguntaba a don César.
—¿Qué opina usted, don César? —preguntó Teodomiro.
—Mi opinión podría ser equivocada. Yo no me siento atraído por las colegialas.
—Muchas gracias —sonrió Dorotea—. Lo que ocurre —agregó—, claro que se trata sólo de una opinión particular, es que el hombre de nuestra raza desea ser el amo de la casa, el genio del hogar, la máxima inteligencia y la suprema voluntad. ¿No es así?
—Creo que sí —admitió el jefe de Policía.
—Lo es. Un hombre de treinta años que se case con una chiquilla de dieciséis o de diecisiete años tiene la seguridad de que la pequeña, asustada por la diferencia de edades, tendrá siempre un gran respeto a su marido, que muchas veces puede ser hasta su padre. El hombre que se casa con una mujer así tiene también la seguridad de que por lo menos durante nueve o diez años será el amo de la casa, ya que la esposa no se atreverá nunca a levantar la voz. En cambio, si un hombre de treinta años se casa con una mujer de veintiséis o veintisiete, sabe que no podrá ser nunca el dueño absoluto y que siempre tendrá que contar con la voluntad de su esposa. Por eso los hombres quieren poner una diferencia de edades que sirva de muro y defensa.
—Bien visto —aprobó don César—. Pero yo sé de algunos casos en que una niña de dieciséis años se ha impuesto a un hombre de cuarenta y ha hecho de él lo que le ha dado la gana.
—¿Quiere decir eso que usted prefiere a las mujeres ya mayores? —preguntó Dorotea.
—Por allí vienen dos invitados a quienes no he invitado —comentó César indicando con un movimiento de cabeza a Edwin y Mathias Wade, que acababan de entrar en el salón.
—Precisamente yo iba a expresar mi extrañeza de que recibiera en su casa a semejante usurero —dijo Mateos.
Dorotea de Villavicencio apretó los labios, disimulando difícilmente su disgusto por la interrupción ocurrida en un momento en que las cosas marchaban tan bien para ella. No estaba enamorada de César de Echagüe, porque veía en él a un hombre blando, sin audacia, carente de todos los atractivos que una mujer puede hallar en un hombre; pero en cambio tenía otro atractivo: era el más rico de los hacendados del Sur de California. Si ella conseguía meter las manos en la fortuna de César de Echagüe, estaba segura de convertirla en la más importante, no ya de Los Ángeles ni de California, sino de toda América.
—Por ahora no me he visto obligado aún a entablar relaciones con usureros —rió César—; pero tal vez los Wade se han equivocado de casa y creen estar en otra donde habrán sido debidamente invitados.
César de Echagüe iba a acudir al encuentro de los Wade, pero éstos se anticiparon a él y acudieron hacia donde estaba.
—Buenas tardes, don César —saludó Mathias Wade—. Le ruego nos perdone por venir tan tarde. Recibimos su invitación con el tiempo justo y vinimos inmediatamente.
—Pero nos entretuvimos un poco por el camino —intervino Edwin Wade—. ¿Ha visto usted a Rand Ríos, señor Mateos?
—¿Yo? No, no le he visto —contestó Teodomiro Mateos—. ¿Por qué me lo preguntan?
—Rand Ríos le buscaba —replicó Edwin—. Parecía muy nervioso… Mejor dicho, estaba muy nervioso. Iba a hacer algo muy grave.
—¿Saben qué iba a hacer? —preguntó Mateos.
Mathias Wade miró a su alrededor como si temiera ser escuchado y, bajando la voz, explicó:
—Iba a denunciar al Coyote.
—¡Eh!… —exclamó Mateos—. ¡No es posible!
—Lo es, señor Mateos —contestó Wade—. Rand está apurado de dinero y, como conoce la verdadera identidad del Coyote, piensa descubrirla.
—¿Y Rand Ríos les dijo lo que pensaba hacer? —preguntó Dorotea—. Yo creía que en caso de proyectar una traición semejante, Ríos se guardaría mucho de anticipar a nadie sus planes.
Mathias Wade sonrió astutamente.
—Es que Rand tiene unas deudas pendientes con nosotros. No es que le reclamáramos que las saldase; pero él, al vernos, nos dijo que pronto podría pagarnos, pues había tomado una importante decisión.
—Mi hermano temió que Ríos fuese a suicidarse por no poder pagar su deuda —intervino Edwin—. Le preguntó si la importante decisión era la de volarse la cabeza. Ríos, entonces, contestó que no pensaba matarse, sino denunciar al Coyote y cobrar los miles de dólares que ofrecían por su vida, o por su detención.
—Y ahora —siguió Mathias— debe de ir camino de la Jefatura para decirle a usted quién es El Coyote.
Teodomiro Mateos miró, pensativo, a los dos hermanos.
—Se sabe que Rand Ríos trabajó a las órdenes del Coyote —dijo—. Pero nunca quiso decirnos quién era su jefe. Afirmó que no lo sabía y nos convenció a todos. Es natural que El Coyote no confiara su identidad a cualquiera de sus cómplices.
—Pero Rand nos dijo que conocía perfectamente al Coyote —dijo Edwin—. Debe de estar ya cerca de Los Ángeles. De saber que estaba usted aquí, don Teodomiro, le habríamos dicho que no se molestase en ir a la ciudad…
Mateos estaba ya visiblemente nervioso. La idea de que pudiera recaer sobre él la gloria de capturar al Coyote le hacía olvidar todo los demás.
—Si quiere podemos llevarle a Los Ángeles en nuestro coche —dijo Edwin—. Es ya tarde y sólo hemos venido para saludar a don César, pues no quisimos que creyera que no habíamos recibido su invitación.
—Muy agradecido por su amabilidad al aceptar mi invitación —dijo irónicamente César de Echagüe—. Desde luego, no quiero entretenerles más. Pueden partir a la caza del Coyote, aunque yo, en su lugar, no me molestaría.
—¿Cree que Rand Ríos no sabe nada? —preguntó Mateos.
—Creo que sabe algo o que sabe mucho, pero lo que no creo es que logren apoderarse del Coyote. Hasta ahora ha demostrado que es mucho más listo que sus perseguidores y no me extrañaría que siguiera demostrándolo.
—Por lo que pueda ser, iré a Los Ángeles —dijo Mateos—. Acepto su invitación, señores. Buenas tardes, don César. Muy agradecido por su amabilidad.
Y Teodomiro Mateos y los hermanos Wade salieron del salón, seguidos por la pensativa mirada de César de Echagüe.
—¿Qué opina usted del Coyote, César? —preguntó Dorotea.
César le dirigió una sonrisa.
—Opino que es tan interesante como molesto. Y usted, ¿qué opina de él, Dorotea?
Los ojos de la mujer reflejaron un momento de nostalgia de su verdadero anhelo; después, borrando aquella imagen de sus sentimientos, replicó indiferentemente:
—Casi lo mismo que usted, César. Es interesante y molesto. Hubo un tiempo en que lo admiré.
—Y lo sigue admirando, ¿no?
—No Aquello fue cuando yo era una niña. Ahora prefiero a los hombres serenos, que ven las cosas tal como son, y no se emperran en jugarse la vida por los demás.
—¿Eso es lo que hace El Coyote?
—Sí. Y no hay en el mundo nadie por quien merezca la pena que un hombre ponga en peligro su vida.
—Si me lo permite, Dorotea, me retiraré un momento. Tengo que arreglar unos asuntos con mi mayordomo.
Dorotea salió al jardín del rancho y fue a sentarse en un banco, entre los robles. Su pensamiento fue lentamente hacia El Coyote. Aquél era el hombre a quien ella admiraba y por quien hubiera deseado ser amada; pero ni siquiera le había visto nunca y no era fácil que él pensase en la heredera de los Villavicencio.
Después pensó en César de Echagüe. Un tonto cargado de dinero, aunque a veces no parecía tan tonto. Claro que si al fin conseguía casarse con él, ella sería la dueña de todo, y esto ya era una compensación.
Desde la ventana de su cuarto, César de Echagüe vio a Dorotea sentada en el jardín. Sonrió. Aquélla era la mujer que más se había esforzado por llevarle de nuevo al matrimonio.
«Casi temo que lo consiga», pensó, sin advertir que iban a ocurrir cosas que pondrían a Dorotea muy cerca del triunfo anhelado.
César se cubrió el rostro con un antifaz y después de comprobar que sus revólveres estaban cargados, abrió la puertecita secreta que comunicaba su cuarto con la cuadra y cinco minutos más tarde El Coyote galopaba hacia Los Ángeles.